domingo, 14 de octubre de 2018

Nathan [Especial Halloween, #Azäirween]


Abre la puerta del armario y echa a un lado los abrigos. Busca lo que hay detrás, escondido para que su hijo no lo vea: una escopeta de caza. Coge la funda del arma con suma delicadeza como si fuera una reliquia, como si fuera a dispararse sola por tratarla con menos cuidado. Jones Luche sabe perfectamente que la escopeta está descargada; pese a ello, no puede evitar sentir la excitación que provoca sostener un arma. Decenas de ideas pasan por su cabeza, algunas le resultan peligrosamente atractivas y otras son tan horrendas que le hacen agachar la cabeza al suelo y mirarse los pies desnudos lamentándose de sus fantasías. La sensación de arrepentimiento no le resulta extraña. En las últimas cuarenta y ocho horas ha estado llorando. Se ha pasado la noche en vela, a veces gritando y otras mirándose los dedos de los pies en silencio. Pensaba que podía haberlo evitado, podría haber sido un mejor padre, más atento. Esa zorra que había sido su mujer tiene razón cuando dice que Jones no sirve para nada. Fue un mal esposo en su matrimonio y ha sido en pésimo padre en los últimas semanas. Ella, Cara Darryl, será de las primeras personas en cantar victoria al descubrir que su ex-marido se ha decantado por utilizar el método Curt Cobain. Estará encantada. Quizás podrá engañar a la prensa (Jones espera que su muerte sea anunciada por la prensa) y a sus amigos con lágrimas de cocodrilo. Pero a él no le engañará. Cara se esconderá en los baños para reír la muerte de Jones; será la mejor noticia que reciba en años.
Jones se da cuenta que tiene los labios apretados en tensión. Pensar en su ex-mujer le ha hecho levantar de nuevo la cabeza y fijarse en lo que está haciendo. Deja la escopeta enfundada en la cama. Acerca una escalerilla al armario y sube en ella para alcanzar los cajones más altos del altillo. Es ahí donde guarda la caja con los cartuchos de balas. Cuando se tiene un hijo (tenía), toda precaución es poca. No basta con esconder la escopeta y la caja de balas, y con prohibir a Jerry acercarse al armario solo conseguía que la idea resultase más atractiva. Jones pensaba que era necesario separar el arma de las balas y, al ser posible, dejar ambas fuera del alcance de Jerry. La escopeta no cabe en el altillo, es demasiado grande.
Deja la caja de balas en la cama, justo al lado del arma. Procede con el mismo ritual que imagina que siguió Curt Cobain. Es un buen método. El cantante de Nirvana sabía lo que estaba haciendo. A Jones Luche no le hizo falta estudiar la historia de Cobain antes de disponerse a realizar su método homónimo, la conoce a la perfección. Jones se dedica a la música, posee un grupo de rock con unos amigos: “El caballo de Troya”. Conoce una gran cantidad de bandas de música. Es capaz de recitar el nombre de cada uno de los integrantes que han tenido sus grupos favoritos a lo largo de la historia. Jones no es ningún genio musical. Toca la guitarra y el bajo de manera mediocre. Su voz es casi tan básica como su dominio de los instrumentos. Fantaseaba con ser un Robert Plant, un Bruce Dickinson y un Ian Gillan. Al aceptar el método Curt Cobain, se da cuenta que nunca llegará podrá equipararse con alguno de sus ídolos. La buena noticia es que cumplirá con la lección que ellos profesaron: vive deprisa y deja un cadáver bonito.
Acaricia la funda del arma con los dedos de la mano como si fuera la espalda de una mujer. Se despide de ella, pronto se volverán a encontrar y será la última vez que Jones Luche se encuentre con alguien. Camina hacia el escritorio de la habitación sin levantar los pies del suelo. El batín que lleva puesto le confiere un aspecto espectral; parece que esté flotando a un palmo de distancia sobre el suelo como si fuera un fantas…. Evita pensar en esa palabra. En algún momento deberá escribirla en su carta de despedida (el método de Curt Cobain establece que se ha de escribir varias cartas hacia sus seres queridos explicando el porqué de su muerte) y cuando lo haga esa palabra se hará realidad. Dejará de ser la fantasía de un niño para convertirse en la realidad de un adulto y en el motivo por el cual decidió tomar el método Curt Cobain.
Se deja caer en la silla. Siente que su cuerpo pesa tanto que no lo puede sostener. Se acomoda en el respaldo y mira hacia el techo de la habitación. ¿Siempre ha estado tan alto? Pardea repetidas veces y se vuelve a fijar. No, el techo está en la misma posición que siempre ha estado. Jones se encuentra tan confuso y asustado que le cuesta calcular las distancias. Mira una vez y el techo parece estar a cinco metros sobre su cabeza, en una segunda  vez parece estar aplastándole y en la tercera, vuelve a su posición habitual. Suspira. Esto acabará pronto. Debe darse prisa por empezar a escribir las cartas, aunque realmente, en lo que piensa es en terminarlas.
Hasta ahora, no ha pensado en cuántas cartas va a escribir ni qué dirá en cada una de ellas. Tiene una vaga idea de lo que sucederá después: alguien descubrirá su cadáver y leerá en contenido de las cartas. La prensa se hará eco de la noticia, divulgará lo ocurrido tergiversando la situación para hacerle quedar como un loco y un asesino. Dirán que fue él quien mató a su hijo, escondió el cuerpo y luego se suicidó por la pena. No será la verdad. Jones amaba y ama a su hijo Jerry más que a la música. Se está esforzando por dar una explicación de lo ocurrido, lo hará para honrar la memoria de su hijo. Jones se da golpecitos en la sien con el extremo del lápiz a la vez que desvía la mirada hacia la escopeta de la cama. Todavía no. No debe de saltarse ningún paso.
Decide dedicarse la primera carta. Piensa que al terminar con el método Curt Cobain alcanzará el Nirvana que Jerry no pudo acceder. Desde allí podrá leer la carta y entenderá lo que ha hecho. Empieza escribiendo la letra de una de sus canciones favoritas de la banda: “Lilithium”. Poco a poco, las palabras que desea transmitir se aparecen en la hoja. Escribir una carta de despedida no le resulta diferente a componer una canción. La clave está en dejarse llevar.
Comienza contando la historia  del nacimiento de Jerry. En aquel entonces, Cara y Jones no se odiaban. Ella aceptaba los sueños musicales de su marido y él amaba a su esposa. Recibieron a su hijo como el regalo que era, llevaban dos años buscándolo. Ambos lloraron de felicidad. Recordaron aquel intento fallido que resultó en tantas discusiones. Un año atrás, Cara había sufrido un aborto espontáneo a los seis meses de estar embarazada. Aquel niño se iba a llamar Nathan. Los doctores no supieron dar una explicación racional de lo que había sucedido. Se escudaron con frases fastidiosas que parecían estar sacadas de una serie de bajo presupuesto: son cosas que pasan, es más común de lo que cree, su mujer está perfectamente…. Mentiras, todas ellas. Cara Darryl no estuvo bien, ese pedazo de su corazón quedó roto tras la pérdida de Nathan; solo Jerry consiguió repararlo. Por mucho que los doctores insistiesen, Cara se negaba a soltar al bebé. En aquella época, a Jones le parecía un gesto dulce y tierno; ahora le parece un acto egoísta y no duda en dar parte en la carta: Cara Darryl es una zorra egoísta. El nacimiento de Jerry significó un nuevo comienzo para ella. Dejó de sentirse como una fracasada que había dejado morir a un niño que ni siquiera había tenido oportunidad de nacer. Quiso alejarse de los malos pensamientos y de los planes que había creado para Nathan. Jones cree que incluso llegó a obligarse a olvidar el nombre de Nathan. Después del nacimiento de Jerry, solo quedaba una cosa que hacía que Cara recordase el trauma del aborto y esa cosa era Jones y las canciones que él había compuesto para su primer hijo.
Sucedió lo inevitable, Cara y Jones terminaron divorciándose. Jerry tenía dos años. Según el acuerdo, el niño viviría con su madre la mayor parte del tiempo, mientras que los fines de semana y festivos, los pasaría con Jones; al menos, en teoría. Cara era rehacía a cumplir con el horario estipulado. Lo sujetaba en brazos y suplicaba a Jones que se fuera y que no volviera hasta la semana que viene, entonces dejaría que se llevara a Jerry. Un niño debe estar con su madre, argumentaba. Jones no quería discutir más con ella, había comprobado en estos dos años que no merecía la pena. Cada vez que llamaba a la puerta de aquella desconocida vivienda que debió de ser suya se encontraba con un niño que no le reconocía completamente como papá y con unas garras que no le dejaban marchar. De cuatro fines de semana que tenía un mes, Jerry alcanzaba a pasar uno con su padre. Era lo mejor para el niño, insistía Cara.
A pesar del poco tiempo que pasaban juntos, Jones jamás dejó de querer a su hijo. Le prestaba tanta atención como disponía. Los ratos que no estaba ensañando con “El caballo de Troya” ni componiendo canciones, Jones los dedicaba a pensar en su hijo.
Aprieta el lápiz en el papel y escribe con letra gruesa: Juro que lo quiero. Sería incapaz de matarlo.
Jones reside en un apartamento de dos habitaciones. Jamás ha cumplido con la fecha del pago del alquiler. Pensó que su economía sería mejor si hubiera buscado un apartamento más pequeño, con un solo dormitorio. Pero, entonces, Jerry no dispondría de una habitación propia ni de un lugar amplio donde poder correr y jugar; además que Cara tendría otra escusa a sumar para no entregarle al niño. Jones preparó la habitación de Jerry de acuerdo a sus gustos. Como le encantaban las naves espaciales y los extraterrestres, decoró las paredes del dormitorio con pegatinas de estrellas, planetas y naves fluorescentes. Bajo de la cama había una caja de juguetes que bien podía utilizarse como atrezo de una película de Star Wars y pasarían desapercibidos. Cada mes salía una nueva película del espacio en los cines; Jones las esperaba casi con tantas ansias como su hijo. Aprovecha que a Cara no le gustaba el género de ciencia-ficción, por alguna razón absurda le daba miedo los monstruos espaciales, para llevar a Jerry al cine.
El Jerry de siete años quería ser astronauta cuando fuera mayor: viajar por el espacio y conquistar planetas. Decía, muy seriamente, que se casaría con una chica de Saturno y que tendrían muchos hijos. Jones inventó el idioma que se imaginaba que hablaban los habitantes de Saturno usando, como base, las notas musicales. Le enseñó el idioma su hijo. Si tan decidido estaba en casarse con una alienígena de Saturno, debía de conocer la lengua del planeta. Era un juego divertido que, además de entretener por un rato a Jerry, le servía para componer canciones. El nuevo CD de “El caballo de Troya” disponía de tres canciones escritas en saturnense; eran muy divertidas y al público les encantaban.
La imaginación de Jerry no tenía rival. El chico era capaz de inventar todo un planeta, con su flora y su fauna incluida. Si es que no llega a convertirse en un astronauta, pensaba Jones, llegaría a ser un excelente escritor.
Es debida a la viva imaginación del niño que a Jones no le extrañó que mencionase el nombre de Nathan. Ni siquiera le prestó atención. Podría haber escuchado el nombre en la televisión, en el colegio o leído en alguno de sus cuentos infantiles.
Jerry decía que Nathan se parecía mucho a él. Era un poco más alto, lo ejemplificaba con la mano mostrando una altura aproximada, y mucho más delgado. Lo comparaba con el reflejo de los espejos deformes de la feria.
—Me quita los juguetes y los pone donde yo no llego.
—Se lo has dicho a la profesora — contestó Jones pensando que se refería a un compañero de clase.
—No, no es un niño del colegio.
—¿Es un niño del barrio donde vive mamá?
—Tampoco. Nathan vive aquí.
—¿Ah, sí?
—Sí, vive en el armario. Me roba los juguetes. No sé dónde los pone.
—¿Me dejas que eche un vistazo?
En el armario solo había ropa, ni rastro de ningún niño imaginario. Jones preguntó por los juguetes que Jerry había perdido. No creía que nadie los hubiera cogido. En su habitación, solo entra él. Simplemente, los había perdido. Nathan era la excusa para no aceptar que no recordaba dónde los había puesto. Cosas de niños; suponía Jones.
—La nave “El pájaro-sónico” y su comandante. No están en la caja. Nathan me los ha quitado.
Cierto, no estaban en la caja de juguetes, sino en el interior del zapatero. Podía ser que, jugando, Jerry los había dejado en ese lugar sin haberse dado cuenta. Jones no le dio mayor importancia.
Me equivoqué.
Otros juguetes fueron desapareciendo y apareciendo en diferentes lugares del apartamento. Jerry se acostumbró muy rápido a acusar a Nathan. Jones tomó una decisión: vigilaría a Jerry mientras jugaba. Así sabría dónde había puesto a los muñecos. El plan funcionó a la perfección y Jerry dejó de hablar sobre Nathan. Los juguetes estaban todos en su sitio. La nave que el niño que había bautizado como “El pájaro sónico”, la valiente tripulación de “El pájaro”, los monstruos extraterrestres…, todos en su correspondiente lugar: en la caja bajo la cama.
Pasaron los días y Jones perdió el habitó de vigilar a su hijo. Pensó que ya no era necesario. Los niños se aburrían con facilidad. Nathan no tenían por qué volver. No fue así.
Durante un mes (lo que equivale a ocho días con Jerry según el acuerdo de divorcio), Jerry se despertaba a la misma hora de la noche y corría a la habitación de su padre asustado. Decía que Nathan se había acostado a su lado y lo empujaba al suelo. El niño estaba helado. Tenía tanto miedo que era incapaz de hablar con claridad. Jones le tranquilizó con un abrazo. Le dijo la verdad a su hijo: no existe ningún Nathan. Debía de volver a la cama. Los primeros días, Jerry aceptaba dócilmente. El cuarto día, fue incapaz de volver solo a su dormitorio. Jones le acompañó. Jerry no quería separarse de sus rodillas. El niño no mentía en una cosa y es que, en cierto sentido, Jerry no había dormido solo, en las noches que Jones le acompañó ni en las anteriores; su cama estaba repleta de juguetes.
—Sabes que no puedes meter tantos juguetes en la cama. Máximo dos.
—No he sido yo, ha sido Nathan. Quiere mis juguetes y mi cama, por eso me los quita.
Ya estaba bien. Jones estaba cansado de escuchar siempre la misma monserga. ¿Qué clase de padre sería si permitía a su hijo desobedecerlo y esconderse en una mentira? Podía seguirle el juego durante unos pocos días, quizás fuera una pesadilla puntual; pero, lo que no estaba dispuesto era a que su propio hijo le tomase el pelo. Lo castigó: dos fines de semana sin juguetes. ¡Pero papá! Basta de peros. Una vez tomada la decisión, no había vuelta de hoja.
Y llega el momento que Jones ha estado esquivando desde el momento en que empezó a escribir: el momento en el que debe de aceptar que Nathan es un…. La palabra que escribe resulta incomprensible. Le tiemblan las manos. Jones se esfuerza por mantener la calma. Una palabra no puede dañarle y, si lo hace, no tiene que preocuparse. El método Curt Cobain tenía una efectividad comprobada, le quitará todo el dolor. Vuelve a escribir la palabra. Aprieta el lápiz en la hoja. La escribe muy lentamente. Nathan es un fantasma.
Era el tercer viernes del mes. Hacía unas pocas horas que Jones había recogido a Jerry de la casa de su madre. El castigo había finalizado. Jones tenía una sorpresa preparada para su hijo. Debajo de la cama, no estaba la caja de juguetes que Jerry esperaba encontrar, sino una caja mucho más pequeña envuelta en papel de regalo: una nueva nave especial que Jones le había comprado como recompensa por no haber mencionado a Nathan en estas dos semanas de castigo.
Jones acompañó a Jerry hasta su dormitorio, esperó en el umbral de la puerta por ver su reacción. El niño fue corriendo a la cama. Se puso de rodillas y se metió bajo de ella.
—Dime Jerry, ¿qué encuentras ahí abajo?
Jerry no contestó.
—¿Jerry?
La sorpresa parecía haberle dejado mudo. Jones sonrió desde el umbral. Era gusto la reacción que había estado esperando.
—¿Qué tal, te gusta? Es por haberte comportado tan bien en estas últimas semanas. ¿Qué me dices? ¿Te gusta?
No hubo una respuesta inmediata.
Jones caminó lentamente hacia la cama. La sonrisa se había torcido en un gesto de preocupación. Estaba a punto de agacharse cuando Jerry contestó.
—¡Papá, me ha atrapado! — la voz provenía de las paredes de la habitación — Era una trampa. Ha estado esperándome. Me lleva a su mundo.
Jones se puso de rodillas y miró bajo de la cama. El regalo estaba en el mismo lugar donde lo dejó, pero Jerry no estaba en ningún lugar.
—¡Papá, ayuda!
Buscando una explicación racional, pensó que su hijo quería jugar. Habría salido por el otro lado de la cama y escondido en algún sitio. En el armario, tal vez. Eso explicaría el eco en las paredes. Jerry tenía mucha imaginación.
—¡PAPÁ!
Abrió el armario, estaba completamente vacío. Incluso la ropa del niño había desaparecido. Jones cerró el armario y negó con la cabeza. Tuvo una corazonada, fue como si alguien en su mente le hubiera ordenado que volviera a abrir el armario. Jones obedeció. En el estante de las camisetas de verano se encontraba la nave “El pájaro-sónico” y su valiente tripulación colocada como si estuvieran a punto de emprender uno de sus famosos viajes galácticos.
—¡AYUDA!
¿Quién los había puesto ahí? Es la pregunta que se repitió en los días que continuaron, pero no la que se hizo en aquel momento. Jones se preguntaba dónde estaba su hijo. Aquel juego no tenía ninguna gracia. Los gritos de auxilio parecían venir de todos los lugares de la habitación a la vez. Volvió a comprobar debajo de la cama. No había nada, ni siquiera el regalo. ¿En otra habitación? Jerry podría haber salido por la puerta, Jones la dejó abierta. No, los gritos sonaban en el dormitorio del niño, al cambiar de habitación no se escuchaba nada. Estaba aquí. En algún, lugar, debía de estar aquí.
—¡ES NATHAN! — y Jerry no dijo nada más.
Jones revisó repetidas veces cada uno de los escondites posibles. Deshizo la cama echando las sábanas a un lado. Rebuscó incluso en los lugares donde Jerry no cabía. Lo único que encontraba eran los muñecos que deberían estar en la caja de juguetes.
Después de varias horas arrodillado en medio del caos que se había convertido la habitación de Jerry, Jones se preguntó quién podría ayudarle. Llamar a la policía parecía la opción más factible. ¿Qué les diría? ¿Cómo les explicaría que su hijo había sido secuestrado por el fantasma de un niño que no había llegado a nacer? Lo tomarían por un loco y entonces no habría forma de recuperar a Jerry. Se decantó por llamar a Cara. Era la última persona con la que quería hablar, pero la única que esperaba que lo comprendiese. Por el amor que se tuvieron en el pasado, Cara Darryl debía creer en su palabra.
Jerry ha desaparecido. Las palabras poseían magia. A los pocos minutos de realizar la llamada, Cara se presentó en el apartamento de Jones. La mano izquierda la tenía ocupada limpiándose con un pañuelo el maquillaje corrido por las lágrimas; con la mano libre abofeteó a Jones.
—¡¿Cómo has podido?! — eso estaba bien, Cara tenía mucha tensión acumulada.
Jones la llevó a la habitación de Jerry. Le explicó lo que había sucedido tal y como él lo recordaba. Cada vez que pronunciaba el nombre de Nathan, Cara sentía un escalofrío que la hacía estremecer.
—¡Mientes, estás mintiendo! Has perdido a mi hijo. ¿Dónde ha sido? A mí no me engañas. Ha sido en uno de esos bares que sueles ir a tocar. ¿Verdad? No puedes mentirme — golpeó el pecho de Jones con las dos manos — Quieres asustarme. Es eso, verdad. Quieres verme llorar. Es una especie de venganza contra mí. ¡Basta! Quiero que me devuelvas a mi hijo. ¿Dónde está?
Jones lloraba tanto como ella. Le había dicho la verdad. Jerry había desaparecido. Intentó abrazar a Cara como solía abrazarla antes del divorcio. Ella se negó echándose hacia atrás. Se marchó del apartamento llamando a la policía. Jones no supo dónde ir. Se quedó tumbado en la cama de Jerry.
A la media hora, un grupo de cuatro agentes de policía llamaron a la puerta de Jones. A saber qué les había contado Cara. Jones los abrió y les dejó pasar. Evitó mirarles a los ojos; parecían tan inexpresivos como robots. Los policías tomaron nota de lo ocurrido. Jones les dijo la verdad. Ellos no le creyeron. Pidieron una lista de los lugares que Jones solía transitar de manera habitual: el estudio de grabación, los bares de rock que tocaba con “El caballo el Troya”, los parques cercanos donde llevaba a su hijo a jugar, el cine…. Los agentes querían conocer todos sus pasos.
—Ya les he dicho lo que ha pasado. ¿Qué tiene que ver mi banda en todo esto? Mi hijo ha desaparecido. Estaba aquí, justo aquí donde les señalo, y al segundo, ya no estaba.
Esa noche no pudo dormir. Descansó en la cama de Jerry. Guardaba la esperanza que su hijo apareciese. Desde el interior de las paredes, se escuchaba el inconfundible sonido del papel rasgado por un niño. A las dos de la madrugada, el niño jugó con su nuevo regalo. Imitó el ruido de los motores de la nave especial con la boca y la hacía volar por el espacio.
—¿Nathan, eres tú?
El sonido de motores cesó.
—¿Nathan? — pronunciar el nombre en voz alta le costó horrores — ¿Dónde está Jerry? ¡Dímelo! — Jones se levantó violentamente de la cama — ¡Haz que vuelva!
 Silencio. Unos minutos después, Nathan continuó jugando como si nada.
Al día siguiente, los medios de comunicación anunciaron la desaparición de Jerry. Cara Darryl salió en la televisión, en las noticias de la mañana y del mediodía. Cuidó sus palabras frente a las cámaras para no mencionar a Jones. Él imaginó que Cara le miraba a través de la pantalla con un gesto acusador.
Nathan se reía de su padre. No dejó de hacerlo. La risa endemoniada del niño se escuchaba por todos los rincones de la casa: bajo del fregadero, en el interior de los armarios, en el techo…. Allí donde estaba Nathan, aparecía uno de los juguetes de Jerry, preparado para empezar a jugar.
Varios grupos de personas se organizaron para buscar a Jerry por la ciudad. Jones los vio por la televisión. Los padres de los compañeros del colegio de Jerry, amigos de Cara y los otros miembros de “El caballo de Troya”. Dieron su apoyo a Cara y le prometieron que encontraría a su hijo (su hijo, no el hijo de ella y de Jones). Jones se quedó en la casa. No veía ningún sentido en buscar a Jerry por la ciudad. Jerry estaba aquí, en ese lugar del apartamento donde Nathan se escondía.
Hoy es domingo. Jones explica en la carta que ha pasado la noche del sábado gritando a las paredes. Los vecinos han llamado a la policía. Ésta pidió a Jones que se calmase, estuvo unos minutos con él y luego se marchó. Comprendemos su dolor, pero debe tranquilizase. No, no lo comprenden. No saben lo que es escuchar a un niño burlándose a todas horas de él. Perdone que les diga, pero ninguno de vosotros a perdido a su hijo a manos de un fantasma. Y al pronunciar esa última palabra, los policías se marcharon. Jones se quedó solo en el apartamento. Solo no, con Nathan. Jones quiso deshacerse de él. Cogió la máquina taladradora y hizo una gran multitud de agujeros en la pared. Sal, de dónde quiera que estés, sal y devuélveme a mí hijo.
Exhausto, buscó respuesta en la música que amaba. Fue entonces cuando tuvo la gran idea de emplear el método Curt Cobain.
Acaba la carta disculpándose a sí mismo. Siente que ha fallado como marido, padre y persona. Espera hacerlo mejor en la siguiente vida.
La segunda carta la dedica a su ex-mujer. El mensaje es mucho más breve que en la primera: Cuida tú de Nathan. Qué te jodan. Que os jodan a los dos.
Piensa en escribir una tercera para Jerry, sería la más extensa. Decide no hacerlo. Cree que Nathan no permitirá a Jerry asomarse al mundo de los vivos y leer la carta que su padre le ha dejado.
Deja las cartas en el escritorio, a la vista de la policía, que no tardará en llegar. Los otros papeles que hay encima los echa a la basura. Se toma muchas molestias para que le lean, para que el mundo sepa lo que ocurrió.
Se sienta en la cama. Saca la escopeta de su funda. Abre la caja de cartuchos de bala. Carga el arma. Culata en el suelo. Cañón en la boca. Método Curt Cobain.

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Segundo relato del especial Halloween de este año, el cual he bautizado como Azäirween. Un relato de terror cada fin de semana de octubre y un último relato, adicional, el día 31. Espero que os guste.


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