miércoles, 13 de junio de 2018

Una historia cualquiera





Yo no elegí ser un matón, nadie lo hace. El trabajo, de alguna forma u otra, llegó a mis manos. Un hombre de negocios, de aquellos que usan nombres falsos para no desvelar sus verdaderas identidades, me propuso un trabajo, no me pude negar. A él no le importan mis aspiraciones laborales ni mi moral y, seamos sinceros, a mí tampoco me importan. Puso un fajo de billetes encima de la mesa y dijo que había más donde ese salió. Cogí el fajo y, en ese momento, olvidé quién era y quién quería ser.
Ahora es de noche y me encuentro en el muelle en compañía de muchos otros hombres que contrató el jefe sin nombre. Debo proteger el intercambio que se realizará dentro de unos minutos. Mientras espero,  pienso en la cara del jefe que me nos ha contratado. Era un tipo feo y descuidado que emanaba un ligero aroma a pescado. Recuerdo haberme fijado en su  nariz delgada y afilada, como el de un pájaro hambriento. Me hizo gracia imaginar al jefe como una caricatura obesa del señor Burns, el personaje de la serie Los Simpson. 
Mientras espero a que llegue el barco con el cargamento (ignoro qué clase de cargamento lleva, no es mi deber preguntar por él) dibujo en mi cuaderno de notas el rostro del jefe destacando los rasgos que me parecieron más graciosos: aumento el tamaño de las ojeras, añado varios arrugas de más bajo los párpados y en el entorno a la boca, afilo la punta de la nariz, dibujo grasientas gotas de sudor en sus mejillas y convierto su sonrisa en una marcada burla de sarcasmo. Debo recordar quemar el dibujo después de terminar, no quiero que se me relacione con el obeso señor Burns. Por ahora, decido guardarme el dibujo en el bolsillo de la gabardina. Quizás, más tarde, si el barco se retrasa, añada nuevos detalles: manchas de mostaza sobre los labios, verrugas… cualquier cosa con tal de distraerme.
Pero el barco no se retrasa, llega, según marca mi reloj casio, doce minutos antes de lo esperado.
Los hombres de mi grupo se unen a la orilla del muelle. A simple vista, diría que somos dos docenas de hombres armados. No nos hemos contado y prefiero no hacerlo. Cuanto menos sepa, todo será mejor para todos.
 Hasta el momento, no sabía cuántos hombres, en total, habíamos sido contratados. Realmente, sigo sin saberlo. Puede que no estemos todos en el muelle y que algunos estén colocados en diferentes puntos estratégicos para vigilar los alrededores. El obeso señor Burns se ha tomado muchas molestias. Lo que hay en ese barco debe costar un dineral. ¿Armas? ¿Drogas? ¿Mujeres de otros países? No me pagan para hacer preguntas. 
 Mantengo mis ojos fijos al frente. El intercambio está a punto de realizarse. El barco detiene los motores, se oyen gritos desde cubierta. Una grúa se encarga de bajar pilas de contenedores. Otros hombres, armados como lo estamos nosotros, bajan del barco y se acercan dónde estamos.
-¿Habías traído lo que os pedimos?- dice un tipo delgado actuando como líder.
Tengo la sospecha que no sabe quién de nosotros está al mando. Se me ocurre que, si me adelantase a contestar, me besaría los pies o me daría un tiro en la cabeza dependiendo de cómo esté llevando el día.
-Lo hemos traído-.
No me giro a ver quién ha contestado. La voz es parecida a la del obeso señor Burns; diría que un poco más joven. Un hijo, un sobrino, un nieto… ¿qué más da? Debe de ser alguien de confianza y eso es más de lo que necesito saber.
El intercambio se está produciendo con éxito. El puerto está tranquilo. Escucho gaviotas graznar, una luz de una farola parpadear y los coches que vienen y se van por la carrera. Nada que me llame especialmente la atención, nada que pueda ser peligroso.
Uno de mis compañeros desenvaina la pistola. La sujeta con la dos manos y apunta a todas direcciones al mismo tiempo. Es joven, está nervioso. Le comprendo. Le hago una disimulada señal con la mano derecha para que se esté quieto y se tranquilice. No le digo nada, no se nos permite hablar entre nosotros.
El joven advierte mi señal. Baja el cañón de la pistola y curva su espalda en gesto de arrepentimiento y disculpa. Niego ligeramente con la cabeza. No es a mí con quien se tiene que disculpar, no soy yo quien le ha contratado.
Los mosquitos son abundantes y molestos en esta época del año. Noto como me pican los brazos y rondan delante de mi cara. Como la mayoría de mis compañeros, no hago nada por alejar a los mosquitos. Un segundo de distracción puede resultar (y pronto lo será) mortal. No sabemos si una de las dos partes del intercambio ha traído todo lo que se les pedía. Los marineros cuentan el dinero de los maletines y mis compañeros aseguran que todos los contenedores estén cargados del material que sea que lleven. Un maletín lleno de serrín o un contenedor vacío significaría el fin de la paz y el comienzo de la guerra. Debemos de estar preparados. Ellos lo saben. Nosotros lo sabemos. Cumplimos con nuestro trabajo.
Ambos jefes se dan la mano y sonríen. Alguien, desde de mí, está tan relajado que cuenta un chiste verde que relaciona a una mujer con una mandarina. Cometo un error: pienso que el intercambio ha finalizado con éxito y que volveré a casa con la cabeza puesta en su sitio. Entra el héroe en escena para hacerme ver lo equivocado que estoy.
Escucho a alguien caer de espalda contra el suelo. Uno de mis compañeros ha sido inmovilizado con una llave de lucha. Me doy la vuelta. Tengo la pistola en la mano derecha. Disparo al héroe enmascarado. Él utiliza su capa como escudo. Las balas, tanto las mías como la de mis compañeros, rebotan en la tela de la capa. Ninguno de nosotros nos paramos a pensar cómo es posible que una capa pueda frenar las balas ni en las posibilidades que abriría comercializar con ese material mágico; simplemente seguimos disparando porque para ello nos han contratado.
Descubro a otros hombres, compañeros míos, que habían estado escondidos (tal y como predije). Sus armas son mejores que las mías. Yo me conformo con una pistola como las que llevan los policías, ellos llevan fusiles de asalto. El héroe enmascarado está atrapado. Su capa antibalas no le cubre todo el cuerpo. Llega un momento en el que tiene que decidir si cubrir el frente o la espalda.
Me fijo en una pequeña esfera de metal junto a los pies del héroe. ¿Una granada? ¿La hemos tirado alguno de nosotros? No lo creo, está justo a debajo del héroe; ninguno de nosotros tiene tanta puntería. Él debe de haberla dejado caer. ¿Pretende inmolarse? De nuevo, no me pagan por hacer preguntas: vacío el cargador de la pistola, la vuelvo a cargar y continúo disparando.
La esfera de metal se abre por la mitad como si fuera un coco en miniatura. Un humo denso del mismo color gris que expulsan las grandes fábricas de las afueras cubre la figura del héroe y se expande como una nube hacia nosotros. ¡No era una granada, era una bomba de humo! Me he dado cuenta tarde. Damos pasos hacia atrás, sin apartar la vista del lugar donde está (o estuvo) el héroe enmascarado. Seguimos disparando. A pesar de los gritos de nuestros compañeros que se pierden en la inmensidad de la niebla, nosotros seguimos disparando.
Un garfio atraviesa el centro de la nube gris atrapa a uno de nuestros compañeros del pecho. El lazo retrocede y la densa niebla gris se traga a nuestro compañero. Cometo el segundo error de la noche: dejar de disparar. Ese chico que se ha llevado era el mismo que, durante el intercambio, no dejaba de apuntar a todas direcciones. Tendría unos quince años. Ha muerto. Lo triste es que el héroe enmascarado no lo ha matado; hemos sido nosotros con nuestras balas. Lo mismo ha ocurrido con todas aquellas personas que han sido tragadas por el humo. Nosotros los hemos asesinado.
-¡No disparéis! ¡Alto el fuego!- no soy yo quien grita la orden, pero estoy de acuerdo con ella.
Nadie dispara y el héroe enmascarado vuelve a aparecer. Cuelga boca abajo a uno de mis compañeros, a otro lo inmovilizar con un tazer y al tercero le deja inconsciente de un puñetazo en la cabeza. Que dejásemos de disparar es la oportunidad que estaba esperando, ahora se aprovecha de nuestra vacilación. Nos escarmienta por haber sido débiles. Volvemos a disparar. Esta vez, sin piedad. El héroe no está matando a nadie y, sin embargo, el puerto se llena de nuestros cadáveres.
Una bala atraviesa la pierna del héroe enmascarado. Cae de rodillas contra el frío suelo. Dos hombres del grupo de marineros han tirado sus armas al suelo y se disponen a saciar su ira de la forma más primitiva que se conoce. Tres de nuestros compañeros, uno de ellos con fusil de asalto, apuntan al héroe enmascarado a la espera de una nueva artimaña que le saque del apuro. Yo me mantengo en mi posición, aprovecho para cambiar el cargador de mi pistola. Prefiero estar seguro de poder defenderme antes de empezar un ataque.
Aunque esté herido, el héroe no deja de ser un problema. Ha ganado en combate contra los dos marineros, los está usando como escudo humano.  Mis compañeros no temen disparar, ya han aprendido la lección.
Y es ahora cuando me quedo solo con el héroe enmascarado, somos los dos únicos que permanecemos en pie. No entiendo muy bien cómo hemos llegado a esta situación. De un momento a otro, el héroe pasó a estar disparando una serie de proyectiles (piedras y dardos)  a mis compañeros a estar de rodilla contra el suelo víctima del sobreesfuerzo y el cansancio.
Aprieto el cañón de mi pistola en la nuca del héroe en son de amenaza. Es la escena que he visto en tantas películas. El villano jamás mata al héroe inmediatamente; el por qué de la razón, lo estoy descubriendo ahora.
En el cine, parece que el villano no dispara el gatillo porque desea saborear esos cortos instantes en los que se encuentra en una posición superior. Es orgulloso y sádico. Se ríe. Villanos como el obeso señor Burns se descojonarían. El héroe, aprovecha la oportunidad para darse la vuelta y usar sus artes marciales para vencer como siempre hacen los héroes del cine.
La realidad es muy diferente. Yo no estoy riendo. Mantengo la misma actitud carente de sentimientos que adquirí cuando cogí el fajo de billetes. Tengo la mano izquierda en la cabeza del héroe, le obligo a mirar el suelo y estarse quieto. La derecha en la pistola. En la nuca del héroe enmascarado se marca el orifico del cañón de la pistola. Mis dedos están dispuestos a apretar el gatillo. No lo hago. Cometo el tercer error de la noche: me pregunto quién soy.
-¿Quién soy?- lo pregunto en un susurro apenas audible.
Un hombre. Sería la respuesta más ambigua y, por lo tanto, la más incorrecta.
Un matón a sueldo. Se acerca más a la definición que estoy buscando, pero sigue siendo incompleta. Estas cuatro palabras solo explican a lo que me estoy dedicando en este momento, no menciona los otros trabajos que he tenido a lo largo de mi vida.
Un tío que apunta con su arma la nuca de otro tío. Esta respuesta me gusta. Esboza una ligera sonrisa en mi rostro. Es la solución más evidente; ni siquiera menciona que lo hago por trabajo.
Las manecillas de mi reloj casio están inmóviles, pero yo tengo la sensación que han pasado horas en las que no he sacado nada importante. Doy respuestas a una pregunta que parece no tener respuesta. “Soy un asesino. Un hombre armado. Alguien que se está preguntando quién es en vez de cumplir por aquello que le han pagado…”.
Termino pensando que no soy nadie. Es lo que pensé cuando cogí el fajo de billetes del obeso señor Burns. Una vez aceptaba el trabajo, todo lo que había llegado a querer y todo lo que había sido quedaba en el olvido. No soy nadie.
 Estoy convencido que esta respuesta también es incorrecta. Debo ser alguien. Estoy pensando. Desobedezco las órdenes de mis jefes para detener el tiempo y pensar en lo que me ha llevado a estar aquí. Soy alguien. Tengo un nombre, aunque no se mencione en la historia y no tenga importancia. Soy alguien. Tengo la capacidad de pensar y cuestionar mis actos. Soy alguien. No se mencionará mi familia: a mis padres, mi esposa y mis hijos; pero eso no significan que no existen. Los hombres que hoy han muerto también tienen sus familias, y yo no las estoy nombrando porque no forman parte de la historia que estoy contando.
Es aquí donde surge otra pregunta y donde la manecilla que marcan los segundos en mi reloj hace una tímida intención por avanzar: ¿qué historia estoy contando?
Si fuera mi historia te diría cómo me llamo, te contaría cuántas chicas he besado y qué sentí la primera vez que subí a un coche como conductor. Si fuera mi historia, sabrías quién soy.
Si no es mi historia, ha de ser la del héroe enmascarado. Es la única persona, a parte  de mí, que sigue en escena. Por eso estás aquí, quieres saber quién es él. Quieres que se quite la máscara y verle la cara. Te ahorraré la espera. Ahora lo he comprendido: él es el protagonista de la historia que estoy contando. Es a él a quién quieres ver con vida. Cuando ves una película, rezas para que el villano no apriete el gatillo y llene de sangre el pabellón. Ahora, estarás rezando para que yo tire mi pistola a un lado y me vaya. No importa dónde, ¿verdad que no? Solo esperas que sea lejos y que no me vuelvas a ver más. Sabes que tengo parte del dinero acordado con el obeso señor Burns, no sabes qué porción exacta del sueldo porque no  te lo he mencionado, y sabes, porque esto sí te lo he dicho, que tengo una familia: una esposa y dos hijos adorables. Pero tú no quieres que vuelva a casa con mi familia. Solo quieres que el héroe siga con vida porque él es el protagonista y yo soy un hombre cualquiera: el tío que está apuntando con un arma a la persona que te importa y un matón que han contratado para cuidar un negocio ilegal. Soy todas estas cosas y no soy nadie al mismo tiempo.
La historia existe porque el protagonista existe. Quien fuera la mano que le creó, también hizo todo este mundo: al obeso señor Burns, al chico nervioso, los negocios ilegales en el muelle e incluso mi reloj marca casio. Todo esto existe porque el héroe enmascarado existe. Yo existo porque él existe.
Esto es algo que las películas no explican: el mundo que rodea al protagonista lo ama porque gracias a él está vivo. Yo amo al héroe enmascarado. Forma parte de mi vida tanto como lo forma mi esposa; quizás más porque a ella no le has visto y, sin embargo, al héroe enmascarado se la estás viendo ahora. No es a mi madre a quien debo agradecerle el haberme dado la vida; debo estar agradecido con la persona a quién estoy apuntando con un una pistola en la nuca.
Dejo caer el arma al suelo. Hablo con una voz robótica, carente de tono y emociones.
-Adelante, haz lo que tengas que hacer-.
Las manecillas del reloj casio vuelven a marchar y el protagonista hace aquello por lo que le han creado. Gira su cuerpo 180 grados con la pierna derecha (la sana) adelantada poniéndome la zancadilla y haciendo que me cayese al suelo. Registra mis bolsillos en busca de alguna prueba que le pueda conducir hacia el verdadero villano de la historia. Encuentra el dibujo hecho a carboncillo que había hecho por entretenimiento en mi bloc de notas. Reconoce la caricatura, ahora sabe quién está detrás del negocio. El protagonista se marcha en las sombras. La historia que deseas leer continua en otra escena. Yo me quedo en el suelo. Desvanezco en la oscuridad; ya no te importo.

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Llevaba tiempo pensando en la idea. Me apetecía probar la técnica de "romper la cuarta pared". Este relato está inspirado en La Niebla, de Unamuno, con toques de Deadpool y una clara referencia al universo de Batman. ¿Os habías dado cuenta que el héroe era Batman y el obeso señor Burns era en realidad El Pingüino? Puede que no sea mi mejor relato, pero me divertí mucho escribiéndolo. Espero que a vosotros también os divierta leerlo. ¡Un abrazo!

 

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