Fernando no era muy imaginativo. El pseudónimo que utilizaba
en las redes sociales era Nando, la
abreviación de su nombre real. Los únicos caracteres que se permitía el lujo de
modificar eran los números que seguían al nombre. En Twitter se registró como Nando172,
en Facebook como Nando541 y en Instagram, Nando685. Un ojo inexperto sería
incapaz de reconocer la relación entre las tres cuentas. Fernando era un nombre
común y más todavía era utilizar una serie de números detrás del nombre. Las
imágenes de los perfiles eran completamente diferentes: una foto de un paisaje
genérico en Facebook, el personaje de la última serie de moda — que Fernando no
había visto — en Twitter y en Instagram, la imagen predeterminada por la red
social. Fernando cuidó cada detalle para asegurar el anonimato en internet,
llegando a seguir a cuentas aleatorias, diferentes en cada red social. Sin
embargo, sí existía una relación entre las cuentas: los tres números que
seguían al nombre. Cualquier matemático que se prestase, estudiante o
catedrático, dejaba tras de sí un rastro numérico, una demostración de su
intelecto. Los números 172, 541 y 685 escondían el número 19, la fecha de
cumpleaños de Fernando.
Pasaba largas horas de la noche escudriñando las redes
sociales, buscando algo que le pudiera llamar la atención. Las noticias de
actualidad se las dejaba a quienes querían estar informados y los post cómicos a las personas que se reían
por cualquier chiste sin gracia. Fernando tenía otro tipo de intereses. No
hubiera tomado tantas medidas para preservar su anonimato si lo que estuviera haciendo
en internet podría considerarse como legal. La brecha que separaba la legalidad
de la ilegalidad, el buen uso de las redes sociales de la perversidad, era muy
fina. Fernando era consciente que la había cruzado en más de una ocasión; cada
vez que saltaba de pestaña a pestaña con una mano mientras que la otra se
dedicaba a realizar movimientos perpendiculares por debajo de las sabanas.
Gustaba visitar los perfiles de las chicas (las conociera o
no), ver las últimas fotos que habían subido e imaginárselas en escenarios
lujuriosos en los que él era principal partícipe. La mano derecha del
estudiante de matemáticas se encargaba del resto.
Fernando era un pervertido. Cosa que solo admitiría ante un
psicólogo y únicamente en el caso de que éste le sonsacase la información
partiendo de sus traumas infantiles.
Los perfiles que más frecuentaba eran los de sus dos
compañeras de piso: Sonia y Vera. Los tres eran estudiantes de la universidad
de Valencia. Fernando cursaba el último año de la carrera de matemáticas. Las
chicas, sin embargo, eran primerizas, acaban de ingresar a la facultad de
biología. Ambas fueron buenas amigas en el instituto y decidieron continuar con
su amistad en la etapa universitaria. Fernando apostaba consigo mismo qué sería
lo que acabaría antes, si la mistad de las chicas o su entusiasmo por la
carrera que habían escogido de manera precipitada.
La mala suerte persiguió a Sonia y Vera desde el primer
momento que pisaron la ciudad. Tuvieron que alquilar el primer piso que encontraron
con dos habitaciones disponibles. Como buenas amigas, no estaban dispuestas a que
cada una estudiase en un piso diferente. Sin comparar otras viviendas, se quedaron
en la que Fernando residía por cuarto año consecutivo. El casero, el señor Juan
Martínez, no había tenido problemas con el estudiante de matemáticas, lo
presentó como una persona educada, limpia y muy trabajadora. Hasta tres veces
insistió en lo cómoda que era la convivencia con una persona como Fernando por
miedo a que las amigas escogiesen uno de esos pisos reservados exclusivamente
para chicas; incluso llegó a insinuar que Fernando era homosexual. Sonia y Vera
firmaron el contrato de alquiler sin meditarlo dos veces. El piso era bastante
grande, estaba en un buen barrio y, lo que les pareció más importante, las
habitaciones eran baratas.
Fernando memorizó los nombres de las chicas y, durante aquella
primera noche de convivencia, visitó sus perfiles en las redes sociales.
Instagram era la red social preferida de Fernando. Facebook
estaba en decadencia y en Twitter priorizaban los comentarios y las opiniones
de los usuarios; las fotografías era algo secundario, algo de lo que Instagram
se adueñó. Tanto Sonia como Vera tenían perfiles en Instagram. Sonia contaba
con la respetable cantidad de 50 fotos subidas de las cuales en al menos la
mitad salía ella; el resto eran fotografías de monumentos y edificios
realizadas en las ciudades donde había hecho turismo. No faltaban las fotos de
animales. Sonia tenía tres gatos y una perra, una carlina. Vera la superaba con
creces, triplicando la cifra. Todas las fotografías eran primeros planos de la
chica bien sola, con sus amigas o con las mascotas de Sonia.
Fernando aprendió mucho de sus compañeras de visto con tan
solo visitar sus perfiles en las redes sociales. Supo dónde vivían, nombre y
dirección de sus seres queridos, en qué instituto habían estudiado y quienes
habían sido sus profesores en cada curso, los bares que más frecuentaban y si
es que tenían pareja. Fernando sintió una alegría malsana, una vigorosa sacudida
nacida de sus primitivos instintos, al descubrir que ninguna de las dos tenía
novio. El primer día de clases, Sonia compartió una foto en la que se veía el
edificio de la facultad de biologías acompañado de la frase: “Preparada para vivir nuevas aventuras,
conocer nuevos amigos y quizás enamorarme”. Vera compartió la foto de su amiga y comentó: “Yo también estoy preparada”. Nando685
acechaba al otro lado de una pantalla. Guardó las fotos que más le llamaron la
atención: aquellas que las chicas aparecían con sujetadores deportivos y en las
que se encontraban frente a un espejo, luciendo el maquillaje y vestido
escogidos para la noche.
El señor Martínez no se equivocó cuando dijo que la
convivencia con Fernando era sencilla. El matemático salía de su habitación en
caso de necesidad, por hambre o higiene; sin contar las salidas a la
universidad. No hacía ruido al caminar y procuraba abrir y cerrar la puerta de
la habitación muy despacio para no molestar. Había días en que las chicas hubieran
pensado que Fernando se había marchado de no ser por la constante reducción de
comida en la nevera y armarios. Las amigas no tuvieron en cuanta la falta de
comunicación por parte de Fernando, la atribuyeron a la ansiedad que suponía
estudiar el último año de carrera.
La confianza de las chicas indujo al descuido de la
privacidad. Fernando tomó la costumbre de entrar al servicio justo después de
que una de las chicas se hubiera duchado. El aseo estaba impregnado de las
fragancias de los geles de baño y perfumes que utilizaban. Fernando permanecía
largos minutos sentado en la taza del váter, aspirando los olores y revisando
las fotos de las chicas que se había guardado en el móvil. El hombre hizo gala
de sus intimidades más vergonzosas. Resultaba imposible resistirse. Sin darse
cuenta, como si estuviera hechizado, pasaba el móvil a la mano izquierda
mientras que la derecha se deslizaba hacia su entrepierna; preparado para vivir
nuevas aventuras, conocer a sus nuevas amigas y quizás enamorarse.
El conjuro traspasaba las paredes y las puertas. Sonia y
Vera solían ver juntas el nuevo capítulo de su serie favorita, por casualidad,
el avatar de Nando541 pertenecía a esa serie. Fernando, desde su cuarto,
escuchaba la música de la serie, sin distinguir las conversaciones entre los
personajes, y las risas de las amigas. La risita de Vera era la que más
resaltaba por ser ligeramente más grave que la de Sonia. Era como una canción
que Fernando no se la podía sacar de la cabeza. Durante aquellas horas de la
noche, Vera era la protagonista de las fantasías de Fernando. Era ella quien le
besaba y quien le desabrochaba los botones de la camisa. Cuenta hasta diez. Decía la chica en el sueño. Una broma interna que
inventó el matemático para sus chicas,
haciendo alusión a sus estudios.
Una noche de viernes, las chicas hicieron gala de la máxima
que dictaron el primer día de universidad: Preparada
para vivir nuevas aventuras. Fernando accedió al aseo una vez que las
chicas salieron del piso. El lavabo estaba sucio de maquillaje y lo que parecía
ser purpurina. Fernando buscó en Instagram la obligatoria fotografía delante
del espejo por parte de las chicas. La purpurina que ensuciaba el lavabo
formaba parte del maquillaje de Vera. Se encontraba en la frente, mejillas y
escote de ésta. Fernando hizo gala de sus vergüenzas hasta tres veces consecutivas,
la última mientras se duchaba, pensando que el agua fría serviría como
relajante y conseguiría calmar el fulgor que la foto de Vera le habían
provocado. Y así fue, por unos escasos minutos.
Regresó a la habitación armado con dos rollos de papel
higiénico y con la idea de permanecer despierto hasta que las chicas volvieran
a casa. Las risas de aquella noche debían ser deliciosas, el alcohol y los
alegres entretenimientos de la gran ciudad las dotarían un sabor único. La voz
cantarina de Vera se convertiría en una sinfonía de instrumentos.
Fernando no estaba acostumbrado a trasnochar. Se ayudaba de
las redes sociales para permanecer entretenido. La luz de la pantalla del
móvil, aunque de menor intensidad que la de la lamparita de noche, era lo
suficientemente aguda para mantener la atención de Fernando.
El reloj despertador de Los Simpson marcaba las tres de la
madrugada. Las manecillas eran los brazos de un Bart amorfo, el brazo más largo
era la manecilla de los minutos y el pequeño el de las horas. El móvil de
Fernando, más preciso que ningún reloj analógico, marcaban las 3:02 am. El
estudiante de matemáticas escuchó la puerta principal abrirse para luego
cerrarse de un portazo.
Fernando dejó el móvil junto al despertador de Los Simpson.
Se levantó sin hacer ruido y, con mucho cuidado, entreabrió la puerta de su
habitación. Vio a Vera acompañada de un chico desconocido; Fernando se extrañó
de no haberlo visto en las redes sociales. Preparada
para conocer nuevos amigos y quizás enamorarme. Sonia todavía no había
llegado. Vera se deshizo de los besos y caricias de su acompañante con un
ligero empujón y caminó juguetona hacia su habitación. A medio camino, se quitó
la camiseta y el sujetador, permitiendo que Fernando viera mucho más que lo que
había espiado en las fotografías de Instagram. El chico persiguió a Vera por el
pasillo emulando sus acciones e incrementando la apuesta. Si ella se quitaba la
camisa y el sujetador, el chico se quitaba, además, los pantalones y los
calzoncillos. Cuando el desconocido pasó por la puerta de Fernando, el
matemático vio un rastro de purpurina en su cuello y alrededor de los labios.
No fue necesario preguntarse cómo había llegado hasta allí, la respuesta era
obvia, Fernando la había imaginado centenares de veces estando él en la
posición del desconocido.
Vera se tumbó boca arriba en su cama. El desconocido saltó
encima de ella, no sin antes dar un empujón a la puerta con tal de cerrarla. No
fue consciente de su fuerza y la puerta quedó ligeramente abierta. Un par de
ojos, atraídos por la risita lujuriosa de Vera, asomaron por el huequecito de
la puerta entreabierta. El chico quedaba a espaldas de Fernando con lo que no
podía verle. Vera sería la única que podía reparar en el matemático, pero
estaba demasiado concentrada pasando sus manos por el torso de su acompañante.
Fernando se metió la mano derecha por dentro del pantalón de
pijama en el mismo momento que Vera se quitaba las últimas prendas que le
quedaban. El estudiante de matemáticas se topó con las imágenes con las que
tantas veces había fantaseado. Estaba viviendo un sueño. Un sueño que, cada
vez, se iba haciendo más y más familiar. Le molestó que otro hombre usurpase su
lugar.
Vera puso un pie en el torso del chico para apartarlo de
encima y que le dejase espacio. Dijo algo en voz baja que Fernando no fue capaz
de escuchar. La chica se levantó de la cama, intercambiándose la posición con
el chico. Fernando fue lo suficientemente rápido como para alejarse de la
puerta durante el giro. Nadie lo vio. Fernando volvió a su posición original en
el momento en el que Vera se acercaba a la oreja de su amigo como si fuera a
contarle un secreto. Esta vez, Fernando pudo escuchar lo que la chica dijo:
—Cuenta hasta diez.
Era la broma interna que Fernando acudía en sus fantasías.
Las chicas se lo decían haciendo referencia a sus estudios como matemático.
¿Vera lo sabía? ¿Cómo podría haberlo averiguado? Fernando sintió pánico, un
escalofrío que nació de la punta de los dedos del pie y recorrió todo su cuerpo
hasta llegar al último pelo de la cabeza. Aun así, fue incapaz de sacarse la
mano del pantalón.
—Cierra los ojos y cuenta hasta diez — repitió Vera al oído
del desconocido.
Obediente, el chico se tapó los ojos con ambas manos.
Fernando estuvo a punto de hacer lo mismo. La orden de Vera era mágica,
imposible de renegar.
—Uno, dos… — el chico desconocido empezó a contar.
Vera se alejó un palmo de su acompañante. Se asió el cabello.
La melena rubia de la chica se convertía en una cortina de plata a medida que
las manos la recorrían. Fernando intentó buscar una explicación razonable. Tal
vez se tratase de un efecto visual debido a la escasa iluminación de la
habitación.
—… tres, cuatro….
La piel de Vera también cambió de tonalidad y, esta vez, no
hubo explicación que sirviera como excusa. Ningún juego de luz era capaz de
transformar el color carne en el lila.
—… cinco, seis….
Vera, o aquella criatura en la que se estaba convirtiendo,
aumentó de tamaño, superando por una cabeza al chico desconocido, que ya de por
sí era bastante alto.
—… siete, ocho….
Dos grandes alas de mariposa emergieron de la espalda de la
criatura, confiriéndole la apariencia de un hada macabra.
Fernando hizo acopio de huir, pero sus pies se lo
impidieron. Por el contrario, aumento la velocidad con la que se masturbaba.
—… nueve y diez.
El chico abrió los ojos. El hada de pesadilla se burló de él
mostrándole una colección de dientes de sierra. Saltó hacia su cuello con la
misma velocidad que lo hubiera hecho con su forma humana para plantarle un
beso. La diferencia estaba en que este nuevo beso llevaba tras de sí un
mordisco con el que arrancó un generoso trozo de carne. El chico murió sin emitir
ningún grito. El ruido que hizo su cuerpo al caer al suelo fue el de la puerta
de un ataúd al cerrarse. La criatura se arrodilló a su lado y comenzó a comer
el cadáver, empezando el festín por la brecha que le había dejado en el cuello.
El estudiante de matemáticas, víctima del miedo, terminó con
la faena que tenía entre manos sin darse cuenta, ensuciando tanto su ropa
interior como el pantalón de pijama. Quería marcharse a su cuarto, pero su
cuerpo no le obedecía. El corazón le latía como si estuviera a punto de darle
un infarto. El hechizo de la criatura había hecho meya en él. Se descubrió
contando mentalmente hasta diez. Cuando finalizaba la cuenta, volvía a empezar
desde el principio.
La criatura devoró la nariz, los ojos y la carne de las
mejillas del chico desconocido en una sucesión de besos mortales que Fernando
no tuvo más remedio que presenciar, muerto del pánico. Terminado con los
manjares de la cabeza, la criatura se deslizó hacia el torso. En el transcurso
vio un par de ojos asomados en la puerta de la habitación. El estudiante de
matemáticas seguía contando hasta diez. Se ayudaba de las manos para seguir la
cuenta ya que el conjuro de la criatura daba pie a confusiones incluso en las
cuentas más sencillas.
Vera, si es que todavía se le podía adjudicar el nombre
humano, se levantó del suelo. Dio una patada al cadáver de su víctima echándola
a un lado de la habitación y caminó lenta y sinuosamente hacia Fernando como
una serpiente asesina que ha hipnotizado a su presa. El estudiante de
matemáticas tuvo un halo de consciencia. Sus ojos se movieron hacia la sangre
de la alfombra y el cadáver que había sobre ésta. Hizo acopio de todas sus
fuerzas para recomponerse y correr tan rápido como le fuera posible. Llegó
hasta su habitación, cerró la puerta con llave y se quedó pegado a ésta
impidiendo que nadie la abriese. El hada le persiguió. Sus pies no tocaron el
suelo. Las alas le permitían flotar en el aire dejando tras de sí un rastro de
purpurina, de lo que ahora Fernando sabía que se trataba de polvo de hada.
Fernando quiso gritar, pero, en su lugar, contó hasta diez
en voz baja y pausada.
El cerrojo de la habitación giró por cuenta prueba. Fernando
tragó saliva. Entendió que la criatura lo había abierto con una de las uñas de
sus garras o quizás con una suerte de telequinesis. Fernando había comprobado,
por cuenta propia, sus habilidades de control mental. ¿Por qué no podría
disponer también de telequinesis? Era una criatura espantosa que no atendía a
ningún orden de lógica ni razón. Por lo que Fernando suponía, el hada podría
hacer cualquier cosa.
El atemorizado estudiante se alejó de la puerta. Cogió lo
primero con que se encontró, el reloj despertador de los Simpson, con la
intención de arrojárselo a la cabeza de la criatura.
La puerta se abrió de par en par dejando al descubierto a
Vera. La chica estaba desnuda. Conservaba las hermosas alas de mariposa y el maquillaje
de purpurina que ahora se extendía por toda su piel. Los dientes de sierra y
las garras habían desaparecido, como también lo hizo la sangre que debiera
cubrir el cuerpo de la chica. Se trataba de una ilusión, comprendió Fernando.
Aun así, debido a la impresión que le producía el cuerpo desnudo de Vera
combinado con las facciones de una mariposa, Fernando dejó caer el despertador
al suelo. Caminó hacia atrás lentamente hasta que su espalda chocó contra el
escritorio. El estudiante se aferró en las aristas de la mesa para evitar
desplomarse del miedo.
—Sonia y yo hemos hablado mucho de ti — dijo Vera a medida
que flotaba hacia Fernando. Él, por supuesto, ya lo sabía, las había escuchado
hablar a escondidas —. Nos parecías un buen chico, pero un poco ratito. Ya me
entiendes. Es extraño que no te viéramos salir con ninguna chica. ¡Fíjate qué
sorpresa! No salías con ninguna porque las tenías en casa.
En su tono de voz no había ni una pizca de reproche, tan
solo la simpática risa cantarina.
—… cuatro, cinco, seis… — Fernando quiso preguntar a la
criatura qué era, pero solo consiguió retomar la cuenta por donde la había
dejado. Vera comprendió de igual forma la pregunta.
—Soy tu compañera de piso. ¿Es que no me reconoces? Es por
las alas, ¿verdad? En las fotos no aparecen.
—… siete, ocho…
—No, no siempre he sido así — Vera tradujo la pregunta de
Fernando —. Hay que ver las aventuras que una vive en la universidad. Una chica
como yo llega a conocer a mucha gente interesante, gente que en otras
circunstancias no conocería. Gente amable que confiere buenos regalos. Esto es
un regalo. Me lo dieron para que pudiera defenderme.
—… nueve….
—Nos ayudamos entre todas. Estamos juntas en esto. Día tras
día tenemos que aguantar a hombres como tú y hombres como él. Si no nos
ayudamos nosotras, nadie lo hará.
—… diez.
La cabeza de Vera se encontró con la de Fernando. Estaban
tan cerca que, desde lejos, parecería que se estuvieran besando. El hada puso
sus delicadas manos sobre el torso del matemático y le fue desabrochando los
botones del pijama. Fernando bajó la cabeza, vio las manos de la chica y,
detrás de éstas, sus pechos cubiertos de polvo de hada. Recuperó la erección
perdida tras la última eyaculación. Apretó las manos en el tablero de la mesa.
Las fantasías de Fernando se hicieron realidad, potenciadas por la malvada
magia de la criatura. Una de las manos de la criatura descendía peligrosamente
hacia la entrepierna del chico escogiendo el primer bocado que daría.
La criatura fue ganando en altura. El cabello volvió a estar
formado por hileras de plata, la piel lila y los dientes….
Fernando escurrió una mano por la mesa del escritorio
buscando cualquier cosa con la que pudiera defenderse. Encontró la pluma
estilográfica, la misma que había empleado en tantísimas ecuaciones matemáticas.
La agarró como si fuera una estaca y la clavó entre los pechos de la criatura.
Si así se acaban con los vampiros, también debía matar a las hadas.
Vera se echó hacia atrás con los brazos en alto. Rugió como
alma que lleva diablo. Las alas de mariposa menguaron de tamaño hasta
desaparecer por completo y recuperó la tonalidad original de su cabello y piel.
Volvía a ser una chica normal y corriente. Una chica herida de gravedad que se
desangraba en el suelo de la habitación de Fernando sin que éste supiera hacer
nada para remediarlo más que contar hasta diez.
Sonia apareció al otro lado del pasillo. No entró por la
puerta, de ser así Fernando habría escuchado el portazo. Quizás atravesó alguna
ventana abierta o utilizó sus poderes de hada para traspasar las paredes del edificio
como si fuera un fantasma. Tenía el móvil pegado a la oreja, lo sujetaba con las
dos manos. Fernando estaba tan impresionado con lo ocurrido que apenas logró
captar unas pocas palabras entre las cuales se encontraban: socorro, loco y policía.
—Uno, dos tres… — Fernando intentó explicar lo sucedido tan
bien como pudo —… cuatro, cinco…
El reloj despertador de los Simpson se rompió cuando
Fernando lo dejó caer al suelo. Las manos de Bart apuntaban hacia fuera del
cristal; ya no volverían a marcar la hora. Fernando se sirvió de su móvil para
saber la hora en la que los agentes de policía interrumpieron en el edificio.
4:23 am. A las 4:25 am los dos agentes le pusieron las esposas acusándolo del
asesinato de Vera Rodríguez y su novio Antonio Delgado.
Sonia accedió a acompañar a los agentes a comisaría y
presentar todos los datos pertinentes. Dijo haber presenciado los asesinatos
escondida en su cuarto. Fernando se había vuelto loco. Salió de su cuarto
empuñando un bolígrafo y asesinó a Toni, el novio de su mejor amiga. Vera
intentó huir, pero el enloquecido matemático la persiguió hasta matarla. De
alguna forma impuesta por la magia, las pruebas encontradas en el escenario del
crimen coincidían con el testimonio de la chica. El cadáver de Toni recuperó
los órganos que Vera devoró. No había ninguna marca de mordisco, en su lugar,
se encontraba unas heridas provocadas por un objeto punzante que correspondía
al bolígrafo de Fernando, el arma homicida.
Cuando Sonia terminó su testimonio, los agentes se reunieron
con Fernando para escuchar su declaración sobre los hechos. El estudiante de
matemáticas reparó en la purpurina, el polvo de hada, que ensuciaba los cuellos
y labios de los agentes.
La defensa de Fernando fue contar hasta diez.
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