domingo, 22 de marzo de 2020

Cuenta Hasta Diez [Relato Terror]


Fernando no era muy imaginativo. El pseudónimo que utilizaba en las redes sociales era Nando, la abreviación de su nombre real. Los únicos caracteres que se permitía el lujo de modificar eran los números que seguían al nombre. En Twitter se registró como Nando172, en Facebook como Nando541 y en Instagram, Nando685. Un ojo inexperto sería incapaz de reconocer la relación entre las tres cuentas. Fernando era un nombre común y más todavía era utilizar una serie de números detrás del nombre. Las imágenes de los perfiles eran completamente diferentes: una foto de un paisaje genérico en Facebook, el personaje de la última serie de moda — que Fernando no había visto — en Twitter y en Instagram, la imagen predeterminada por la red social. Fernando cuidó cada detalle para asegurar el anonimato en internet, llegando a seguir a cuentas aleatorias, diferentes en cada red social. Sin embargo, sí existía una relación entre las cuentas: los tres números que seguían al nombre. Cualquier matemático que se prestase, estudiante o catedrático, dejaba tras de sí un rastro numérico, una demostración de su intelecto. Los números 172, 541 y 685 escondían el número 19, la fecha de cumpleaños de Fernando.
Pasaba largas horas de la noche escudriñando las redes sociales, buscando algo que le pudiera llamar la atención. Las noticias de actualidad se las dejaba a quienes querían estar informados y los post cómicos a las personas que se reían por cualquier chiste sin gracia. Fernando tenía otro tipo de intereses. No hubiera tomado tantas medidas para preservar su anonimato si lo que estuviera haciendo en internet podría considerarse como legal. La brecha que separaba la legalidad de la ilegalidad, el buen uso de las redes sociales de la perversidad, era muy fina. Fernando era consciente que la había cruzado en más de una ocasión; cada vez que saltaba de pestaña a pestaña con una mano mientras que la otra se dedicaba a realizar movimientos perpendiculares por debajo de las sabanas.
Gustaba visitar los perfiles de las chicas (las conociera o no), ver las últimas fotos que habían subido e imaginárselas en escenarios lujuriosos en los que él era principal partícipe. La mano derecha del estudiante de matemáticas se encargaba del resto.
Fernando era un pervertido. Cosa que solo admitiría ante un psicólogo y únicamente en el caso de que éste le sonsacase la información partiendo de sus traumas infantiles.
Los perfiles que más frecuentaba eran los de sus dos compañeras de piso: Sonia y Vera. Los tres eran estudiantes de la universidad de Valencia. Fernando cursaba el último año de la carrera de matemáticas. Las chicas, sin embargo, eran primerizas, acaban de ingresar a la facultad de biología. Ambas fueron buenas amigas en el instituto y decidieron continuar con su amistad en la etapa universitaria. Fernando apostaba consigo mismo qué sería lo que acabaría antes, si la mistad de las chicas o su entusiasmo por la carrera que habían escogido de manera precipitada.
La mala suerte persiguió a Sonia y Vera desde el primer momento que pisaron la ciudad. Tuvieron que alquilar el primer piso que encontraron con dos habitaciones disponibles. Como buenas amigas, no estaban dispuestas a que cada una estudiase en un piso diferente. Sin comparar otras viviendas, se quedaron en la que Fernando residía por cuarto año consecutivo. El casero, el señor Juan Martínez, no había tenido problemas con el estudiante de matemáticas, lo presentó como una persona educada, limpia y muy trabajadora. Hasta tres veces insistió en lo cómoda que era la convivencia con una persona como Fernando por miedo a que las amigas escogiesen uno de esos pisos reservados exclusivamente para chicas; incluso llegó a insinuar que Fernando era homosexual. Sonia y Vera firmaron el contrato de alquiler sin meditarlo dos veces. El piso era bastante grande, estaba en un buen barrio y, lo que les pareció más importante, las habitaciones eran baratas.
Fernando memorizó los nombres de las chicas y, durante aquella primera noche de convivencia, visitó sus perfiles en las redes sociales.
Instagram era la red social preferida de Fernando. Facebook estaba en decadencia y en Twitter priorizaban los comentarios y las opiniones de los usuarios; las fotografías era algo secundario, algo de lo que Instagram se adueñó. Tanto Sonia como Vera tenían perfiles en Instagram. Sonia contaba con la respetable cantidad de 50 fotos subidas de las cuales en al menos la mitad salía ella; el resto eran fotografías de monumentos y edificios realizadas en las ciudades donde había hecho turismo. No faltaban las fotos de animales. Sonia tenía tres gatos y una perra, una carlina. Vera la superaba con creces, triplicando la cifra. Todas las fotografías eran primeros planos de la chica bien sola, con sus amigas o con las mascotas de Sonia.
Fernando aprendió mucho de sus compañeras de visto con tan solo visitar sus perfiles en las redes sociales. Supo dónde vivían, nombre y dirección de sus seres queridos, en qué instituto habían estudiado y quienes habían sido sus profesores en cada curso, los bares que más frecuentaban y si es que tenían pareja. Fernando sintió una alegría malsana, una vigorosa sacudida nacida de sus primitivos instintos, al descubrir que ninguna de las dos tenía novio. El primer día de clases, Sonia compartió una foto en la que se veía el edificio de la facultad de biologías acompañado de la frase: “Preparada para vivir nuevas aventuras, conocer nuevos amigos y quizás enamorarme”.  Vera compartió la foto de su amiga y comentó: “Yo también estoy preparada”. Nando685 acechaba al otro lado de una pantalla. Guardó las fotos que más le llamaron la atención: aquellas que las chicas aparecían con sujetadores deportivos y en las que se encontraban frente a un espejo, luciendo el maquillaje y vestido escogidos para la noche.
El señor Martínez no se equivocó cuando dijo que la convivencia con Fernando era sencilla. El matemático salía de su habitación en caso de necesidad, por hambre o higiene; sin contar las salidas a la universidad. No hacía ruido al caminar y procuraba abrir y cerrar la puerta de la habitación muy despacio para no molestar. Había días en que las chicas hubieran pensado que Fernando se había marchado de no ser por la constante reducción de comida en la nevera y armarios. Las amigas no tuvieron en cuanta la falta de comunicación por parte de Fernando, la atribuyeron a la ansiedad que suponía estudiar el último año de carrera.
La confianza de las chicas indujo al descuido de la privacidad. Fernando tomó la costumbre de entrar al servicio justo después de que una de las chicas se hubiera duchado. El aseo estaba impregnado de las fragancias de los geles de baño y perfumes que utilizaban. Fernando permanecía largos minutos sentado en la taza del váter, aspirando los olores y revisando las fotos de las chicas que se había guardado en el móvil. El hombre hizo gala de sus intimidades más vergonzosas. Resultaba imposible resistirse. Sin darse cuenta, como si estuviera hechizado, pasaba el móvil a la mano izquierda mientras que la derecha se deslizaba hacia su entrepierna; preparado para vivir nuevas aventuras, conocer a sus nuevas amigas y quizás enamorarse.

El conjuro traspasaba las paredes y las puertas. Sonia y Vera solían ver juntas el nuevo capítulo de su serie favorita, por casualidad, el avatar de Nando541 pertenecía a esa serie. Fernando, desde su cuarto, escuchaba la música de la serie, sin distinguir las conversaciones entre los personajes, y las risas de las amigas. La risita de Vera era la que más resaltaba por ser ligeramente más grave que la de Sonia. Era como una canción que Fernando no se la podía sacar de la cabeza. Durante aquellas horas de la noche, Vera era la protagonista de las fantasías de Fernando. Era ella quien le besaba y quien le desabrochaba los botones de la camisa. Cuenta hasta diez. Decía la chica en el sueño. Una broma interna que inventó el matemático para sus chicas, haciendo alusión a sus estudios.

Una noche de viernes, las chicas hicieron gala de la máxima que dictaron el primer día de universidad: Preparada para vivir nuevas aventuras. Fernando accedió al aseo una vez que las chicas salieron del piso. El lavabo estaba sucio de maquillaje y lo que parecía ser purpurina. Fernando buscó en Instagram la obligatoria fotografía delante del espejo por parte de las chicas. La purpurina que ensuciaba el lavabo formaba parte del maquillaje de Vera. Se encontraba en la frente, mejillas y escote de ésta. Fernando hizo gala de sus vergüenzas hasta tres veces consecutivas, la última mientras se duchaba, pensando que el agua fría serviría como relajante y conseguiría calmar el fulgor que la foto de Vera le habían provocado. Y así fue, por unos escasos minutos.
Regresó a la habitación armado con dos rollos de papel higiénico y con la idea de permanecer despierto hasta que las chicas volvieran a casa. Las risas de aquella noche debían ser deliciosas, el alcohol y los alegres entretenimientos de la gran ciudad las dotarían un sabor único. La voz cantarina de Vera se convertiría en una sinfonía de instrumentos.
Fernando no estaba acostumbrado a trasnochar. Se ayudaba de las redes sociales para permanecer entretenido. La luz de la pantalla del móvil, aunque de menor intensidad que la de la lamparita de noche, era lo suficientemente aguda para mantener la atención de Fernando.

El reloj despertador de Los Simpson marcaba las tres de la madrugada. Las manecillas eran los brazos de un Bart amorfo, el brazo más largo era la manecilla de los minutos y el pequeño el de las horas. El móvil de Fernando, más preciso que ningún reloj analógico, marcaban las 3:02 am. El estudiante de matemáticas escuchó la puerta principal abrirse para luego cerrarse de un portazo.
Fernando dejó el móvil junto al despertador de Los Simpson. Se levantó sin hacer ruido y, con mucho cuidado, entreabrió la puerta de su habitación. Vio a Vera acompañada de un chico desconocido; Fernando se extrañó de no haberlo visto en las redes sociales. Preparada para conocer nuevos amigos y quizás enamorarme. Sonia todavía no había llegado. Vera se deshizo de los besos y caricias de su acompañante con un ligero empujón y caminó juguetona hacia su habitación. A medio camino, se quitó la camiseta y el sujetador, permitiendo que Fernando viera mucho más que lo que había espiado en las fotografías de Instagram. El chico persiguió a Vera por el pasillo emulando sus acciones e incrementando la apuesta. Si ella se quitaba la camisa y el sujetador, el chico se quitaba, además, los pantalones y los calzoncillos. Cuando el desconocido pasó por la puerta de Fernando, el matemático vio un rastro de purpurina en su cuello y alrededor de los labios. No fue necesario preguntarse cómo había llegado hasta allí, la respuesta era obvia, Fernando la había imaginado centenares de veces estando él en la posición del desconocido.
Vera se tumbó boca arriba en su cama. El desconocido saltó encima de ella, no sin antes dar un empujón a la puerta con tal de cerrarla. No fue consciente de su fuerza y la puerta quedó ligeramente abierta. Un par de ojos, atraídos por la risita lujuriosa de Vera, asomaron por el huequecito de la puerta entreabierta. El chico quedaba a espaldas de Fernando con lo que no podía verle. Vera sería la única que podía reparar en el matemático, pero estaba demasiado concentrada pasando sus manos por el torso de su acompañante.
Fernando se metió la mano derecha por dentro del pantalón de pijama en el mismo momento que Vera se quitaba las últimas prendas que le quedaban. El estudiante de matemáticas se topó con las imágenes con las que tantas veces había fantaseado. Estaba viviendo un sueño. Un sueño que, cada vez, se iba haciendo más y más familiar. Le molestó que otro hombre usurpase su lugar.
Vera puso un pie en el torso del chico para apartarlo de encima y que le dejase espacio. Dijo algo en voz baja que Fernando no fue capaz de escuchar. La chica se levantó de la cama, intercambiándose la posición con el chico. Fernando fue lo suficientemente rápido como para alejarse de la puerta durante el giro. Nadie lo vio. Fernando volvió a su posición original en el momento en el que Vera se acercaba a la oreja de su amigo como si fuera a contarle un secreto. Esta vez, Fernando pudo escuchar lo que la chica dijo:
—Cuenta hasta diez.
Era la broma interna que Fernando acudía en sus fantasías. Las chicas se lo decían haciendo referencia a sus estudios como matemático. ¿Vera lo sabía? ¿Cómo podría haberlo averiguado? Fernando sintió pánico, un escalofrío que nació de la punta de los dedos del pie y recorrió todo su cuerpo hasta llegar al último pelo de la cabeza. Aun así, fue incapaz de sacarse la mano del pantalón.
—Cierra los ojos y cuenta hasta diez — repitió Vera al oído del desconocido.
Obediente, el chico se tapó los ojos con ambas manos. Fernando estuvo a punto de hacer lo mismo. La orden de Vera era mágica, imposible de renegar.
—Uno, dos… — el chico desconocido empezó a contar.
Vera se alejó un palmo de su acompañante. Se asió el cabello. La melena rubia de la chica se convertía en una cortina de plata a medida que las manos la recorrían. Fernando intentó buscar una explicación razonable. Tal vez se tratase de un efecto visual debido a la escasa iluminación de la habitación.
—… tres, cuatro….
La piel de Vera también cambió de tonalidad y, esta vez, no hubo explicación que sirviera como excusa. Ningún juego de luz era capaz de transformar el color carne en el lila.
—… cinco, seis….
Vera, o aquella criatura en la que se estaba convirtiendo, aumentó de tamaño, superando por una cabeza al chico desconocido, que ya de por sí era bastante alto.
—… siete, ocho….
Dos grandes alas de mariposa emergieron de la espalda de la criatura, confiriéndole la apariencia de un hada macabra.
Fernando hizo acopio de huir, pero sus pies se lo impidieron. Por el contrario, aumento la velocidad con la que se masturbaba.
—… nueve y diez.
El chico abrió los ojos. El hada de pesadilla se burló de él mostrándole una colección de dientes de sierra. Saltó hacia su cuello con la misma velocidad que lo hubiera hecho con su forma humana para plantarle un beso. La diferencia estaba en que este nuevo beso llevaba tras de sí un mordisco con el que arrancó un generoso trozo de carne. El chico murió sin emitir ningún grito. El ruido que hizo su cuerpo al caer al suelo fue el de la puerta de un ataúd al cerrarse. La criatura se arrodilló a su lado y comenzó a comer el cadáver, empezando el festín por la brecha que le había dejado en el cuello.
El estudiante de matemáticas, víctima del miedo, terminó con la faena que tenía entre manos sin darse cuenta, ensuciando tanto su ropa interior como el pantalón de pijama. Quería marcharse a su cuarto, pero su cuerpo no le obedecía. El corazón le latía como si estuviera a punto de darle un infarto. El hechizo de la criatura había hecho meya en él. Se descubrió contando mentalmente hasta diez. Cuando finalizaba la cuenta, volvía a empezar desde el principio.
La criatura devoró la nariz, los ojos y la carne de las mejillas del chico desconocido en una sucesión de besos mortales que Fernando no tuvo más remedio que presenciar, muerto del pánico. Terminado con los manjares de la cabeza, la criatura se deslizó hacia el torso. En el transcurso vio un par de ojos asomados en la puerta de la habitación. El estudiante de matemáticas seguía contando hasta diez. Se ayudaba de las manos para seguir la cuenta ya que el conjuro de la criatura daba pie a confusiones incluso en las cuentas más sencillas.
Vera, si es que todavía se le podía adjudicar el nombre humano, se levantó del suelo. Dio una patada al cadáver de su víctima echándola a un lado de la habitación y caminó lenta y sinuosamente hacia Fernando como una serpiente asesina que ha hipnotizado a su presa. El estudiante de matemáticas tuvo un halo de consciencia. Sus ojos se movieron hacia la sangre de la alfombra y el cadáver que había sobre ésta. Hizo acopio de todas sus fuerzas para recomponerse y correr tan rápido como le fuera posible. Llegó hasta su habitación, cerró la puerta con llave y se quedó pegado a ésta impidiendo que nadie la abriese. El hada le persiguió. Sus pies no tocaron el suelo. Las alas le permitían flotar en el aire dejando tras de sí un rastro de purpurina, de lo que ahora Fernando sabía que se trataba de polvo de hada.
Fernando quiso gritar, pero, en su lugar, contó hasta diez en voz baja y pausada.
El cerrojo de la habitación giró por cuenta prueba. Fernando tragó saliva. Entendió que la criatura lo había abierto con una de las uñas de sus garras o quizás con una suerte de telequinesis. Fernando había comprobado, por cuenta propia, sus habilidades de control mental. ¿Por qué no podría disponer también de telequinesis? Era una criatura espantosa que no atendía a ningún orden de lógica ni razón. Por lo que Fernando suponía, el hada podría hacer cualquier cosa.
El atemorizado estudiante se alejó de la puerta. Cogió lo primero con que se encontró, el reloj despertador de los Simpson, con la intención de arrojárselo a la cabeza de la criatura.
La puerta se abrió de par en par dejando al descubierto a Vera. La chica estaba desnuda. Conservaba las hermosas alas de mariposa y el maquillaje de purpurina que ahora se extendía por toda su piel. Los dientes de sierra y las garras habían desaparecido, como también lo hizo la sangre que debiera cubrir el cuerpo de la chica. Se trataba de una ilusión, comprendió Fernando. Aun así, debido a la impresión que le producía el cuerpo desnudo de Vera combinado con las facciones de una mariposa, Fernando dejó caer el despertador al suelo. Caminó hacia atrás lentamente hasta que su espalda chocó contra el escritorio. El estudiante se aferró en las aristas de la mesa para evitar desplomarse del miedo.
—Sonia y yo hemos hablado mucho de ti — dijo Vera a medida que flotaba hacia Fernando. Él, por supuesto, ya lo sabía, las había escuchado hablar a escondidas —. Nos parecías un buen chico, pero un poco ratito. Ya me entiendes. Es extraño que no te viéramos salir con ninguna chica. ¡Fíjate qué sorpresa! No salías con ninguna porque las tenías en casa.
En su tono de voz no había ni una pizca de reproche, tan solo la simpática risa cantarina.
—… cuatro, cinco, seis… — Fernando quiso preguntar a la criatura qué era, pero solo consiguió retomar la cuenta por donde la había dejado. Vera comprendió de igual forma la pregunta.
—Soy tu compañera de piso. ¿Es que no me reconoces? Es por las alas, ¿verdad? En las fotos no aparecen.
—… siete, ocho…
—No, no siempre he sido así — Vera tradujo la pregunta de Fernando —. Hay que ver las aventuras que una vive en la universidad. Una chica como yo llega a conocer a mucha gente interesante, gente que en otras circunstancias no conocería. Gente amable que confiere buenos regalos. Esto es un regalo. Me lo dieron para que pudiera defenderme.
—… nueve….
—Nos ayudamos entre todas. Estamos juntas en esto. Día tras día tenemos que aguantar a hombres como tú y hombres como él. Si no nos ayudamos nosotras, nadie lo hará.
—… diez.
La cabeza de Vera se encontró con la de Fernando. Estaban tan cerca que, desde lejos, parecería que se estuvieran besando. El hada puso sus delicadas manos sobre el torso del matemático y le fue desabrochando los botones del pijama. Fernando bajó la cabeza, vio las manos de la chica y, detrás de éstas, sus pechos cubiertos de polvo de hada. Recuperó la erección perdida tras la última eyaculación. Apretó las manos en el tablero de la mesa. Las fantasías de Fernando se hicieron realidad, potenciadas por la malvada magia de la criatura. Una de las manos de la criatura descendía peligrosamente hacia la entrepierna del chico escogiendo el primer bocado que daría.
La criatura fue ganando en altura. El cabello volvió a estar formado por hileras de plata, la piel lila y los dientes….
Fernando escurrió una mano por la mesa del escritorio buscando cualquier cosa con la que pudiera defenderse. Encontró la pluma estilográfica, la misma que había empleado en tantísimas ecuaciones matemáticas. La agarró como si fuera una estaca y la clavó entre los pechos de la criatura. Si así se acaban con los vampiros, también debía matar a las hadas.
Vera se echó hacia atrás con los brazos en alto. Rugió como alma que lleva diablo. Las alas de mariposa menguaron de tamaño hasta desaparecer por completo y recuperó la tonalidad original de su cabello y piel. Volvía a ser una chica normal y corriente. Una chica herida de gravedad que se desangraba en el suelo de la habitación de Fernando sin que éste supiera hacer nada para remediarlo más que contar hasta diez.
Sonia apareció al otro lado del pasillo. No entró por la puerta, de ser así Fernando habría escuchado el portazo. Quizás atravesó alguna ventana abierta o utilizó sus poderes de hada para traspasar las paredes del edificio como si fuera un fantasma. Tenía el móvil pegado a la oreja, lo sujetaba con las dos manos. Fernando estaba tan impresionado con lo ocurrido que apenas logró captar unas pocas palabras entre las cuales se encontraban: socorro, loco y policía.
—Uno, dos tres… — Fernando intentó explicar lo sucedido tan bien como pudo —… cuatro, cinco…

El reloj despertador de los Simpson se rompió cuando Fernando lo dejó caer al suelo. Las manos de Bart apuntaban hacia fuera del cristal; ya no volverían a marcar la hora. Fernando se sirvió de su móvil para saber la hora en la que los agentes de policía interrumpieron en el edificio. 4:23 am. A las 4:25 am los dos agentes le pusieron las esposas acusándolo del asesinato de Vera Rodríguez y su novio Antonio Delgado.
Sonia accedió a acompañar a los agentes a comisaría y presentar todos los datos pertinentes. Dijo haber presenciado los asesinatos escondida en su cuarto. Fernando se había vuelto loco. Salió de su cuarto empuñando un bolígrafo y asesinó a Toni, el novio de su mejor amiga. Vera intentó huir, pero el enloquecido matemático la persiguió hasta matarla. De alguna forma impuesta por la magia, las pruebas encontradas en el escenario del crimen coincidían con el testimonio de la chica. El cadáver de Toni recuperó los órganos que Vera devoró. No había ninguna marca de mordisco, en su lugar, se encontraba unas heridas provocadas por un objeto punzante que correspondía al bolígrafo de Fernando, el arma homicida.
Cuando Sonia terminó su testimonio, los agentes se reunieron con Fernando para escuchar su declaración sobre los hechos. El estudiante de matemáticas reparó en la purpurina, el polvo de hada, que ensuciaba los cuellos y labios de los agentes.
La defensa de Fernando fue contar hasta diez.


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