lunes, 11 de junio de 2018

En tiempo de Guerra [Escrito en Aerandir]


Es necesario hacer un pequeño contexto antes de empezar a leer este relato:
Lunargenta es la ciudad principal de los humanos del foro. Entró en guerra hace unas semanas. Recibe el asedio constante de diferente facciones de enemigos.
En este relato, mi personaje, Gerrit Nephgerd, se encuentra en Roilkat, una ciudad ajena a la guerra de Lunargenta pero de la misma península. Gerrit es un brujo que domina el control del rayo, imaginad una especie de Thor pero en sádico. Los Masters del foro, administradores que cumplen las labores de los Dioses, maldijeron a mi personaje. En total, Gerrit reúne 5 maldiciones y el número va en aumento. Las que tiene le hace parecer un viejo, recolectar sangre para los cuervos de una niño llamada bruja, refleja todo el daño que provoca, le obliga a a ser violento contra otras personas y contra él mismo y sufre un eterno dolor en el pecho a causa que su corazón se está quemando literalmente. 
La cabeza de metal que lleva Gerrit perteneció a Talisa, un robot al que mi personaje le arrancó la cabeza con sus propias manos. Ahora sirve de amuleto.
Link del foro: Aerandir
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Lunargenta se había convertido en una tierra de desgracias; un lugar de vacaciones idílico para la hambruna y la muerte. Todos los días, los mercaderes traían noticias que registraban nuevos ataques. Los humanos tenían miedo por los apellidos que se perdían. En más de ocasión escuché decir que había tener misericordia por los Bothmont (un apellido cualquiera de los muchos que se mencionan) porque toda la familia había fallecido a merced de uno de los muchos ejércitos enemigos de Lunargenta. No sería yo quien se lamentase por la pérdida de un apellido que jamás conocí. Mientras unos encendían velas y las ponían fuera de la ventana en un círculo de sal en honor a los difuntos de la guerra, yo caminaba por Roilkat con una sonrisa de oreja a oreja.
La guerra también tenía sus cosas positivas. En primer lugar se encontraban las mujeres necesitadas. Aunque mi cuerpo cinco veces maldito me hacía parecer un viejo vagabundo, ellas no tenían opción. Me convertía en el padre que perdieron, el marido que asesinaron e incluso en el hijo que no pudieron llorar. Me aproveché de su dolor y sus recuerdos a cambio (y lo digo con orgullo) de alimento, cobijo y una entrepierna caliente. La segunda cosa positiva que traía la guerra es que mi aspecto no se destacaba entre la multitud. Nadie reconocía mis cinco maldiciones pues muchos acababan peor heridos que yo. La última ventaja, para mí, era la mejor: los muertos dejaron de tener valor. Si bien se honraba sus pérdidas y se lloraban sus recuerdos; los cuerpos que dejaban en la tierra eran usados como estiércol de perro: pisoteados y cargados en carromatos donde se dirigirían a fosas comunes. Nadie se extrañaba si, de repente, aparecía un cadáver más en mitad de la calle, lo atribuían a la hambruna. Por cada muerto con los bolsillos vacíos nuevos que se encontraba, un padre pudo dar de comer a sus hijos. La gracia estaba en que los ciudadanos de Roilkat no se aseguraban que los bolsillos del cadáver estuvieran vacíos ni pensaban que alguien lo pudiera haber matado por el simple placer de matar.
Este era mi secreto. Durante la noche, después de pasar una agradable velada con una mujer que creyó ver en mí la figura que necesitaba ver, cogía a Suuri y a la cabeza de Talisa y buscaba los objetivos que más me entretuvieran. Mis cinco maldiciones me habían convertido en un monstruo. Tan solo había que mirarme. Tenía los brazos y las piernas repletos de cortes que yo mismo me infligía para sentir un dolor mayor del que las maldiciones me causaban para así tener la falsa sensación que me podía imponer a ellas. Caminaba encorvado, el corazón me quemaba y pesaba como el yunque de un herrero. Mi cabello, cenizo por una vejez que no me pertenecía, empezaba a caerse. Al pasar mi mano por la cabeza notaba hebras de pelo deshacerse en mis manos. Sin duda, el atributo más espantoso se encontraba en mis ojos: azules y brillantes, el único rastro de juventud que todavía poseía. Por muy desdichado que pareciese, gracias a la guerra, siempre había quien se veía peor que yo. Las putas de la calle no tenían miedo en acercase contoneando sus caderas, los niños callejeros (huérfanos seguramente) venían a pedirme limosna y más de uno se me acercó pidiendo ayudan pensando que sería un miembro de la Guardia de Lunargenta mandado a Roilkat por algún motivo que escapaba a mi razón. “En el país de los ciegos, el tuerto es el rey y en el reino de Verisar, el monstruo es el rey”. Pensé con cierto descojone.  
Había recorrido tres calles y dejado un cadáver en cada una de ellas. El primero se trataba de un avaro mercader de bolsillos abultados. Le encontré bajo cielo descubierto, con la espalda apoyada a pared de una taberna y la polla en la boca de una prostituta. Talisa fue el primero en reconocerlo. Me acerqué la boca de la cabeza a mi oído y repetí en voz alta lo que me imaginé que me decía <<Mírale, da tanto asco como tú>>. Tenía razón. A mí no podía matarme, pero a él sí. Inmovilicé a la prostituta con una leve descargada. El hombre intentó escapar, pero le fue imposible correr con los pantalones bajados hasta las rodillas. Cayó al suelo y yo estaba encima suya para propinarle una paliza. Sacie mis ansias de matar. Alternaba los puñetazos de mi mano izquierda con los golpes de martillo que le propinaba con la derecha. Me divertí con él. Cuando dejó de sangrar, me divertí con la puta. Mis necesidades sexuales estaban saciadas, no tenía interés en el físico de la mujer. La arrastré hasta la segunda calle y estuve probando diferentes conjuros con su cuerpo. Convoqué el relámpago y el trueno en su cuerpo. Ella seguía durmiendo. Nunca más se volvería a despertar. Decido en regresar a la cama donde me esperaba una agradable compañía encontré al que sería mi tercera víctima: era un vagabundo que lo había perdido todo por la guerra. Lloraba y gritaba sus piernas al cielo. Me interesé, más bien me obsesioné con la historia que relataba. Tenía dos hijas mellizas, ambas pelirrojas y de brillantes ojos azules, una mujer que el paso del tiempo no había logrado envejecer y un pequeño velero que disfrutaba siempre que tenía ocasión de hacerlo. Mis maldiciones me hicieron ver a su familia siendo devoradas por dos especies de cuervos: los venidos de la guerra y los de la pequeña Duna. Tuve piedad con el hombre, fui rápido. Con un golpe seco de martillo, hice girar su cabeza.
-Se acabó. Mañana la gente escribirá tu apellido en una nota y lo aplastarán con una vela encendida en tu honor. Rezarán por ti. Yo te habré olvidado-.


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