El motivo principal por el cual su
color preferido era el rojo era porque evocaba los sentimientos que la gente
común se resistía a hablar en voz alta. “Te quiero”. Eran dos palabras tan
sencillas de pronunciar como necesarias. Marlene creía que las personas no decían
“te quiero” las suficientes veces al cabo del día. Ahí estaba ella, con su
vestido de color rojo y un lazo del pelo a juego, para contagiar con su amor
a todo el mundo. ¡La epidemia del color rojo! Era un día especial para Marlene,
¿y qué mejor forma de celebrarlo que vistiendo de su color preferido y diciendo
a las personas que las querías? Salió de su casa con la sonrisa del niño que
planea hacer una travesura. Estaba preparada para su gran día: nada más y nada
menos, que su sexto aniversario con su chico, Jonesy. ¡Qué emoción!
El plan era la siguiente: dar un
par de vueltas por la ciudad durante unas horas, lucir su espectacular vestido
rojo, expandir la epidemia del amor a quienes la viesen y, tal vez, comprar una bandeja
de pastelitos antes de volver a casa por no regresar con las manos vacías. Dos horas serían más que suficientes.
Jonesy tendría tiempo de sobra para preparar su sorpresa. Marlene sabía de
antemano qué era esa sorpresa, ella misma lo había ayudado con los
preparativos; pero, de todas formas, estaba dispuesta en hacerse la sorprendida.
Había cierta emoción en la falsa actuación. Mientras paseaba, con su sonrisa
impecable, Marlene pensaba en si Jonesy sería o no capaz de averiguar por sí
solo si la cara de sorprendida de Marlene sería real o una mentirijilla piadosa
muy bien disimulada. Seguramente, fuera lo primero. Jonsey era muy despistado;
cualidad que le hacía parecer muy tierno.
El paseo llevó a Marlene por la
zona de comercios de la avenida. Hacía varios minutos que había
comenzado a caminar de forma inconsciente. A penas se daba
cuenta dónde estaba. Fue el grito de un hombre grande y robusto el que hizo que
Marlene fijara su atención y viera dónde estaba. Un niño, un diablillo sin
vergüenza, había cogido una manzana del puesto de frutas y se iba corriendo con
sus amigos. El frutero se quedó gritando en la puerta del local, si salía
correría el riesgo de sufrir más robos. Lo único que podía hacer era quedarse
en el umbral de la frutería y gritar con el brazo levantado en un gesto de
inconfundible amenaza. El niño, sin dejar de correr, levantaba la manzana como
si fuera un trofeo; pronto se reuniría con su grupo de amigos que le esperaban
dos calles más abajo y juntos celebrarían la victoria. Marlene observó la escena como si perteneciera a un mundo diferente al suyo. En la película que
se había formado en su cabeza, no había momento para entretenerse con las
travesuras de unos gamberros. Era una película de amor donde ella y su novio
eran los protagonistas y todas las escenas poseían un filtro de color rojo. La
manzana que el niño robó era de color verde; no pertenecía al mismo mundo que
Marlene. De todas formas, se acercó a la tienda, solamente para que el frutero
dejase de gritar. La magia del color rojo de su vestido y de su lazo funcionó a la
perfección. La cara de molestia del hombre se desvaneció para dar paso a una
servicial sonrisa de: “¿en qué puedo ayudarla, jovencita?”
—Deme medio kilo de manzanas, de
las rojas. — naturalmente.
Continuó caminando calle abajo
hasta llegar a su panadería de confianza. En este caso, no fue necesario
utilizar la magia del vestido para hacer sonreír a la panadera. Marlene la
encontró riendo las bromas de sus clientes. Aun así, Marlene se alegró al comprobar que
la sonrisa no desapareció después de comprar la bandeja de pastelitos para
la cita.
Pasaron las dos horas de cortesía
que Marlene regaló a Jonesy para que terminase con los preparativos de la sorpresa. Era el momento de
volver a casa. En una mano llevaba la bolsa blanca que ocultaba la bandeja de
pastelitos. Marlene pidió expresamente a la panadera que la bolsa fuera de un
color que no transparentase la bandeja de pastelitos; eran una pequeña sorpresa
dentro de la gran sorpresa que era la cita. En la otra mano, llevaba una bolsa
de papel barrón con el medio quilo de manzanas rojas. En caso de que Jonesy se
comiera todos los pastelitos, cosa que era muy posible ya que era todo
un goloso (otros de sus muchos encantos), Marlene se comería una manzana de
postre.
Llegó a las puertas del piso y
puso especial empeño en subir los escalones pisando fuerte para hacer el
máximo ruido posible. Esto alertaría a Jonesy. Si tenía algo entre manos,
debía darse prisa en terminarlo cuanto antes. Marlene estaba a punto de subir y
estaría feo que se encontrase con una sorpresa a medio preparar.
—Adelante, prepara tu mejor cara de
sorpresa. — se dijo en voz baja al llegar a su rellano.
Se quedó parada unos segundos
frente a la puerta. Hizo ruido con las llaves para hacerse notar. Él no se
daría cuenta que lo estaba haciendo a propósito, pensaría que Marlene era tan despistado como él y no podía encontrar
las llaves en su bolso. Un plan perfecto. Espero que estés listo, Jonesy,
porque allí que voy. Abrió la puerta.
Jonesy estaba sentado en la mesa
del comedor. Estaba hecho un pincel. Como Marlene, se había vestido con sus
mejores prendas: un elegante traje de color negro planchado esa misma mañana
(fue Marlene quien lo planchó), una camisa de color crema y una corbata que,
como no podía ser de otro manera, era de color roja. Marlene lo había ayudado a
vestirse y peinarse; no fue ninguna sorpresa encontrarlo tan bien vestido. Aun
así, verlo sentado en la mesa con la espalda erguida, alrededor de todos los
adornos de la mesa que juntos habían comprado y con una sonrisa celebrando su
llegada, hizo que a Marlene se le derritiera el corazón. Fue corriendo a la
mesa. Con un gesto apurado con las manos cargadas de bolsas, indicó a
Jonsey que no se levantase, sabía que en su estado no podría hacerlo y no
quería molestarlo. Abrazó a su chico por el cuello y le besó en los labios. ¡Qué
guapo estaba!
— ¿Todo esto lo has hecho tú? —
sabía perfectamente que no, que casi todo el mérito era de ella — No tenías por
qué hacerlo. Velas, un jarrón con rosas…. ¡Te has pasado! Para mí este día es
como cualquier otro. — mintió. Había practicado qué decir en las dos horas del
paseo. — Mira, yo también me he acordado de ti, he comprado una bandeja de pastelitos
para el postre. —descubrió la bandeja de pastelitos para hacerle la boca agua.
— ¿Qué has preparado para comer? ¿Puedo ir a verlo?
Marlene fue a la cocina con la
bolsa de manzanas y la bandeja de pastelitos antes de que Jonesy se comiera
ambas y no dejase nada para el postre. Dejó los pastelitos en la nevera y las
manazas en la despensa. Luego, se agachó a ver qué había en el horno. Jonesy
era un pésimo cocinero. Marlene le había dado claras instrucciones de cómo
debía cocinar el pollo marinado. Lo más seguro era que, incluso con la receta
delante de sus narices, habría hecho algo mal: se habría pasado o quedado corto
con la sal, el pollo estaría quemado o crudo, podría haberse equivocado
de vino o utilizado unas especias que no eran las correspondientes para esta
receta. Había tanto que podía salir mal que Marlene no se atrevía a dejarlo
solo en su cocina; sentado en la mesa estaba mucho mejor. Antes de haber salido
de casa, Marlene se había asegurado de dejar pausado el horno. Continuaría con la
cocina después de regresar al piso, es decir, ahora. La comida era parte de la
sorpresa que Marlene había confeccionado, pero que me permitía que Jonesy se llevase todo el crédito. El pobre, no sabía hacer nada de no ser por ella.
Encendió el horno con la opción de
pre-calentar y volvió a la mesa junto con Jonesy. En el rato que terminaba de
hacerse la comida, podrían charlar de sus cosas. Además, Marlene (que no
Jonesy), había preparado la mesa con todo tipo de aperitivos para hacer hambre
mientras se terminaba de hacer el plato principal.
—Podrías haberte lucido un poco
más. Un pollo no es un plato indicado para un aniversario. Te lo perdono porque
sé lo torpe que eres con la cocina y porque estás muy guapo. — Marlene
interpretó su mejor papel de novia molestia. En realidad, estaba encantada con
la comida y la puesta en escena.
Cogió el plato que estaba frente a
Jonesy y lo llenó de todo tipo de aperitivos que había sobre la mesa: dese los
clásicos y poco trabajados panecillos de pates hasta un rico surtido de quesos.
No había mucha elaboración en los aperitivos; ninguna, a decir verdad. Eran
platos al estilo Jonesy.
—¿Necesitas que te ayude a comer?
Tienes la mandíbula un poco torcida. Creía haberla sujetado bien. Ya sé que
unas gomas no pueden sustituir la carne, pero no se me ocurría otra cosa con la
que mantenerla unida. Estabas muy feo sin mandíbula, de alguna forma tenía
que volver a atar. ¿Es que no te gusta cómo te queda? ¡No me mires así! Hice todo lo que estaba en mi mano para que te vieras bien. No, no hagas
eso. Me estás juzgando con la mirada. Odio cuando haces eso. Lo hice por tu
bien, por nosotros, porque te quiero. Deja de mirarme así. ¡Déjalo, ya! —
golpeó la mesa con las dos manos. Suspiró y bajó la cabeza, hacia su vestido. El
color rojo la hizo sonreír. —Lo siento, supongo que todavía estoy un pelín
asustada. No más gritos. ¿Vale? Comeremos, charlaremos durante un rato y luego
iremos a la cama a terminar con la sorpresa. Prometo sorpréndeme cuando vea que
la caja envuelta para regalo que hay bajo de la cama. Sé que es lencería
roja, de nuestro color favorito. La he comprado yo. Pero, será tu regalo.
¿Vale? Como si nada hubiera pasado. Después de los pastelitos, estrenaré la
lencería para enseñarte como me queda y seremos felices. Es un muy buen plan.
La mejor cita que hemos tenido nunca. ¿Verdad que sí?
Marlene se levantó alegremente. Se
puso detrás de Jonesy, colocó sus manos encima de las suyas y las dirigió como
si fueran las de una marioneta para que cogiese la comida que tenía delante.
Después de las dificultades que surgieron al vestirlo y peinarlo, hacer que
Jonesy cogiera un tenedor con la mano izquierda y un cuchillo con la derecha
resultaba una tarea bastante más sencilla de lo que parecía a simple vista.
—Te quiero. — susurró a la oreja
del muerto a la vez que depositaba un trocito de queso en su boca.
Soltó las manos inmóviles de
Jonesy y las puso en su mandíbula sujeta con gomas. Hacer que comiera el queso
fue más complicado. Al mover la mandíbula de arriba y abajo,
las gomas se enredaban entre ellas y la boca no llegaba a cerrarse de todo.
Finalmente, se decantó por triturar ella misma la comida y entregársela con un
beso como si fuera una mamá pájaro.
—Ahora tú solito. Yo también tengo
hambre, ¿sabes? Eres un glotón egoísta.
Regresó a su asiento y se sirvió
un surtido de aperitivos mucho menor del que había puesto en el plato de
Jonesy. En la fantasía de Marlene, él seguía siendo un tragoncete. No importaba que
se le cayese la mandíbula, que la piel estuviera cubierta por papel mezclado
con cola y agua como si fuera una momia hecha en un taller de manualidades ni
que oliera a una mezcla entre productos de limpieza y comida en mal estado.
Marlene seguiría apartando la bandeja de pastelitos del alcance de las grandes
manos de Jonesy por miedo a que se los comiera todos.
Llamaron a la puerta, Marlene se
imaginaba quién sería. Los vecinos llevaban días llamando. Decían que les molestaba
el olor; amenazaron incluso con llamar con la policía. Pensaban que había un
problema de cañerías en el cuarto de aseo de la vivienda y que Marlene, por
algún motivo que no alcanzaban a entender, se negaba a repararlo.
—Iré yo. Tú debes descansar, has
hecho un gran trabajo preparando todo esto. — antes de marchar al vestíbulo,
besó la frente de Jonesy. Simplemente, no podía abandonar la mesa sin despedirse de él.
Se limpió las migas del vestido y
abrió la puerta. Efectivamente, al otro lado, esperaba el señor Torne, el
vecino del piso de abajo, con los brazos cruzado y una sonrisa invertida. Esta
vez, la magia del vestido rojo no fue lo suficientemente efectiva para
transformar el apuro de un hombre en una sonrisa.
— No has arreglado el tema de los
olores— fue directo al grano, ni siquiera dijo los buenos días. — Las paredes del edificio son muy viejas.
Los olores transpiran hacia las otras viviendas. Es insoportable. — al menos
una vez por día, el señor Torne se encargaba de repetir la misma monserga —
Marlene, se te ve una buena chica, pero no podemos continuar así. Tienes que
llamar a un fontanero. —Torne siempre actuaba de la misma manera: primero
amenaza y luego mostraba su compasión — La comunidad ya ha dicho que no está dispuesta a
pagarlo, es problema de tu vivienda — ahí estaba la amenaza — No tienes seguro.
Es eso, ¿verdad? Tienes miedo de no tener suficiente dinero para pagar la
reparación. Lo comprendo, pero tienes que comprendernos a nosotros también, — y
ahí la compasión — lo estamos pasando tan mal como tú. Es un olor entre
vinagre y aceite de motor. Apesta. Se te pega en la ropa y hueles a coche viejo durante todo el día. Sabes que trabajo en una peluquería, la limpieza es
importante. ¿Crees que los clientes querrán entrar en una peluquería en la que
el peluquero apesta a vinagre? Te aseguro que no. Y no hablemos de lo mal que lo pasan mis críos en el colegio.
— Yo… lo siento… he tenido muchos
problemas últimamente y….
— ….es lo que suponía: necesitas
dinero. — poco a poco, la mueca de Torne pasaba a ser una delgada línea de
indiferencia.
—Sí. Estoy muy asustada por lo que
pueda pasar. No quiero terminar en la calle. Es.... No sé qué hacer. Mi chico ha venido para animarme. Es nuestro aniversario y me
ha preparado la comida. —Marlene hablaba mirando su vestido. Si fuera de
cualquier otro color que no fuera el rojo, caería en un llanto que le impediría
hablar.
—No va a pasarte nada malo. Solo llama
a un fontanero, pide un presupuesto. Si es muy elevado, hablaré con la
comunidad y haremos una colecta para ayudarte a pagarlo. ¿Te parece bien?
—¿Harías eso por mí? Sí, gracias. Muchas
gracias. —contestó al borde de las lágrimas.
—Ahora ve y disfruta de tu pareja.
Al cerrar la puerta, Marlene
regresó a su película de amor: aquella que no entraban las travesuras de los
niños, los problemas de dinero ni los vecinos que se quejaban por los olores. Los protagonistas de la eterna
película eran ella y su novio Jonesy; nadie más. Marlene abrió el cajón del
recibidor y cogió el ambientador en espray que guardaba en su interior.
Esparció el gas por la puerta. De haber sido más inteligente, lo hubiera hecho
antes de que el señor Torne apareciese por la puerta. Tal vez, podría haberlo engañado diciendo que ya había arreglado el problema. El piso olería a las rosas rojas del ambientador. Mejor hacerlo tarde, que nunca.
Luego, se fue, con el ambientador en mano, a la cocina y se asomó por la
ventana la cual daba al patio común entre todas las viviendas del piso. Roció
la ventana con el espray. No sería suficiente. A la hora de la cena, otro
vecino, llamaría a la puerta. No sería tan amable como el señor Torne. Quizás,
traería a una pareja de policías. Examinarían la casa y encontrarían a Jonesy
envuelto en papel. Blanco y en botella, leche y cadáver en descomposición, peste. Descubrirían que no había ningún problema de cañerías, sino un muerto vestido como una persona. No verían al chico que Marlene imaginaba, sino a un apestoso
cadáver podrido hasta tal punto que se le caía la mandíbula.
En un arrebato de ira, Marlene lanzó el ambientador al patio. Se
arrodilló en el suelo de la cocina, se tapó la cara con las manos y empezó a
llorar. Alguien había cogido el mando de la tele y cambiado de canal. La nueva película era horrible.
El pitido del horno obligó a Marlene
que se levantase del suelo. Una leve
humareda gris emergía del recoveco de la puerta. ¡El pollo, se estaba quemando!
Marlene apagó el horno. Siempre que dejaba a Jonesy cocinar pasaban estas
cosas. Debía haberlo predicho; ciertamente, lo había supuesto unos minutos
atrás. Había enumerado toda una serie de fallos que Jonesy podría tener en la
cocina, en la cual se encontraba quemar la comida. ¡Menudo desastre! Marlene
encendió el extractor de la cocina y se ayudó de un paño húmedo para espantar
todo ese humo. No se atrevía a abrir la puerta del horno. Pensaba que al
hacerlo, aparecería un volcán en erupción.
—No se te puede dejar solo,
Jonesy. — de vuelta a la película de filtro rojo.
Y del llanto previo, pasó a las
risas. El nombre de su chico poseía tanta magia como el vestido. ¿Quién iba a
imaginar que una catástrofe culinaria haría que
Marlene volviera a sonreír?
Cuando parecía que ya no salía
mucho humo, Marlene abrió la puerta del horno; no sin antes armarse con un par
de guantes de cocina y ponerse el paño húmedo con el que había estado espantado
el humo por encima de la nariz como si fuera una bandolera de las películas de vaqueros. La erupción volcánica fue menor de lo que había
esperado. El pollo, sin embargo, tenía justo el aspecto que imaginó:
carbonizado. Genial, Jonesy. Muy bueno tu pollo marinado.
—Te parecerá bonito. No vuelvo a dejarte a cargo de mi cocina.
La cabeza de Jonesy se descolgó
del cuello y rodó por encima de la mesa. Las velas y el jarrón con las rosas
rojas cayeron al suelo. ¡Qué dejen de jugar con el mando! Esto ya no era una
película de amor, ni siquiera era una cita: era la serie de catastróficas desventuras, a cada cual peor que la anterior.
Sacó la bandeja del horno y la
dejó encima de los fogones. Luego pensaría qué hacer con el pollo carbonizado.
En ese momento, lanzarlo por el patio, como había hecho con el ambientador en
espray, le parecía la mejor opción. Lo más importante, en ese momento, era
reparar la cabeza de Jonesy.
Marlene regresó al comedor
costurero en mano. Metió unos cuantos papeles de periódicos hechos bolas por el
esófago de Jonesy, tal y como creía que hacían los taxidermista con los
animales disecados. Por lo visto, los cinco periódicos que había utilizado para
rellenar el interior de Jonesy no habían sido suficientes. Con mucho cuidado,
como si estuviera cogiendo una frágil reliquia de cristal, colocó la cabeza de
Jonesy en su posición original. Coserla con hilo y aguja no había sido una
buena decisión. Las costuras no resistían el peso de una cabeza de un hombre
adulto. ¿Y qué de otra forma podía mantener la cabeza en su sitio? Marlene,
obviamente, no era la doctora Frankenstein ni una experta taxidermista; era una muchacha que estudiaba
magisterio en la universidad y que se ganaba la vida trabajando los fines de
semana como camarera. Las historias que tomaba como referencia eran aquellas
que había leído en las novelas de terror que tanto le gustaban. Las utilizó
para convertir a Jonesy, después del accidente, en su momia, en su novio
disecado y en su monstruo de Frankenstein.
Las manos se le pegaban en las
vendas de Jonesy. Debajo de ellas, se encontraba una piel quebradiza del mismo
color que las hojas marchitas de otoño.
Era asqueroso y apestaba; no existía ambientador que pudiera ocultar ese olor.
Torne tenía razón, olía fatal: entre aceite de motor y vinagre.
— No vuelvas a hacerlo, no me
juzgues. Sabes que yo no quería. Yo… estaba enfadada y asustada. Pensaba que te
perdería. Me contaste lo de la chica aquella a una semana de nuestro
aniversario y yo… No quería perderte. Quería que por lo menos celebrásemos
juntos este día. Te quiero Jonesy. Quiero que estemos siempre juntos. ¿Tú
también me quieres, verdad que sí? No hace falta que me lo digas. Yo sé que me
quieras. No me abrías preparado todo esto si no me quisieras. Estarías con esa
otra chica. ¿Cómo se llama? No, es mejor que no me lo recuerdes. No sé si estoy
mentalizada para volver a escuchar su nombre.
Llevó la cabeza de Jonesy a su
pecho y la abrazó como si él siguiera vivo. Nada de sustos. Marlene estaba
dispuesta a cambiar los planes. Llevaría la cabeza al dormitorio, desenvolvería
el regalo que ella misma se había comprado y fingiría que era de Jonesy.
—¡Has recordado que el rojo es mi color preferido! —practicó el grito de
sorpresa para cuando estuvieran en el cuarto. —¡Muchas gracias! ¿Quieres ver
cómo me queda? Tápate los ojos en lo que yo me cambio — lloró y sonrió al mismo
tiempo — Sí, eso será lo que diré. Lo llevo ensañando desde ayer, desde que
escondí el regalo. Será un fin de velada perfecto. Sin que nadie nos moleste.
¿Verdad que no? Solos tú y yo, para siempre.
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