El señor y la señora Neil fallecieron en un accidente de
coche. Un hombre salido del bar Navajas, aunque por su mal aspecto parecía
haber salido de una pocilga, se les cruzó por delante. Loretta Neil, quien era
quien conducía el vehículo, dio un rápido volantazo para evitar atropellar lo.
El éxito lo pagó con su propia vida y la de su marido. El coche se estrelló contra
la fachada del bar Navaja. El cuerpo de Braham Neil, que había estado sentado
en el asiento del copiloto durante el trayecto, salió disparado por el cristal
frontal. El golpe le había dejado inconsciente y los múltiples cortes causados
por los cristales terminaron por matarlo. La muerte de Loretta fue mucho más
rápida, su cabeza impactó contra el volante con la fuerza suficiente para romperle
el cuello. Los parroquianos del bar Navaja fueron afortunados, pudieron zafarse
del vehículo sin que sus heridas fueran mortales. El mayor herido de éstos se
había roto el brazo al golpearse con la barra.
Tres horas después del incidente, dos policías llamaron a la
casa de los Neil. Beth, la niñera, abrió la puerta. Invitó a los agentes que
pasasen al salón y les sirvió café y pastas. Fue un gesto más egoísta que
amable. Para escuchar la historia de cómo murieron los Neil, Beth prefería
estar sentada y con una taza de café caliente en la mano; eso impediría que
cayese al suelo desmayada.
Una vez los agentes terminaron de relatar los hechos. Beth
hizo llamar a Braham Neil junior. Se encontraba en el piso superior, jugando en
su habitación.
-Cariño, baja un momento. Han venido unos señores que
quieren hablar contigo-.
Braham Neil obedeció en sepulcruoso silencio. Reconoció de
aquellos detalles que solo un niño de cuatro años podía entender: el tono
triste y excesivamente considerado con el que su cuidadora le había llamado, el
olor a café quemado y el sonido de los agudos carraspeos de los hombres
uniformados. Todo aquello le indicaba que algo malo había pasado.
Se sujetó a la barandilla con las dos manos y bajó los
escalones con paso lento y vacilante.
Uno de los agentes se levantó al ver al niño. Le cogió de la
mano y le acompañó a la mesa del salón. Le ayudó a sentarse en la silla para
niños, puesta entre Beth y el agente.
-Tu cuidadora dice que eres un chico muy listo, ¿es verdad?
-Braham junior no contestó-. Sí que lo eres, lo veo en tus ojos. Son del mismo
color verde que los del Mago Merlín– hubo un corto momento de silencio,
imperceptible para los adultos y eterno para el niño-. Escúchame muy bien.
Tienes que ser fuerte y listo como el Mago Merlín porque lo que te vamos a
decir no lo debe escuchar ningún niño débil y tonto-.Braham afirmó con la
cabeza, el segundo policía le removió el pelo – Tus padres han tenido un
accidente con el coche. Se han ido al cielo-.
- ¿Cuándo van a volver? - la pregunta del niño hizo llorar a
la niñera.
-No, chico. No van a volver- continuó el primer policía.
Beth insistió a los servicios sociales para hacerse cargo
del niño. Argumentó que ella estaba soltera y que el chico le haría compañía.
Esto sería hasta que encontrasen un familiar cercano, prometió. Braham Neil sénior,
en vida, fue un excelente abogado. Hace diez años, por ambición profesional,
tomó la decisión de mudarse, junto la que, en aquel entonces, era su novia, a
una ciudad más grande y con más posibilidades de trabajo. Los lazos con sus
familiares se fueron fragmentando lentamente e inevitablemente. Lo mismo
ocurrió en el caso de Loretta. Solamente los más cercanos conocían la
existencia del pequeño Braham y, de éstos, a penas la cuarta parte recibió la
noticia de que se había quedado huérfano.
Beth pasaba largas horas de la noche con la guía telefónica
sobre las rodillas y el teléfono pegado a la cara. Llamó a todas las personas
que tuvieran el apellido Neil o el de Egdecomb, apellido de soltera de Loretta.
Peter Neil, hermano mayor del señor Braham, dijo, explícitamente, que no estaba
dispuesto a tomar un viaje de 200km para tomar al hijo de su desgraciado
hermano en custodia. William Egdecomb, padre de la señora Loretta, no fue más
agradable que el señor Peter. Al escuchar el apellido de Neil pronunció varios
insultos y colgó el teléfono. Beth sospechó que el señor Egdecomb acumulaba un
fuerte rencor hacia los Neil debido a que pensaba que Braham le “robó” a su
hija.
La rutina se repitió dos semanas más. Durante ese tiempo,
Braham Neil era un cuerpo sin alma. Se movía por inercia. A la hora del
desayuno, se sentaba en la silla que Beth le había acomodado y comía un par de
cucharadas del tazón de cereales. Negaba con la cabeza, no quería más. Se retiraba
de la mesa y se quedaba sentado en el sofá. Solo Dios sabía lo que el chico
estaba pensando. La comida y la cena no eran distintas. Perdió cuatro kilos.
Beth no se atrevía a obligarlo a que comiera más. Se sentaba a su lado, lo
abrazaba, le besaba la frente y le repetía hasta la saciedad que lo comprendía
y lo quería. El pequeño Braham no contestaba.
Beth recibió la visita de Melinda Neil como un milagro.
¡Gracias a Dios! Como hizo un mes antes con los policías, le sirvió con gusto
café y pastas.
-Cariño, baja un momento.- la sensación de dejavú era más
que notable- Ha venido tu abuela a verte-.
- ¿Este es mi nieto? ¡Santo Cielo! Está enorme. Querida,
¿cuántos años me has dicho que tiene? -
-Dentro de cinco semanas hará seis años. -Beth se contagió
de la sonrisa de la abuela.
- ¡¿Seis años?! Ya es todo un hombretón. Ven a mis brazos.
Deja que te dé un enorme beso en la mejilla-.
Melinda Neil (ella insistía que le llamasen Mely, pero por
respeto Beth no se atrevió a hacerlo) era la imagen de la abuela que todos
deseamos tener. Llevaba un largo vestido estampado, el cabello, que cada vez
iba siendo más escaso, peinado de forma que pudiera similar una media melena y emanaba
un permanente aroma a galletas recién horneadas. Braham Neil no podría haber
acabado en mejores manos.
-Ha tenido que ser horrible. Para una madre es duro
reconocer que su hijo no era ninguna joya. No se hablaba con nadie de la
familia. Ay, querida. ¿Y dices que nadie quiso escucharte? Qué bien hizo mi
Peter en venir a verme. En el pueblo no tenemos teléfonos. De no ser por él,
jamás me habría enterado de la desgracia. Cinco autobuses he tomado para venir.
Y ahora, debemos tomar otros cinco para volver, ¿verdad que sí, querubín? -lo
último lo dijo pellizcando el moflete de Braham Neil.
Melinda era una habladora nata. Beth perdió la noción del
tiempo. Se hizo la hora de la cena y siguieron hablando y riendo sin que
ninguna de las dos se diera cuenta de que no habían comido. Beth dijo que
llevaba trabajando con los Neil desde hacía tres años. Aceptó el trabajo para
poder pagarse los estudios y lo mantuvo porque se encariñó con el niño. Melinda
contó que regentaba la última juguetería casera del país. Los juguetes venidos
de las grandes fábricas no eran tan divertidos como los que hacía la anciana a
mano. Curiosos de todas las ciudades recorrían largos viajes para ver sus
juguetes. El mayor orgullo fue decir que vinieron los de la tele (no supo decir
para qué canal) a hacerle una entrevista. Braham iba a ser muy feliz.
Hoodest era el nombre del pueblo donde residía Melinda y,
ahora, nuevo hogar de Braham. Las casas parecían estar sacadas de las
ilustraciones de los libros de cuentos medievales.
Braham pensó que en algunas de ellas vivía el Mago Merlín.
En otras circunstancias, habría cogido una rama del suelo y jugado a cazar
dragones imaginarios en el parque de Hoodest. Ahora, pensaba que le estaban
castigando. Nadie le preguntó si quería quedarse con la señorita Beth o si
quería ir a la ciudad de Merlín. Le cogieron y le llevaron, no había más.
Durante el transcurso de los cinco autobuses, la abuela
Melinda insistió en que le iba a encantar vivir en Hoodest, que iba a ser muy
feliz en la casa de los juguetes. Él no lo creía. ¿Cómo podía ser feliz en un
lugar que no quería estar, con una persona que veía unas pocas veces al año,
sin jugar con la señorita Beth, sin que mamá le diera un beso de buenas noches
y sin los cuentos de papá? La abuela Melinda era una mentirosa.
La casa de Mely tenía tres plantas y un sótano. La primera
servía para el negocio, hacía las funciones de juguetería y almacén de
juguetes. La segunda es donde se encontraba el salón, la cocina y la habitación
principal. En la tercera planta había tres habitaciones para los invitados. Y
el sótano era el taller, donde se fabricaban los juguetes.
Melinda dio permiso a Braham para investigar todas las
habitaciones de la casa a excepción del sótano. El chico, como respuesta, se
sentó en un viejo y mullido sillón. De allí no se movió.
-Los niños tienen que jugar, no puedes quedarte ahí sentado
sin hacer nada-. se sentó al lado de Braham- ¿Qué me dices si preparo un par de
cometas y esta tarde vamos al parque a hacerlas volar? Tengo muchas en la parte
de atrás del almacén. Y, ¿sabes? Se aburren mucho, quieren volar. Quizás nosotros
podamos ayudarlas-.
Braham dirigió sus verdes ojos a los de su abuela y negó con
la cabeza.
-Prefieres quedarte aquí, lo comprendo. Debes de estar
aterrorizado. Te contaré un secreto: yo tampoco quiero salir hacer felices a
las cometas. ¡Qué me hagan feliz a mí! - Melinda rió a carcajadas. Braham
continuaba con su ya habitual rostro de tristeza y frialdad.
Su mayor, y único, entretenimiento era observar ir y venir a
los clientes de la juguetería que Melinda atendía en el otro lado del
mostrador. Los niños le saludaban con alegría y le preguntaban si quería jugar
con ellos. Por alguna razón, pensaban que Braham debía de ser el niño más feliz
del mundo por estar viviendo en una juguetería. Nada más lejos de la realidad.
Braham se sentía receloso al hablar con los otros niños y de tocar los
juguetes. Nada de lo que pudiera haber en la juguetería le haría sentir mejor. Sin
papá y mamá, no tenía sentido jugar.
Una niña rubia, con vestido rojo y un lazo en el pelo del
mismo color que el vestido, reunió la valentía para decirle a Braham lo que los
policías, Beth y Melinda no le dijeron:
-Eres un maleducado. Estamos riendo y queremos jugar contigo,
pero tú nos miras mal y no nos respondes. No me das pena. Jugaré y me lo pasaré
bien con o sin ti-.
Todos los que se encontraban en la juguetería escucharon las
palabras de la niña: los adultos, que conocían la historia de Braham Neil, y
los niños. Los primeros, al comprender la gravedad de la situación, terminaron
de comprar los juguetes para sus hijos y se marcharon sin esperar a que sus
hijos terminasen de probar todos los juegos de la tienda. Melinda fue
consciente de lo que pasó. Cerró la tienda dos horas antes de lo habitual para
prevenir que otra niña de vestido rojo hablase demasiado. Braham entendía las
acciones de los adultos mejor de lo que se entendía a él mismo. Observó todos
los detalles y los grabó en su retina; por algún motivo, estaba convencido de
que era importante recordar que el padre de la niña rubia compró un conejo de
peluche de color rosa.
En los días siguientes, Melinda no abrió la juguetería.
Pasaba el día encerrada en el taller. Únicamente salía para sacar la basura a
la calle y servir la comida a su nieto.
Braham imaginó qué
hacía su abuela en el taller: odiarlo por lo mal que se había comportado. Desde
su habitación de la tercera planta, llegaban ruidos de cuchillos y tijeras.
Pensó que Melinda los estaba afilando para luego matarlo y cocinarlo. Ese iba a
ser su castigo por ser un maleducado. No le importó. Así iría al cielo con papá
y mamá.
-Cariño, baja un momento-.
Era la tercera vez que Braham escuchaba esa frase y la detestaba.
Dudó en obedecer. No quería hacerlo. El primer día que llegó a la juguetería,
la abuela Melinda le prohibió bajar al sótano. ¿Por qué ahora sí podía hacerlo?
No le dio importancia. Si iba a ser castigado, rezaba que fuera rápido.
Bajó los crujientes escalones lentamente y sujetándose a la
barandilla con las dos manos. Braham había cumplido los seis años. Era un niño
mayor que no tenía miedo a nada.
-Cariño-, Melinda saltó a abrazarle- te he hecho un regalo-.
Sacó del bolsillo delantero de su bata un muñeco de peluche
humanoide: cabello negro, traje de marinero y unos brillantes ojos verdes
llenos de sabiduría, como los del Merlín el Mago.
- ¿Te gusta? ¡Eres tú! –
-¿Yo? -
- ¡Claro que sí! ¿Es que nunca te has visto en el espejo?
Eres tú hecho muñeco. Es El Muñeco Neil. Feliz cumpleaños. -y le besó en la
frente.
Los dos se abrazaron. En medio quedó aplastado peluche
bautizado como El Muñeco Neil. Braham sintió lo mismo que sentía cuando
abrazaba a mamá y a papá. Por primera vez en mucho tiempo, el niño sonrió.
Abrazó a su abuela y le dio las gracias por no haberle castigado. Ella no supo
de qué hablaba; se rio por las tonterías que podía imaginar un niño. Ambos
rieron con mucho gusto.
Diez años después, las tornas se cambiaron. El nieto pasó a
cuidar de la abuela. Melinda había superado los setenta años. Las visitas de
los doctores se volvieron constantes y peligrosamente necesarias. Como les
sucede a todas las personas mayores, el cuerpo de Melinda dejaba de funcionar
como lo había hecho hasta ahora. Tenía las manos deformadas y los dedos
hinchados como globos de carne, le costaba sostener cualquier objeto. Sus pies
no tenían un mejor aspecto, apoyarlos en el suelo le resultaba un infierno de
dolor. Los médicos dijeron que se trataba de osteoporosis. Si se hubiera
detectado antes, podrían haber hecho algo para tratarla. Ahora estaba en un
estado muy avanzado y era mejor dejarla como estaba. La solución que dieron fue
esperar y que pasase lo que Dios quisiera.
Braham quiso encargarse de la juguetería: hacía los nuevos
juguetes siguiendo las enseñanzas de su abuela y los vendía con la mejor de sus
sonrisas. A Melinda le hacía muy feliz ver a su nieto trabajar. Era imposible
impedir a la anciana que se quedase quieta en la cama. Cuando nadie la
vigilaba, cogía su bastón y bajaba las escaleras para ver a su nieto seguir con
el negocio. Delante de los clientes, Braham de renegaba la valentía de su
abuela; detrás, se sentía feliz de verla sonreír.
Con respecto a El Muñeco Neil, éste no abandonó su lugar al lado
de su dueño. Juguete y juguetero se convirtieron en uña y carne. Braham no iba
a ningún lado sin su peluche. Lo llevaba en el bolsillo delantero de su bata
como si fuera una cría de canguro y él su madre. Los adultos que visitaban la
tienda se enternecían al ver a un adolescente jugar con un peluche; además que
era una muestra de confianza y fidelidad por sus productos. Los niños, con su
juguete favorito en la mano, pedían jugar con Braham. Él jamás se negó a jugar
con nadie.
Los días de Neil empezaban de la misma manera: sirviendo el
desayuno y las pastillas a su abuela. Una hora después, le tocaría desayunar él
y, después de otra hora, iría al sótano a trabajar en sus nuevos juguetes.
-Abuela, despierte- mientras ella terminaba por abrir los párpados,
Braham abría las cortinas- Es la hora del desayuno-.
-Querido, llámame Mely- contestaba sonriendo- No me gusta
que me llames abuela, me hace sentir vieja.-desde que enfermó, todos los días
empezaban con las mismas dos frases.
Braham dejó la bandeja con el desayuno, zumo de naranja,
tostadas y una taza de leche con cereal, en la mesita y ayudó a Melinda a
enderezarse.
-Deja que te mire de cerca. Te estás convirtiendo en un
joven encantador y no me estoy dando cuenta. ¿Cuántos años tienes? Soy incapaz
de recordarlo-.
- Dieciséis-.
-Santo cielo. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Hazme un favor y
no me dejes morir sin antes haberte visto crecer por completo. Dentro de dos
años serás tan alto como tu tío Peter-.
-Espero superarle el año que viene-.
-Estás creciendo muy rápido-.
De las dos tostadas, Melinda comió media. El resto no le
entraba. Se comió todo el tazón de leche, por insistencia de Braham. Los
médicos decían que beber mucha leche era bueno para su enfermedad. Por último,
se tomó pastillas que atenuaban su dolor. El zumo lo dejó a un lado; estaría
dando pequeños sorbos durante toda la mañana.
Para desayunar, Neil comió la tostada y media que su abuela
se dejó y una taza de café caliente. Era importante no perder más tiempo en el
desayuno. Hoy le esperaba un duro día de trabajo.
Encendió la luz del sótano y bajó las escaleras sujetándose a
la barandilla con las dos manos, igual
que lo había hecho diez años atrás. Sacó a El Muñeco Neil del bolsillo del
bolsillo de la bata y lo dejó en la mesa de trabajo con la cabeza apuntando
hacia sus manos. Antes de hablar a los otros peluches, se despidió de El Muñeco
Neil acariciándole la cabeza.
-Hola Menta, te he traído una cosa.- le dijo al peluche que
dejó el día anterior por terminar- Sé que te cuesta recordar la edad que tengo.
Dentro de poco no sabrás quién soy. Hace dos días me confundiste con mi padre y
hace nueve me llamaste Peter en lugar de Braham. Los médicos dicen que es por
la edad, pero yo no les creo. Sé que estás muy enferma y que tienes los huesos
estropeados, pero no te preocupes. Menta no está enferma. Lo mejor de todo es
que ella no tiene huesos que se puedan estropear-.
Del bolsillo de la bata sacó un mechón de pelo que le había
cortado a Melinda mientras ella dormía. El pelo era blanco, canoso. Ese no era
el color de pelo con el que Braham conoció a su abuela. Pintó el mechón de
rubio pálido utilizando el mismo tinte que usaba Melinda, lo cosió en la cabeza
de Menta y lo peinó simulando una media melena.
-Ya casi está preparado-.
Menta estaba destinada a ser algo más que un peluche, iba a
ser una vida. Braham se sentía un Mago cuando trabajaba en el taller y estaba
convencido de que su abuela había sentido lo mismo. Explicaría por qué dedicaba
tantas horas y tanto amor a la confección de los peluches. Estaba haciendo
magia, creando vidas como Merlín el Mago. Si lo pensaba detenidamente, Melinda
y Merlín se parecían incluso en el nombre. ¡Ambos eran magos! Braham se dio
cuenta de la existencia de la magia cuando abrazó por primera vez a El Muñeco
Neil. En el interior del peluche vivían sus padres: Loretta y Braham Neil. Lo
notó al instante, cuando abrazó al peluche. No se lo dijo a nadie; un mago
nunca revela sus trucos. El joven Braham pensaba ayudar a su abuela utilizando
a Menta. Ella viviría en el interior del peluche. Podría moverse, comer y
saltar como siempre. La curaría de verdad.
Merlín el Mago era famoso por ser meticuloso y precavido; no
se arriesgaría a utilizar su magia sin antes haberla ensayado. Menta no iba a
ser el primer muñeco vivo de Neil. En la parte superior de la mesa de trabajo
se encontraban los tres peluches anteriores: Uzen, Kitten y Flora.
El primer peluche era un perro con uniforme de policía. El
cuero que había utilizado para Uzen era piel humana, como también era uno de
los ojos (el otro era de cristal). En lugar de pistola, el peluche amenazaba
utilizando una navaja de juguete. Un mes atrás, corrió la noticia de que un
policía de Hoodest había fallecido en un accidente de coche. Dos noches después
del entierro, Neil exhumó el cadáver y tomó los ingredientes que necesitaba.
Los dejó en formol para que no se pudrieran en el futuro. Los muñecos que hacía
debían de ser perfectos. La escena que representaba con Uzen era la muerte de
sus padres, con ella convocaba el alma del agente que le dijo que sus padres
habían sufrido un accidente y que no iban a volver.
Braham cogió a Uzen lo abrazó y lo puso al lado contrario de
la mesa de trabajo de donde estaba El Muñeco Neil. La navaja del perro policía
apuntaba a un pequeño coche de juguete.
Kitten era una gata y era Beth, literalmente. Tenía su
cabello moreno, sus ojos castaños y sus finos labios. Cuando la conoció no lo
sabía, pero estaba enamorado de su niñera. El recuerdo terminó por mitificarla.
Ella era la mujer más guapa que conoció. Después de haber creado a Uzen tomó la
decisión de visitarla. Cinco autobuses de ida. Ella vivía en la misma casa que
hacía veinte años. Beth abrió la puerta y reconoció al niño que cuidó diez años
atrás. Braham odió descubrir que Beth se había casado y había tenido una hija.
Metió las manos en el bolsillo de su bata y sacó a El Muñeco Neil. <<Soy
muy feliz con Melinda. Trabajo haciendo juguetes>>. Volvió a meter las
manos en el bolsillo y sacó el cuchillo de Merlín el Mago. Ahora Beth podía
estar siempre con Braham. En el macabro juego, Kitten era la novia de El Muñeco
Neil.
Besó los labios de Beth, que ahora le pertenecía al peluche
Kitten. Luego tomó a El Muñeco Neil e hizo que ambos peluches se besasen.
Braham estaba enamorado de Beth y El Muñeco Neil estaba enamorado de la gata
Kitten.
Flora era un conejo rosa de cabello rubio y vestido rojo. El
mejor peluche que Braham había hecho hasta la fecha (a excepción de Menta).
Ella representaba la chica que le había llamado maleducado en público. Dijo que
iba a jugar con o sin él; gracias a la magia, ahora y por siempre, jugaría con
él. La niña fue fácil de encontrar: se llama Emily. La adolescencia le había
convertido en la chica más atractiva de Hoodest; no había muchacho que no la
conociese y no la invitase a bailar. Eso fue lo que hizo Braham. Se comportó
como los adolescentes promedio y, a escondidas de los padres de ella, le invitó
a pasar una noche en la juguetería prometiéndole que no usarían ninguno de los
juguetes destinados para los niños. De las habitaciones de la tercera planta,
pasaron a la tienda de la primera y de allí al sótano. <<Cariño, baja un
momento>>. No volvió a subir. El algodón que había usado para Flora,
estaba teñido de rojo de la sangre de Emily.
Melinda tenía escondidos dos largos alfileres debajo de las
sábanas. Braham se molestaría si la viese trabajar en un nuevo peluche, pero
era por una buena causa. Sabe Dios cuánto tiempo más de vida le quedaba, quería
aprovecharlo para agradecerle a su nieto lo que estaba haciendo por ella. Una vez, conquistó su corazón con un viejo
peluche, El Muñeco Neil. Braham no se despegaba de él. Lo volvería a hacer.
Debajo de la cama tenía un arcón con telas de colores, cuero
curtido y un montón de algodón. Melinda no necesitaba más. Ni la deformidad de
sus manos ni el dolor de sus huesos iban a impedirle terminar el muñeco.
Mientras su nieto trabajaba en el piso inferior, ella le hacía el segundo mejor
regalo de su vida: el nuevo Muñeco Neil.
Cuando Braham entró en la habitación de su abuela con la
bandeja de comida, el arcón estaba oculto bajo la cama, los alfileres bajo la
almohada y el nuevo Muñeco Neil tapado bajo las sabanas.
-Hola, abuela -puso la mano en la espalda del viejo Muñeco
Neil e hizo como si este moviera el brazo saludando-. Hola, juguetera – dijo,
imitando la voz aguda del muñeco.
-Hola a los dos. Y llámame Mely. No me gusta que…-
-…que te llame abuela, te hace sentir mayor. Lo sé, me lo
has dicho hace unas horas-.
-Lo siento, mi cabeza…-
-… ya no es lo que era-.
- ¿También te lo he dicho hace unas horas? -
-Hoy no –dijo, riendo. Pronto se le unió Melinda.
-Estás especialmente animado. Me alegra verte así. ¿Han
venido muchos clientes? -
-Nunca ha estado tan llena.- mintió. Llevaba casi mucho
tiempo sin abrir la tienda, únicamente trabajando en los nuevos peluches.
Dejó la bandeja de plata en la mesita. La comida de Melinda
consistía en un plato de sopa caliente, una ensalada y una pechuga a la
plancha. Braham tenía en cuenta que ella no iba a poder comérselo todo y que
sería él quien terminase con las sobras. Empezó por la sopa, Braham fue
dándosela a cucharadas a Melinda hasta que ella se aburrió de ella.
- ¿Pasamos a la ensalada? -
-Antes quiero probar esa deliciosa pechuga-.
Melinda se impulsó hacia la mesita sin darse cuenta que se
estaba llevando parte de las sábanas. El nuevo muñeco Neil casi quedó al
descubierto.
-La he endulzado con perejil y orégano para que tenga más
sabor. ¿Te gusta?-.
-Eres un cielo-.
Cortó un trocito de la pechuga, lo pinchó con el tenedor y
se lo dio a su abuela en la boca. El cuchillo de cortar la carne quedaba
peligrosamente cerca de la garganta de Melinda. Dos cabezas de peluche asomaban
del bolsillo frontal de la bata: Menta y el Muñeco Neil. Melinda señaló con la
mano al peluche que no conocía.
- ¿Quién es ella? –preguntó con la boca llena.
- ¿Es que nunca te has visto en el espejo? Eres tú hecha
muñeca. Es La Muñeca Melinda Neil-.
Melinda se movió más rápido que el cuchillo de su nieto.
Interpuso sus manos antes de que el filo le rebanase el cuello. El cuchillo
atravesó la palma de su mano izquierda.
- ¡ESTÁTE QUIETA! -
Se movió más de lo permitido por los médicos. El esfuerzo
hizo que terminase resbalando con las sábanas y cayendo de bruces contra el
suelo. Encima de su vientre quedó al descubierto el nuevo Muñeco Neil.
- ¿Qué haces? ¡Estás loco! Santo Dios. ¡Loco! -
Braham no contestó, se había quedado mirando el nuevo Muñeco
Neil. Sacó a Menta del bolsillo de la bata y la balanceó en el aire haciéndola
bailar.
Melinda sacó a relucir sus primitivos instintos de
supervivencia e hizo aquello por lo que se odió el resto de sus años. Deslizó
su mano derecha por debajo de la almohada, cogió uno de los alfileres y se lo
clavó en la garganta a su nieto mientras éste estaba entretenido jugando con
los peluches.
Braham Neil murió desangrado y abrazado a los muñecos:
Menta, el viejo Muñeco Neil y el nuevo Muñeco Neil. Si la magia del Mago Merlín
realmente existía, Braham no moriría porque su alma quedaría guardada en el
tercer peluche.
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