Abre la puerta del armario y echa a un lado los abrigos.
Busca lo que hay detrás, escondido para que su hijo no lo vea: una escopeta de
caza. Coge la funda del arma con suma delicadeza como si fuera una reliquia,
como si fuera a dispararse sola por tratarla con menos cuidado. Jones Luche
sabe perfectamente que la escopeta está descargada; pese a ello, no puede
evitar sentir la excitación que provoca sostener un arma. Decenas de ideas
pasan por su cabeza, algunas le resultan peligrosamente atractivas y otras son
tan horrendas que le hacen agachar la cabeza al suelo y mirarse los pies
desnudos lamentándose de sus fantasías. La sensación de arrepentimiento no le
resulta extraña. En las últimas cuarenta y ocho horas ha estado llorando. Se ha
pasado la noche en vela, a veces gritando y otras mirándose los dedos de los
pies en silencio. Pensaba que podía haberlo evitado, podría haber sido un mejor
padre, más atento. Esa zorra que había sido su mujer tiene razón cuando dice
que Jones no sirve para nada. Fue un mal esposo en su matrimonio y ha sido en
pésimo padre en los últimas semanas. Ella, Cara Darryl, será de las primeras
personas en cantar victoria al descubrir que su ex-marido se ha decantado por
utilizar el método Curt Cobain. Estará encantada. Quizás podrá engañar a la
prensa (Jones espera que su muerte sea anunciada por la prensa) y a sus amigos
con lágrimas de cocodrilo. Pero a él no le engañará. Cara se esconderá en los
baños para reír la muerte de Jones; será la mejor noticia que reciba en años.
Jones se da cuenta que tiene los labios apretados en
tensión. Pensar en su ex-mujer le ha hecho levantar de nuevo la cabeza y
fijarse en lo que está haciendo. Deja la escopeta enfundada en la cama. Acerca
una escalerilla al armario y sube en ella para alcanzar los cajones más altos
del altillo. Es ahí donde guarda la caja con los cartuchos de balas. Cuando se
tiene un hijo (tenía), toda precaución es poca. No basta con esconder la
escopeta y la caja de balas, y con prohibir a Jerry acercarse al armario solo
conseguía que la idea resultase más atractiva. Jones pensaba que era necesario
separar el arma de las balas y, al ser posible, dejar ambas fuera del alcance
de Jerry. La escopeta no cabe en el altillo, es demasiado grande.
Deja la caja de balas en la cama, justo al lado del arma.
Procede con el mismo ritual que imagina que siguió Curt Cobain. Es un buen
método. El cantante de Nirvana sabía lo que estaba haciendo. A Jones Luche no
le hizo falta estudiar la historia de Cobain antes de disponerse a realizar su
método homónimo, la conoce a la perfección. Jones se dedica a la música, posee
un grupo de rock con unos amigos: “El caballo de Troya”. Conoce una gran
cantidad de bandas de música. Es capaz de recitar el nombre de cada uno de los
integrantes que han tenido sus grupos favoritos a lo largo de la historia.
Jones no es ningún genio musical. Toca la guitarra y el bajo de manera
mediocre. Su voz es casi tan básica como su dominio de los instrumentos.
Fantaseaba con ser un Robert Plant, un Bruce Dickinson y un Ian Gillan. Al
aceptar el método Curt Cobain, se da cuenta que nunca llegará podrá equipararse
con alguno de sus ídolos. La buena noticia es que cumplirá con la lección que
ellos profesaron: vive deprisa y deja un cadáver bonito.
Acaricia la funda del arma con los dedos de la mano como si
fuera la espalda de una mujer. Se despide de ella, pronto se volverán a
encontrar y será la última vez que Jones Luche se encuentre con alguien. Camina
hacia el escritorio de la habitación sin levantar los pies del suelo. El batín
que lleva puesto le confiere un aspecto espectral; parece que esté flotando a
un palmo de distancia sobre el suelo como si fuera un fantas…. Evita pensar en
esa palabra. En algún momento deberá escribirla en su carta de despedida (el
método de Curt Cobain establece que se ha de escribir varias cartas hacia sus seres
queridos explicando el porqué de su muerte) y cuando lo haga esa palabra se
hará realidad. Dejará de ser la fantasía de un niño para convertirse en la
realidad de un adulto y en el motivo por el cual decidió tomar el método Curt
Cobain.
Se deja caer en la silla. Siente que su cuerpo pesa tanto
que no lo puede sostener. Se acomoda en el respaldo y mira hacia el techo de la
habitación. ¿Siempre ha estado tan alto? Pardea repetidas veces y se vuelve a
fijar. No, el techo está en la misma posición que siempre ha estado. Jones se
encuentra tan confuso y asustado que le cuesta calcular las distancias. Mira
una vez y el techo parece estar a cinco metros sobre su cabeza, en una segunda vez parece estar aplastándole y en la tercera,
vuelve a su posición habitual. Suspira. Esto acabará pronto. Debe darse prisa
por empezar a escribir las cartas, aunque realmente, en lo que piensa es en
terminarlas.
Hasta ahora, no ha pensado en cuántas cartas va a escribir
ni qué dirá en cada una de ellas. Tiene una vaga idea de lo que sucederá
después: alguien descubrirá su cadáver y leerá en contenido de las cartas. La
prensa se hará eco de la noticia, divulgará lo ocurrido tergiversando la
situación para hacerle quedar como un loco y un asesino. Dirán que fue él quien
mató a su hijo, escondió el cuerpo y luego se suicidó por la pena. No será la
verdad. Jones amaba y ama a su hijo Jerry más que a la música. Se está
esforzando por dar una explicación de lo ocurrido, lo hará para honrar la
memoria de su hijo. Jones se da golpecitos en la sien con el extremo del lápiz
a la vez que desvía la mirada hacia la escopeta de la cama. Todavía no. No debe
de saltarse ningún paso.
Decide dedicarse la primera carta. Piensa que al terminar
con el método Curt Cobain alcanzará el Nirvana que Jerry no pudo acceder. Desde
allí podrá leer la carta y entenderá lo que ha hecho. Empieza escribiendo la
letra de una de sus canciones favoritas de la banda: “Lilithium”. Poco a poco, las palabras que desea transmitir se
aparecen en la hoja. Escribir una carta de despedida no le resulta diferente a
componer una canción. La clave está en dejarse llevar.
Comienza contando la historia del nacimiento de Jerry. En aquel entonces,
Cara y Jones no se odiaban. Ella aceptaba los sueños musicales de su marido y
él amaba a su esposa. Recibieron a su hijo como el regalo que era, llevaban dos
años buscándolo. Ambos lloraron de felicidad. Recordaron aquel intento fallido
que resultó en tantas discusiones. Un año atrás, Cara había sufrido un aborto
espontáneo a los seis meses de estar embarazada. Aquel niño se iba a llamar
Nathan. Los doctores no supieron dar una explicación racional de lo que había sucedido.
Se escudaron con frases fastidiosas que parecían estar sacadas de una serie de
bajo presupuesto: son cosas que pasan, es más común de lo que cree, su mujer
está perfectamente…. Mentiras, todas ellas. Cara Darryl no estuvo bien, ese
pedazo de su corazón quedó roto tras la pérdida de Nathan; solo Jerry consiguió
repararlo. Por mucho que los doctores insistiesen, Cara se negaba a soltar al
bebé. En aquella época, a Jones le parecía un gesto dulce y tierno; ahora le
parece un acto egoísta y no duda en dar parte en la carta: Cara Darryl es una
zorra egoísta. El nacimiento de Jerry significó un nuevo comienzo para ella.
Dejó de sentirse como una fracasada que había dejado morir a un niño que ni
siquiera había tenido oportunidad de nacer. Quiso alejarse de los malos
pensamientos y de los planes que había creado para Nathan. Jones cree que incluso
llegó a obligarse a olvidar el nombre de Nathan. Después del nacimiento de
Jerry, solo quedaba una cosa que hacía que Cara recordase el trauma del aborto
y esa cosa era Jones y las canciones que él había compuesto para su primer hijo.
Sucedió lo inevitable, Cara y Jones terminaron
divorciándose. Jerry tenía dos años. Según el acuerdo, el niño viviría con su
madre la mayor parte del tiempo, mientras que los fines de semana y festivos,
los pasaría con Jones; al menos, en teoría. Cara era rehacía a cumplir con el
horario estipulado. Lo sujetaba en brazos y suplicaba a Jones que se fuera y
que no volviera hasta la semana que viene, entonces dejaría que se llevara a
Jerry. Un niño debe estar con su madre, argumentaba. Jones no quería discutir
más con ella, había comprobado en estos dos años que no merecía la pena. Cada
vez que llamaba a la puerta de aquella desconocida vivienda que debió de ser
suya se encontraba con un niño que no le reconocía completamente como papá y
con unas garras que no le dejaban marchar. De cuatro fines de semana que tenía
un mes, Jerry alcanzaba a pasar uno con su padre. Era lo mejor para el niño,
insistía Cara.
A pesar del poco tiempo que pasaban juntos, Jones jamás dejó
de querer a su hijo. Le prestaba tanta atención como disponía. Los ratos que no
estaba ensañando con “El caballo de Troya” ni componiendo canciones, Jones los
dedicaba a pensar en su hijo.
Aprieta el lápiz en el papel y escribe con letra gruesa: Juro que lo quiero. Sería incapaz
de matarlo.
Jones reside en un apartamento de dos habitaciones. Jamás ha
cumplido con la fecha del pago del alquiler. Pensó que su economía sería mejor
si hubiera buscado un apartamento más pequeño, con un solo dormitorio. Pero,
entonces, Jerry no dispondría de una habitación propia ni de un lugar amplio
donde poder correr y jugar; además que Cara tendría otra escusa a sumar para no
entregarle al niño. Jones preparó la habitación de Jerry de acuerdo a sus
gustos. Como le encantaban las naves espaciales y los extraterrestres, decoró
las paredes del dormitorio con pegatinas de estrellas, planetas y naves fluorescentes.
Bajo de la cama había una caja de juguetes que bien podía utilizarse como
atrezo de una película de Star Wars y pasarían desapercibidos. Cada mes salía
una nueva película del espacio en los cines; Jones las esperaba casi con tantas
ansias como su hijo. Aprovecha que a Cara no le gustaba el género de
ciencia-ficción, por alguna razón absurda le daba miedo los monstruos
espaciales, para llevar a Jerry al cine.
El Jerry de siete años quería ser astronauta cuando fuera
mayor: viajar por el espacio y conquistar planetas. Decía, muy seriamente, que
se casaría con una chica de Saturno y que tendrían muchos hijos. Jones inventó
el idioma que se imaginaba que hablaban los habitantes de Saturno usando, como
base, las notas musicales. Le enseñó el idioma su hijo. Si tan decidido estaba
en casarse con una alienígena de Saturno, debía de conocer la lengua del
planeta. Era un juego divertido que, además de entretener por un rato a Jerry,
le servía para componer canciones. El nuevo CD de “El caballo de Troya”
disponía de tres canciones escritas en saturnense; eran muy divertidas y al
público les encantaban.
La imaginación de Jerry no tenía rival. El chico era capaz
de inventar todo un planeta, con su flora y su fauna incluida. Si es que no
llega a convertirse en un astronauta, pensaba Jones, llegaría a ser un
excelente escritor.
Es debida a la viva imaginación del niño que a Jones no le
extrañó que mencionase el nombre de Nathan. Ni siquiera le prestó atención. Podría
haber escuchado el nombre en la televisión, en el colegio o leído en alguno de
sus cuentos infantiles.
Jerry decía que Nathan se parecía mucho a él. Era un poco
más alto, lo ejemplificaba con la mano mostrando una altura aproximada, y mucho
más delgado. Lo comparaba con el reflejo de los espejos deformes de la feria.
—Me quita los juguetes y los pone donde yo no llego.
—Se lo has dicho a la profesora — contestó Jones pensando
que se refería a un compañero de clase.
—No, no es un niño del colegio.
—¿Es un niño del barrio donde vive mamá?
—Tampoco. Nathan vive aquí.
—¿Ah, sí?
—Sí, vive en el armario. Me roba los juguetes. No sé dónde
los pone.
—¿Me dejas que eche un vistazo?
En el armario solo había ropa, ni rastro de ningún niño
imaginario. Jones preguntó por los juguetes que Jerry había perdido. No creía
que nadie los hubiera cogido. En su habitación, solo entra él. Simplemente, los
había perdido. Nathan era la excusa para no aceptar que no recordaba dónde los
había puesto. Cosas de niños; suponía Jones.
—La nave “El pájaro-sónico” y su comandante. No están en la
caja. Nathan me los ha quitado.
Cierto, no estaban en la caja de juguetes, sino en el
interior del zapatero. Podía ser que, jugando, Jerry los había dejado en ese
lugar sin haberse dado cuenta. Jones no le dio mayor importancia.
Me
equivoqué.
Otros juguetes fueron desapareciendo y apareciendo en
diferentes lugares del apartamento. Jerry se acostumbró muy rápido a acusar a
Nathan. Jones tomó una decisión: vigilaría a Jerry mientras jugaba. Así sabría
dónde había puesto a los muñecos. El plan funcionó a la perfección y Jerry dejó
de hablar sobre Nathan. Los juguetes estaban todos en su sitio. La nave que el
niño que había bautizado como “El pájaro sónico”, la valiente tripulación de
“El pájaro”, los monstruos extraterrestres…, todos en su correspondiente lugar:
en la caja bajo la cama.
Pasaron los días y Jones perdió el habitó de vigilar a su
hijo. Pensó que ya no era necesario. Los niños se aburrían con facilidad.
Nathan no tenían por qué volver. No fue así.
Durante un mes (lo que equivale a ocho días con Jerry según
el acuerdo de divorcio), Jerry se despertaba a la misma hora de la noche y
corría a la habitación de su padre asustado. Decía que Nathan se había acostado
a su lado y lo empujaba al suelo. El niño estaba helado. Tenía tanto miedo que
era incapaz de hablar con claridad. Jones le tranquilizó con un abrazo. Le dijo
la verdad a su hijo: no existe ningún Nathan. Debía de volver a la cama. Los
primeros días, Jerry aceptaba dócilmente. El cuarto día, fue incapaz de volver
solo a su dormitorio. Jones le acompañó. Jerry no quería separarse de sus rodillas.
El niño no mentía en una cosa y es que, en cierto sentido, Jerry no había
dormido solo, en las noches que Jones le acompañó ni en las anteriores; su cama
estaba repleta de juguetes.
—Sabes que no puedes meter tantos juguetes en la cama.
Máximo dos.
—No he sido yo, ha sido Nathan. Quiere mis juguetes y mi
cama, por eso me los quita.
Ya estaba bien. Jones estaba cansado de escuchar siempre la
misma monserga. ¿Qué clase de padre sería si permitía a su hijo desobedecerlo y
esconderse en una mentira? Podía seguirle el juego durante unos pocos días,
quizás fuera una pesadilla puntual; pero, lo que no estaba dispuesto era a que
su propio hijo le tomase el pelo. Lo castigó: dos fines de semana sin juguetes.
¡Pero papá! Basta de peros. Una vez tomada la decisión, no había vuelta de
hoja.
Y llega el momento que Jones ha estado esquivando desde el
momento en que empezó a escribir: el momento en el que debe de aceptar que
Nathan es un…. La palabra que escribe resulta incomprensible. Le tiemblan las
manos. Jones se esfuerza por mantener la calma. Una palabra no puede dañarle y,
si lo hace, no tiene que preocuparse. El método Curt Cobain tenía una
efectividad comprobada, le quitará todo el dolor. Vuelve a escribir la palabra.
Aprieta el lápiz en la hoja. La escribe muy lentamente. Nathan es un fantasma.
Era el tercer viernes del mes. Hacía unas pocas horas que
Jones había recogido a Jerry de la casa de su madre. El castigo había
finalizado. Jones tenía una sorpresa preparada para su hijo. Debajo de la cama,
no estaba la caja de juguetes que Jerry esperaba encontrar, sino una caja mucho
más pequeña envuelta en papel de regalo: una nueva nave especial que Jones le
había comprado como recompensa por no haber mencionado a Nathan en estas dos
semanas de castigo.
Jones acompañó a Jerry hasta su dormitorio, esperó en el
umbral de la puerta por ver su reacción. El niño fue corriendo a la cama. Se
puso de rodillas y se metió bajo de ella.
—Dime Jerry, ¿qué encuentras ahí abajo?
Jerry no contestó.
—¿Jerry?
La sorpresa parecía haberle dejado mudo. Jones sonrió desde
el umbral. Era gusto la reacción que había estado esperando.
—¿Qué tal, te gusta? Es por haberte comportado tan bien en
estas últimas semanas. ¿Qué me dices? ¿Te gusta?
No hubo una respuesta inmediata.
Jones caminó lentamente hacia la cama. La sonrisa se había
torcido en un gesto de preocupación. Estaba a punto de agacharse cuando Jerry
contestó.
—¡Papá, me ha atrapado! — la voz provenía de las paredes de
la habitación — Era una trampa. Ha estado esperándome. Me lleva a su mundo.
Jones se puso de rodillas y miró bajo de la cama. El regalo
estaba en el mismo lugar donde lo dejó, pero Jerry no estaba en ningún lugar.
—¡Papá, ayuda!
Buscando una explicación racional, pensó que su hijo quería
jugar. Habría salido por el otro lado de la cama y escondido en algún sitio. En
el armario, tal vez. Eso explicaría el eco en las paredes. Jerry tenía mucha
imaginación.
—¡PAPÁ!
Abrió el armario, estaba completamente vacío. Incluso la
ropa del niño había desaparecido. Jones cerró el armario y negó con la cabeza.
Tuvo una corazonada, fue como si alguien en su mente le hubiera ordenado que
volviera a abrir el armario. Jones obedeció. En el estante de las camisetas de
verano se encontraba la nave “El pájaro-sónico” y su valiente tripulación
colocada como si estuvieran a punto de emprender uno de sus famosos viajes
galácticos.
—¡AYUDA!
¿Quién los había puesto ahí? Es la pregunta que se repitió
en los días que continuaron, pero no la que se hizo en aquel momento. Jones se
preguntaba dónde estaba su hijo. Aquel juego no tenía ninguna gracia. Los
gritos de auxilio parecían venir de todos los lugares de la habitación a la
vez. Volvió a comprobar debajo de la cama. No había nada, ni siquiera el
regalo. ¿En otra habitación? Jerry podría haber salido por la puerta, Jones la
dejó abierta. No, los gritos sonaban en el dormitorio del niño, al cambiar de
habitación no se escuchaba nada. Estaba aquí. En algún, lugar, debía de estar
aquí.
—¡ES NATHAN! — y Jerry no dijo nada más.
Jones revisó repetidas veces cada uno de los escondites
posibles. Deshizo la cama echando las sábanas a un lado. Rebuscó incluso en los
lugares donde Jerry no cabía. Lo único que encontraba eran los muñecos que
deberían estar en la caja de juguetes.
Después de varias horas arrodillado en medio del caos que se
había convertido la habitación de Jerry, Jones se preguntó quién podría
ayudarle. Llamar a la policía parecía la opción más factible. ¿Qué les diría?
¿Cómo les explicaría que su hijo había sido secuestrado por el fantasma de un
niño que no había llegado a nacer? Lo tomarían por un loco y entonces no habría
forma de recuperar a Jerry. Se decantó por llamar a Cara. Era la última persona
con la que quería hablar, pero la única que esperaba que lo comprendiese. Por
el amor que se tuvieron en el pasado, Cara Darryl debía creer en su palabra.
Jerry ha desaparecido. Las palabras poseían magia. A los
pocos minutos de realizar la llamada, Cara se presentó en el apartamento de
Jones. La mano izquierda la tenía ocupada limpiándose con un pañuelo el
maquillaje corrido por las lágrimas; con la mano libre abofeteó a Jones.
—¡¿Cómo has podido?! — eso estaba bien, Cara tenía mucha
tensión acumulada.
Jones la llevó a la habitación de Jerry. Le explicó lo que
había sucedido tal y como él lo recordaba. Cada vez que pronunciaba el nombre
de Nathan, Cara sentía un escalofrío que la hacía estremecer.
—¡Mientes, estás mintiendo! Has perdido a mi hijo. ¿Dónde ha
sido? A mí no me engañas. Ha sido en uno de esos bares que sueles ir a tocar.
¿Verdad? No puedes mentirme — golpeó el pecho de Jones con las dos manos —
Quieres asustarme. Es eso, verdad. Quieres verme llorar. Es una especie de
venganza contra mí. ¡Basta! Quiero que me devuelvas a mi hijo. ¿Dónde está?
Jones lloraba tanto como ella. Le había dicho la verdad.
Jerry había desaparecido. Intentó abrazar a Cara como solía abrazarla antes del
divorcio. Ella se negó echándose hacia atrás. Se marchó del apartamento
llamando a la policía. Jones no supo dónde ir. Se quedó tumbado en la cama de
Jerry.
A la media hora, un grupo de cuatro agentes de policía
llamaron a la puerta de Jones. A saber qué les había contado Cara. Jones los
abrió y les dejó pasar. Evitó mirarles a los ojos; parecían tan inexpresivos
como robots. Los policías tomaron nota de lo ocurrido. Jones les dijo la
verdad. Ellos no le creyeron. Pidieron una lista de los lugares que Jones solía
transitar de manera habitual: el estudio de grabación, los bares de rock que
tocaba con “El caballo el Troya”, los parques cercanos donde llevaba a su hijo
a jugar, el cine…. Los agentes querían conocer todos sus pasos.
—Ya les he dicho lo que ha pasado. ¿Qué tiene que ver mi
banda en todo esto? Mi hijo ha desaparecido. Estaba aquí, justo aquí donde les
señalo, y al segundo, ya no estaba.
Esa noche no pudo dormir. Descansó en la cama de Jerry.
Guardaba la esperanza que su hijo apareciese. Desde el interior de las paredes,
se escuchaba el inconfundible sonido del papel rasgado por un niño. A las dos
de la madrugada, el niño jugó con su nuevo regalo. Imitó el ruido de los
motores de la nave especial con la boca y la hacía volar por el espacio.
—¿Nathan, eres tú?
El sonido de motores cesó.
—¿Nathan? — pronunciar el nombre en voz alta le costó
horrores — ¿Dónde está Jerry? ¡Dímelo! — Jones se levantó violentamente de la
cama — ¡Haz que vuelva!
Silencio. Unos
minutos después, Nathan continuó jugando como si nada.
Al día siguiente, los medios de comunicación anunciaron la
desaparición de Jerry. Cara Darryl salió en la televisión, en las noticias de
la mañana y del mediodía. Cuidó sus palabras frente a las cámaras para no
mencionar a Jones. Él imaginó que Cara le miraba a través de la pantalla con un
gesto acusador.
Nathan se reía de su padre. No dejó de hacerlo. La risa
endemoniada del niño se escuchaba por todos los rincones de la casa: bajo del
fregadero, en el interior de los armarios, en el techo…. Allí donde estaba
Nathan, aparecía uno de los juguetes de Jerry, preparado para empezar a jugar.
Varios grupos de personas se organizaron para buscar a Jerry
por la ciudad. Jones los vio por la televisión. Los padres de los compañeros
del colegio de Jerry, amigos de Cara y los otros miembros de “El caballo de
Troya”. Dieron su apoyo a Cara y le prometieron que encontraría a su hijo (su
hijo, no el hijo de ella y de Jones). Jones se quedó en la casa. No veía ningún
sentido en buscar a Jerry por la ciudad. Jerry estaba aquí, en ese lugar del
apartamento donde Nathan se escondía.
Hoy es domingo. Jones explica en la carta que ha pasado la noche
del sábado gritando a las paredes. Los vecinos han llamado a la policía. Ésta
pidió a Jones que se calmase, estuvo unos minutos con él y luego se marchó.
Comprendemos su dolor, pero debe tranquilizase. No, no lo comprenden. No saben
lo que es escuchar a un niño burlándose a todas horas de él. Perdone que les
diga, pero ninguno de vosotros a perdido a su hijo a manos de un fantasma. Y al
pronunciar esa última palabra, los policías se marcharon. Jones se quedó solo
en el apartamento. Solo no, con Nathan. Jones quiso deshacerse de él. Cogió la
máquina taladradora y hizo una gran multitud de agujeros en la pared. Sal, de
dónde quiera que estés, sal y devuélveme a mí hijo.
Exhausto, buscó respuesta en la música que amaba. Fue entonces
cuando tuvo la gran idea de emplear el método Curt Cobain.
Acaba la carta disculpándose a sí mismo. Siente que ha
fallado como marido, padre y persona. Espera hacerlo mejor en la siguiente
vida.
La segunda carta la dedica a su ex-mujer. El mensaje es mucho
más breve que en la primera: Cuida
tú de Nathan. Qué te jodan. Que os jodan a los dos.
Piensa en escribir una tercera para Jerry, sería la más
extensa. Decide no hacerlo. Cree que Nathan no permitirá a Jerry asomarse al
mundo de los vivos y leer la carta que su padre le ha dejado.
Deja las cartas en el escritorio, a la vista de la policía,
que no tardará en llegar. Los otros papeles que hay encima los echa a la
basura. Se toma muchas molestias para que le lean, para que el mundo sepa lo
que ocurrió.
Se sienta en la cama. Saca la escopeta de su funda. Abre la
caja de cartuchos de bala. Carga el arma. Culata en el suelo. Cañón en la boca.
Método Curt Cobain.
Instagram: @Joel_Sarez
Página facebook: La Canción de Azäir
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