Son las tres y media de la madrugada. Hace unos pocos minutos
que Darío ha vuelto a casa. Abrió la puerta sin hacer ruido y caminó de
puntillas para no molestar a sus padres que estaban durmiendo. Les dijo que iba
a la fiesta de un amigo, Lucas, y que regresaría a una hora decente. Lo primero
no fue una mentira. Sus padres conocen a Lucas, saben que es un chico
responsable; sus fiestas no terminan muy tarde. Lo segundo tampoco debió serlo.
Durante la fiesta, Darío conoció a una chica encantadora
cuyo nombre no recuerda. Parecía una versión de tamaño natural de Campanilla,
la hadita que perseguía celosa a Peter Pan. Era pequeña y nerviosa como una
avispa. Fue ella quien lo cogió de la mano y lo arrastró al centro del comedor
de la casa, el cual cumplía la función de pista de baile. No hubo tiempo para
intercambiar los nombres. A Darío le pareció que todo iba demasiado rápido; que
llevase dos cervezas de más aumentó la sensación de velocidad. Al poco que se
diera cuenta, la mano de chica descendía cándidamente por su pecho; su sonrisa ladina
era una invitación para pasar al siguiente nivel. Darío la aceptó sin dudar. Si
ella era Campanilla, él estaba dispuesto a ser su Peter Pan. Solo por esta
noche.
Campanilla vivía cerca de Lucas, apenas un par de calles de
diferencia. Lo que fue una auténtica suerte pues ninguno de los dos estaba en
condiciones de conducir. Hicieron medio tramo caminando y otro medio corriendo.
El ritmo lo marcaba Campanilla. ¡Corre! Y estiraba de la mano de Darío
arrastrándolo por la acera. Descanso, vamos a parar un poquito. ¡Y ahora corre,
otra vez! A Darío le hacían mucha gracia los grititos de Campanilla; eran
adorables.
Lo que no resultó tan gracioso fue descubrir que se había
hecho tarde. La fiesta de Lucas finalizó a la hora que los padres de Darío
catalogaban como “decente”, mientras que la fiesta particular de Darío
continuaba en la cama de Campanilla. Era la primera vez que se acostaba con una
chica que no conocía su nombre ni sus aficiones. Lo único que sabía de ella era
que se parecía a un dibujo animado. Podía ser la novia de un amigo o, lo que
sería peor, la hermana pequeña. Podía ser menor de edad. ¡Menudo marrón! ¡Y
menuda emoción! La incertidumbre estaba acompañada de una buena dosis de excitación,
un placer que hasta entonces no había experimentado y que descubría que le
gustaba. Hacía callar los remordimientos con ardientes besos en el hombro
desnudo de la chica. Ella, parecía entenderle y le devolvía los cariños con misma
intensidad.
Fue una buena noche, pero ya ha terminado. Dentro de unas
horas se hará de día. Sus padres están durmiendo en la habitación de al lado.
Darío se quita la camisa manchada con el maquillaje de Campanilla y los
pantalones. Ve el pijama doblado en el escritorio, pero está muy cansado, por
lo que ve más cómodo acostarse en calzoncillos. Se queda tumbado en la cama
mirando hacia el techo de la habitación y piensa en Campanilla. ¡Qué chica! Una
parte de él desea volverla a ver, otra, más íntima, prefiere no volverse a
encontrar con ella para conservar el mito del primer día. No puede dormir. Su
cabeza son ríos de ideas que desembocan en el mar de besos de Campanilla.
Recuerda su cabello dorado, sus finos labios, sus ojos azules y su cinturita de
hada. Aunque se encuentra tremendamente cansado, es incapaz de cerrar los ojos.
—A mí el polvo de
hada también me hace volar — susurra mirando al techo comparándose con Peter
Pan.
Decide hacer sueño a la vieja usanza: leyendo un libro. Enciende la luz de la lamparita de la mesita
y busca en el librero de la habitación la novela perfecta para dormir. Piensa
que lo mejor es escoger una que haya leído tantas veces que la trama no resulte
emocionante. Pasa dos dedos por la cubierta de los libros como si estuviera
leyendo los títulos con las yemas. Encuentra la novela perfecta: Drácula, de
Bram Stoker. La primera vez que la leyó fue a los quince años y desde entonces
no dejó de hacerlo. De pequeño, le fascinaban las películas de vampiros.
Encontrarse frente a frente con el vampiro original fue como conocer a ese tío
lejano que todos sus familiares hablan bien de él, pero que nunca había tenido
oportunidad de conocerlo en persona. Tomó la costumbre de leer la novela de
Stoker todos los veranos. Darío tiene veintidós años; lo que supone que ha
leído Drácula ocho veces a lo largo de su vida, la última vez hacía apenas tres
meses.
A pesar de encontrarse hechizado por “el polvo de hada”,
Darío es capaz de recitar las primeras líneas del libro de memoria. Lo hace en
un lento susurro antes de abrirlo. Perfecto. Se dijo mentalmente con la misma
sonrisa que Campanilla conjuró para invitarlo a bailar.
Vuelve a la cama con el libro en la mano. Abre el primer
cajón de la mesita y saca una linterna de luz pálida especial para leer por las
noches. La luz de la lámpara de la mesita podría despertar a sus padres.
Abre el libro por la primera página y lee las oraciones que,
segundos antes, ha recitado de memoria. Nos volvemos a encontrar, viejo a
amigo.
Son las cuatro de la madrugada. Darío cierra el libro de Drácula
y se acomoda en la cama. Nota cómo los párpados empiezan a caerse y el recuerdo
del rostro de Campanilla a difuminarse en su memoria. Deja el libro en la
mesita. No coloca marca-páginas. De no ser necesario, no volvería a releer
Drácula hasta dentro de nueve meses, hasta llegue el verano. Guarda la linterna
en el cajón de la mesita. Se arropa con las sábanas, cierra los ojos y duerme.
Definitivamente, ha sido un muy buen día y una mejor noche.
Se despierta sudando. Tiene mucho calor. Echa las sábanas a
los pies. Se resiste a abrir los ojos, sabe que si lo hace, no volverá a
cerrarlos en lo que quede de noche. Se da la vuelta cara a la pared. El calor
se acumula en la espalda. Es una sensación similar a pasar la mano por encima
de una sartén. No llega a quemarse, pero el ardor le resulta molesto y le hace
sentir inseguro; como si el aceite hirviendo de la metafórica sartén pudiera
llegar a salpicarle en cualquier momento. Ataña el calor a los cambios
climáticos del mes de octubre: la semana pasada fueron noches de heladas en las
que alcanzaron los 10ºC y hoy parece que han regresado los 40ºC del verano.
Recuerda a Campanilla. En su cama no había sábanas, no
hacían falta. Tenía frío, pero la sensación térmica que la chica le producía
contrarrestaba a la perfección a los 16ºC que marcaban los termómetros de la
calle. En un margen de tres horas, ha pasado de los 16ºC a los 40ºC.. Abre los
ojos y pasa la mano por la mesita buscando el interruptor de la lamparita. No
lo encuentra, en su lugar coge el móvil. Tiene dos llamadas pérdidas de Lucas.
Decide ignorarlas. Seguramente, quiera saber por qué desapareció sin decir nada
de su fiesta. Se fija en la temperatura que marca el teléfono: 15ºC. Hace el
suficiente frío como para ponerse un pijama de manga larga y taparse con dos
pares mantas. Deja el móvil en su sitio y niega con la cabeza. La aplicación
debe de estar equivocada o quizás sería su organismo quien estuviera
equivocado. Esa segundo explicación es más probable, su cuerpo debe recordar el
contacto físico de Campanilla, de ahí que sienta calor y miedo a quemarse.
—Polvo de hada — susurra riendo.
Tal vez por haber estado leyendo a Drácula antes de dormir,
Darío no se contenta con una explicación racional. Acaba encontrando el
interruptor de la lamparita, la enciende y echa un vistazo a su alrededor. Los
primeros segundos, se siente confuso. Le cuesta adaptarse a la luz artificial.
Aparta los ojos directamente de la bombilla,
mira al lado opuesto, hacia la ventana abierta. La suave brisa nocturna
levanta las cortinas al vuelo en pequeños impulsos como si una mano desde fuera
las estuviera empujando. Darío se levanta de la cama y saca la mano por la ventana. Comprueba que el aire del
exterior es frío. Sin embargo, él jura que en su habitación hace calor. Se
encoge de hombros. ¿Qué más da? Despertarse mañana con un resfriado de tres
pares de narices es un precio, más que razonable, a pagar por haber pasado una
noche con Campanilla. A dormir se ha dicho.
Se queda sentado en el borde de la cama. Tiene una mano en
el interruptor de la lamparita. Darío cree haber encontrado el causante del
calor en la habitación. Flotando a unos centímetros por encima de la bombilla de
la lámpara de la mesita, ve una masa densa de aire rojizo. Parece una nube de
insectos tan diminutos que apenas son unos puntos rojos y negros. Nunca ha
visto nada similar. ¿Una pesadilla que
ha emergido a la vigilia para devolverle al mundo de los sueños? Imposible,
esas historias solamente ocurren en los mundos del escritor Neil Gaiman, no en
la realidad. La nube rojiza puede ser un efecto visual causado por la luz
artificial de la lamparita mezclada con la falta de sueño. Por poder ser, puede
ser cualquier cosa. Incluso un vampiro como los que acaba de leer. Solo hay una
manera de descubrirlo.
Darío levanta, muy despacio, la mano derecha y la acerca
hacia la nube de puntos rojos y negros. Ésta responde, vuela por la habitación
alejándose de la mano de Darío como si fuera un animal asustado. Se ha
escondido detrás del librero. La temperatura natural de los últimos días del
mes de octubre ha regresado a la habitación.
—¿Así que, tienes vida?
Recuerda todas las novelas de terror y ciencia ficción que
ha leído. Saca dos hipótesis: un espíritu o un ser del espacio que ha tenido la
mala fortuna de caer en La Tierra. Ambas ideas son igual de absurdas, pero, en
una situación como ésta, piensa que no pierde nada por intentar comunicarse con
La Cosa.
— No tengas miedo. Dime, ¿dónde está tu nave? ¿La has
perdido? Te ayudaré a encontrarla. — cambia la trama de la novela — ¿Abuela,
eres tú? ¿Has venido de visita? ¿Qué quieres decirme?
La masa de aire caliente no responde a ninguna de las
preguntas, sigue en su posición, detrás de los libros de la estantería.
Mira el despertador de la mesita. Las manecillas marcan las cuatro
y media. Darío bufa. Tiene mucho sueño. Solo ha dormido media hora. No tiene
las energías para encargarse de un ente, criatura u objeto volador no
identificado.
—Oye, ¿qué te parece si mañana resolvemos tu problema de
logística? — se preocupa por hablar en voz baja pero firme y clara — Ha sido
una larga noche y estoy reventado.
La criatura, o lo que fuera, responde a su manera. La
temperatura de la habitación aumenta considerablemente. Los puntos rojizos y
negros de la nube caliente tiemblan haciendo caer al suelo algunos libros y un
par de figuras que adornan la estantería: un drakar hecho con palitos de helado
y una figura de Batman.
Darío intenta mostrarse tranquilo. Sabe, por los muchos
libros de terror, su género predilecto, que ha leído, que la mejor forma de
comunicarse con los seres desconocidos es manteniendo una posición serena y
autoritaria. Se esfuerza para que La Cosa no descubra que en su interior se
encuentra preocupado y molesto. Preocupado por si el ruido ha despertado a sus
padres y molesto por el drakar hecho añicos. Le costó dos años reunir los palitos
suficientes y cuatro meses para construirlo. Respira despacio, al ritmo del
corazón. No sabe con quién está hablando ni lo que es capaz de hacer. Solo ha
deducido que está asustado y que necesita su ayudada. De acuerdo. Piensa.
Mañana me pondré anti-ojeras y beberé ocho cafés para mantenerme despierto.
¿Contento?
La nube parece haber leído su pensamiento. La temperatura
desciende lentamente hasta los 23ºC, una temperatura que resulta agradable para
un chico en ropa interior. Flota dando botes en el aire. Se coloca a un metro
de distancia de la frente de Darío. Descubre que los puntos rojos y negros, que
en un principio le parecieron diminutos insectos, son parte de La Cosa, como si
fueran rasgos faciales. A esa distancia, la densa masa de aire caliente parece
un rostro translucido y los puntos rojos y negros, sus pecas.
—¿Qué eres?
La nube se acerca a Darío. Él levanta la mano muy despacio
como hizo la primera vez que se encontró con ella.
—¿Qué quieres?
Darío recuerda que los vampiros poseen la capacidad de
cambiar de forma. Algunas películas lo representaban como una bandada de
murciélagos y otras como una humareda caliente y gris.
—¿Eres un vampiro? — otra pregunta, más ridícula todavía, se
le cruza por la cabeza — ¿Eres Campanilla?
La Cosa contesta con saltitos en el aire como si estuviera
diciendo que sí. Darío se encuentra confuso. No sabe cómo reaccionar. ¿La chica
que conoció en la fiesta está en el interior de la masa de aire? ¿La chica es
la masa de aire? Se ríe ante la sarta de idioteces que se está preguntando. Las
chicas no son nubes calientes. ¿Y las hadas son nubes? Las hadas no existen.
Darío está decidido a tomar una explicación. Pesadilla o
realidad. Juego de luces o nube caliente. Vampiro o hada. ¡Adelante! Acerca la
mano hacia los puntitos rojos y negros. La sensación térmica es mayor cuanto
más se cerca se encuentra. Es absurdo, no puede ser real. Darío se ríe. Siente
como Campanilla coge de su mano y lo ayuda a levantarse de la cama. Lo lleva hacia
el espejo de la habitación. La nube se coloca a su espalda. Una mano de mujer
emerge de ella. Le acaricia las marcas que el polvo de hada dejó en su espalda
en forma de fogosos arañazos. La mano asciende lentamente. Darío nota los
labios besando su cuello antes de que éstos tomen forma. La habitación se
inunda del perfume de Campanilla.
—¿No te da vergüenza haberme seguido hasta aquí? — le
pregunta con una sonrisa socarrona. — Peter Pan se pondrá celoso.
La chica no contesta, sigue besando su cuello.
Darío ve su propio reflejo en el espejo, no el de la mujer. Observa
su sonrisa placentera y sus ojos resplandeciendo con un tenue brillo
anaranjado. Sabe lo que significa. Lo acaba de leer. Significa que está
hipnotizado por el hechizo de un vampiro.
Campanilla abre la boca dejando al descubierto sus colmillos
de murciélago. Darío, sumiso por el conjuro, afirma con la cabeza. Adelante,
soy todo tuyo. Te dije que esta noche sería tu Peter Pan.
La mujer le muerde en el cuello y bebe de su sangre. El
reflejo de Darío en el espejo comienza a difuminarse.
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Segundo relato del Azäirween, Nathan
Tercer relato de Azäirween. La runa del Dios Týr
Página de facebook: La Canción de Azäir
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