viernes, 17 de marzo de 2017

¡Qué aproveche!

Las cuatro hermanas estaban sentadas en los laterales de una larga mesa rectangular. Los platos estaban repletos de comida. No sabía distinguir qué era. Algún tipo de carne, suponía la hermana más pequeña, estaba tan cocida y troceada que, por la forma y el color, no podía distinguir de qué animal se trataba. Quizás fuera ternera. Eso tenía que ser lo más probable, si lo pensaba bien. La vajilla de plata fina, los manteles de lino blanco y el vino de las viejas cosechas no se sacaban por una simple carne de cerdo. Aquello debía de ser ternera. ¿Qué otra carne era tan especial como para encender un par de candelabros pulidos en oro? Y sí, era oro de verdad. Ileana no podía distinguir la carne al verla, pero, en cambio, sabía perfectamente que los candelabros habían sido bañados por una fina y costosa capa de oro. Algo similar ocurría con el vino, la vajilla y las copas; con un solo vistazo, supo que eran parte de las joyas de la familia. Como los pendientes de mamá que se lo había dado la abuela en su lecho de muerte o el anillo que utilizó papá para declararse con mamá. Los platos, las copas de vino, los candelabros e, incluso, la carne (aunque siguiera sin saber qué era) formaban parte de las joyas más valiosas de la familia.

Mereide, la mayor de las cuatro, fue quien dio el primer bocado a la carne. La cogió con las manos pues no había cubiertos sobre la mesa. ¡Era cierto! ¿Dónde estaba la cubertería de plata, aquella que sacaban en las celebraciones? La pregunta desapareció de la mente de Ileana con la misma rapidez que había aparecido. Se quedó absorta mirando cómo Mereide cogía la carne a grandes puñados y los mordía con fuerza. Un jugo del mismo color que el vino caía por cada mordisco y manchaba el vestido blanco que su hermana llevaba. Había una extraña belleza en aquella imagen. Era algo hipnótico. Ileana estaba ansiosa por comenzar a comer. Tal vez, por el sabor, pudiera dar un nombre a la carne. Sus ojos se movían del plato que tenía enfrente a los dientes de su hermana. La espera era insufrible. Juntó sus manos en un solo puño y lo puso entre sus rodillas. Tenía que ser paciente. No sabía muy bien la razón, pero, al igual como pasaba con el oro de los candelabros y el viejo vino, sabía perfectamente que tenía que hacer un esfuerzo desmesurado por esperar su turno. Pronto comenzaría a comer, no tenía nada de qué preocuparse. Su turno llegaría muy pronto, justo después de que las gemelas empezasen a devorar sus trozos de carne y a ensuciarse los vestidos blancos que llevaban puestos por el jugo rosado. Iban de mayor a menor hermana. Ileana era la más pequeña. Era una condena ser la última, pero, cuando empezase su turno, lo disfrutaría más que ninguna otra de sus hermanas.

Hilzara e Hilzare veían a Mereide de la misma manera que Ileana le estaba viendo. Tenía las manos recogidas sobre sus rodillas, también igual que la  hermana pequeña. Cuando llegó su turno de empezar a comer, parecieron dos perros rabiosos. Sus manos eran zarpas y sus bocas, dos pequeños hocicos cuyo fin era el de triturar la carne desconocida. Ileana juraría que, por un momento que apenas duró un segundo, los dientes de sus hermanas se volvieron los de unos lobos.

Las gemelas terminaron de comer y llegó el turno de Ileana. ¡El tan esperado turno! Respiró hondo. Intentó, inútilmente, tranquilizarse. La llamada de la carne era más poderosa que todos los métodos de relajación que conocía. Respirar, suspirar y pensar en una tranquila cascada en mitad de un precioso valle no sirvió de nada. Ileana saltó, desde la posición erguida en la silla, hacia el plato de carne desconocida. Lo comió con las manos. ¿Dónde está la cubertería de plata? ¡A la mierda los cubiertos! No los necesitaba. Jamás los necesitó. Los cubiertos serían una molestia, impedirían que sus manos se manchases del viscoso jugo rosado que chorreaba de los trozos de carne por cada mordisco que daba. La sensación que tenía Ileana, en aquel momento, era la de tener todos los tesoros de su familia (los pendientes de su madre, el anillo de compromiso y los candelabros de oro) sobre sus manos. Y se los estaba comiendo. Notaba el sabor de la carne. Una carne que, a medida que la saboreaba, más convencida estaba de que no era ternera sino la mayor de las joyas de la comida. Se sentía poderosa. Sí, aquella era la palabra. Se sentía jodidamente poderosa por estar devorando la mayor joya de la familia.

Cuando las cuatro chicas terminaron de comer, brindaron las copas y bebieron al unísono del vino viejo. Jamás, en su vida, Ileana se había sentido tan saciada. Y no era solo por la comida, también por el poder. Se había atiborrado de poder. En su barriga solo quedaba un pequeño huequecito para el postre.

Un hombre vestido con una túnica del mismo color que el vestido de las chicas, entró en escena. No se le veía la cara, la tenía tapada por la capucha. El único rasgo del hombre que Ileana, y seguramente sus hermanas, vio de él fueron unos labios blancos envueltos en finas arrugas. Quién era importaba tanto como importaba que en la mesa no hubiera cubiertos. El hombre traía el postre en una bandeja de plata tapado para que no se enfriase. ¿Poste caliente? Extraño, pero tampoco importaba. Dejó la bandeja en el centro de la mesa y la destapó al mismo tiempo que decía:

-Espero que os guste,- los labios blancos dibujaron a una sonrisa siniestra. ¿Importaba? Claro que no.- Qué aproveche-.

El postre era la cabeza del animal que habían estado comiendo. Parecía una persona, una mujer. Ileana sabía que esa masa roja, en su día, fue una mujer. Le habían cortado el pelo, sacado los ojos y los dientes, cortado las orejas y hervido la piel. Era imposible distinguir si se trataba de un hombre, una mujer o un cerdo deforme. La razón por la que Ileana sabía perfectamente que, en verdad, esa cabeza hubo pertenecido a una mujer era la misma razón por la que conocía el valor exacto de cada objeto sobre la mesa.

Lo lógico sería que le entrasen unas ganas horribles de vomitar. Deseaba que su estómago le jugase una mala pasada y echase por la boca todo cuanto había comido. Era repugnante, al menos, le tenía que parecer repugnante la idea de haberse comido a una mujer de aquella manera tan horrible. Sin embargo, el gesto que Ileana hizo fue el de relamerse los labios y saborear el jugo rosado que recubría su boca. Mereide, Hilzara e Hilzare hicieron lo mismo. Los deseos del hombre de la túnica se harían realidad dentro de poco: A las chicas les iba a gustar mucho ese postre.

Las cuatro hermanas se abalanzaron al unísono, con las manos cargadas como garras y la boca abierta como si fuera las de un lobo salvaje, hacia el postre servido en medio de la mesa rectangular. En el postre, no había turnos. En el postre, las cuatro comerían a la vez. Se pelearían por quién se comía la lengua, quién comía los mordiscos a la carne más jugosa de las mejillas y quién daba el primer bocado al cerebro. Se peleaban, manchaban sus vestidos blancos de jugo rosado y se volvían a pelear. El hombre de la túnica, inmóvil presidiendo la mesa, seguía sonriendo. Todo el poder con el que Ileana se había atiborrado minutos antes, lo usó para golpear a Hilzare antes de que ella cogiese la lengua. El hombre de la túnica aplaudió. Mereide, más grande y fuerte, aprovechó la oportunidad al ver a sus hermanas golpearse para coger la lengua y comérsela a grandes mordiscos. Mientras, Hilzara, parecía un ratón al mordisquear la mejilla de la cabeza. ¡Cuánto poder y cuánto jugo rosado! La pelea, en sí misma, era otra joya familiar.


Ileana se despertó de un sobresalto. ¿Qué había sido todo eso? ¿Un sueño o, quizás una alucinación? Parecía tan real…. No tenía de qué culparse. Llevaba semanas sin dormir. Desde que falleció mamá no había podido conciliar bien el sueño. Lo intentaba cada día. Se echaba en su mullida cama, se encogía entre las sabanas y abrazaba el cojín. Pero, nada. Durante las noches, no hacía otra cosa más que llorar. ¿De qué se extrañaba si, durante la cena, tenía visiones? Era por la falta de sueño. Solo eso; por la falta de sueño.

Nerviosa, con las manos y piernas temblando, quiso asegurarse de que sobre la mesa de la cena no había ninguna joya como el vino viejo, el mantel de lino blanco y los candelabros de oro. Suspiró aliviada. No había nada de eso. Por supuesto, también se fijó que al lado de los platos de sopa caliente había cubiertos. Nunca, ver una simple cuchara de madera, se había alegrado tanto.
(Una visión, una pesadilla. Sí, solo había sido eso: Una pesadilla.)
(¿Se podía tener pesadillas estando despierta?)
(Sí, siempre que llevase semanas sin dormir.)

Papá presidía la mesa y no el hombre de la túnica blanco. Junto las manos sobre dos puños que puso en sus rodillas (está esperando a que nosotras demos el primer bocado a la carne de mujer) y dijo con una amarga sonrisa mirando directamente a los ojos de Ileana:

-Sé que no te resulta fácil, mi pequeña, pero tienes que comer. Tienes que ser fuerte. Hazlo por mí-.

Ileana se sentía avergonzada. Su padre se preocupaba más por ella que por él mismo. Cada noche, se esperaba en el marco de la puerta de la habitación a asegurarse de que la chica dejase de dar vueltas por la cama e hiciera algo similar a dormirse, aunque no dormía realmente. Ella, a cambio, no hacía otra cosa más que preocuparle por una simple alucinación. Papá tenía razón, tenía que ser fuerte (tenía que ser poderosa), lo haría por él. Cogió la cuchara de madera y probó la sopa. Papá sonrió amargamente de tal forma que acentuaba las arrugas que rodeaban sus labios.
(Son como las del hombre de la túnica blanca.)
(Quiere que coma la carne de mamá.)
(Sonríe mientras estoy comiéndome a mamá.)

-Gracias, mi querida-.

En la sopa flotaban pequeños trozos de carne que tenía el aspecto, color y sabor de la ternera. Tenía que ser ternera. ¿Qué otra cosa podría ser más que ternera? Ileana dio varios movimientos negativos con la cabeza para sacarse el recuerdo de la pesadilla que había tenido minutos antes. Era ternera. Pensar otra cosa sería estúpido. ¡Ternera! Miró a sus hermanas. Nada de garras en las manos, colmillos en la boca ni jugo rosado manchando sus vestidos blancos. ¡Ni siquiera llevaban vestidos blancos! Vestían con el mismo tipo ropa que todos los días. La sucia y pobre ropa de siempre. No había joyas sobre la mesa y la carne que flotaba en la sopa era ternera.

Terminado de comer la sopa, papá se levantó a por el postre. Mereide hizo la intención de levantarse e ir a ayudar a papá, pero éste le hizo sentarse de nuevo con un movimiento de manos. Cuando volvió al salón, lo hizo con una bandeja de plata sobre las manos. No hubo ninguna tapa que ocultase (la cabeza) el bizcocho que papá preparó durante la tarde.

 -Espero que os guste,- los labios de papá no eran blancos y no estaban sonriendo. ¿Importaba? Claro que sí.- Qué aproveche-.

Mereide, Hilzara e Hilzare saltaron de sus sillas para coger un trozo del bizcocho. Ileana, paralizada por el terror, se imaginó que sus hermanas se estaban pegando por coger el mejor trozo de la cabeza de mujer que había estado comiendo. ¡No! Lo que habían comido era sopa, no una mujer. Ileana hizo otros muchos movimientos negativos de cabeza, cada uno más rápido que el anterior. Tenía que quitarse, de una vez por todas, esas ideas. ¡Fue una pesadilla! No había dormido en semanas, era lógico tener ese tipo de alucinaciones. Seguir recordándolas no hacía más que ponerla más y más nerviosa.
(¿Lo ves? No hay joyas en la mesa. Hemos comido sopa de ternera. ¡TERNERA!)

-¿No te apetece un trozo?- papá se esforzó por mostrar una sonrisa agradable para hablar. –Pensé que te gustaría-.

-Estoy llena- sin darse cuenta, Ileana se alejó un palmó de la mesa.

-Más parte para nosotras- dijo Hilzara.

-Avariciosa,- Hilzare dio un golpecito a su gemela para seguir la broma.- Siempre te quedas con los mejores trozos-.

Ileana se alejó otro poco más de la mesa. En la pesadilla, Hilzara fue quien se quedó mordisqueando la cabeza (se quedó con el mejor trozo) mientras las otras se peleaban.

-¿Te encuentras bien?-

Mereide dejó de comer pastel para poner su brazo en el hombro de su hermana pequeña. Ella, se lo apartó de una palmada.

-Sí, estoy bien,- dejó salir una sonrisa nerviosa de sus labios- muy bien-.
(Me siento llena de poder y no voy a dejar que te quedes, esta vez, con la lengua de mamá. ¡ES MÍA, ME TOCA COMÉRMELA A MÍ!)

-No estás bien,- papá se levantó de la silla y sujetó Ileana de los hombros- deja que te lleve a la cama-.

-¡No me toques! Sé lo que pretendes,- amenazó a papá con una cuchara de madera.-no quiero que me toques-.

Hilzara e Hilzare levantaron la cabeza de sus platos para ver cómo su hermana se enloquecía por momentos.

-¡NO ME TOQUÉIS!-

Las gemelas tenían pequeñas migas del bizcocho en los labios. En la pesadilla (NO FUE UNA PESADILLA, SÉ LO QUE HE VISTO) de Ileana era jugo rosado lo que manchaba los labios las gemelas.

Papá cogió con fuerzas las manos de Ileana haciendo que tirase la cuchara de madera (EN LA MESA NO HAY CUBIERTOS) que usó como arma. Mereide le ayudaba cogiéndola de las piernas para que no patalease.

-¡SOLTADME!-

Ninguno de los ahí presentes sabía qué hacer con la Ileana. Se miraban los unos a los otros mientras que, mentalmente, se preguntaban (cómo cocinarla) qué podían hacer para tranquilizar a la pequeña de las cuatro hermanas.

Ileana consiguió zafarse mordiendo la mano con la que le sujetaba su padre y, acto seguido, golpeó la cara de su hermana. Se sentía rebosante de poder. Le temblaban los labios, las manos y las piernas. Esta noche, sería ella quien se llevaría la lengua y comería los trozos más jugosos de la mejilla.

-¡No vais a hacerme lo que habéis hecho a mamá, no os dejaré!-

Corrió. ¿Hacia dónde? No lo supo hasta que no se chocó contra el cristal de la ventana y cayó al suelo inconsciente. Al despertar, su cuerpo estaba repleto de cicatrices por los cortes que se había hecho al chocarse contra el cristal. Le ardía la espalda, se había caído desde un primer piso. ¿El salón estaba en el piso de arriba? El salón dónde estaban las joyas de la familia sí.

Papá la miraba fijamente. Ileana lo vio cómo nunca lo había visto antes, y no porque se fijase en todos los detalles de su cara. No, el cerebro de Ileana obvio la calva de su padre, los ojos de color ámbar y la nariz chata. Ella solamente veía los labios blancos envueltos en finas arrugas moverse al mismo tiempo que decían con una voz tan clara que no podía ser una pesadilla:

-Qué aproveche-.

8 comentarios:

  1. Uffff he vivido cada escena como si estuviera allí Muy bien descrito.
    Sueño o no, el no dormir trae las peores pesadillas...
    Un abrazo.

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    1. Creo que, lo que has dicho, es uno de los mayores halagos que podría haber recibido. Pretendía eso, hacer sentir a quienes leyesen la historia, lo mismo que yo sentí al escribirla. Sinceramente, soy muy inseguro y pensé que no lo lograría... Tu halago me demuestra lo contrario. Muchas gracias ^.^

      ¡Un abrazo!

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  2. Me dio escalofríos desde el principio hasta el final. Terror por partida doble, tanto en el sueño como en la realidad.
    Muy buen relato.
    ¡Saludos!

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    1. ¿Y quién dice que en el sueño no haya parte de realidad? Yo, personalmente, ni lo afirmo ni lo desmiento. Que sea el lector que piense lo que quiera jajajajaja.

      Me alegro de haberte aterrado Cyn. ¡Un abrazo!

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  3. Vaya pedazo de relato Joel, me ha encantado y me ha mantenido atrapado delante de la pantalla de principio a final. ¿Pesadilla o realidad? ¿O tal vez una mezcla de ambas? A mi me has hecho pensar en que todo ha sido real y en que muchas de las observaciones de la protagonista son intentos racionales de asimilarlo, jeje. Me encantan las descripciones, aunque me gustaría darte un pequeño consejo. Y es que te recomiendo que vigiles con las repeticiones y busques mas sinónimos o intentes darle una vuelta de tuerca a la frase. A mi es algo que me pasa, y aunque tal vez sea una manía personal, siempre intento arreglarlo, jeje. Un abrazo! ; )

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    1. Eso es lo que quiero, justo eso: Consejos. Escribir lo puede hacer cualquiera, pero escribir bien... Ah, amigo, eso lo saben hacer muy poquitos. El tema de las repeticiones es un problema que tengo. Hay veces que me repetido a sabiendas, como lo del "vino rosado, mantel de vino...", para enseñar al lector que esas son cosas del sueño y cuando Ileana los nombra, lo hace porque cree el sueño se está mezclando con la realidad (o, quizás, la realidad se mezcle con el sueño). En cambio, hay otras veces, que me repito sin darme cuenta y hago que la narración demasiado repetitiva de lo que ya es de por sí.

      Muchas gracias, y de verdad, ¡GRACIAS! Me alegro haberte aterrado y hecho pensar en si todo es real o solo una parte o nada..., pero más me agradezco que te hayas tomado la molestia de regalarme un consejo nuevo. ¡Un abrazo!

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  4. ¿Sabes qué? Hay una Idril esperándote por ahí, lo verás...

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