No es de extrañar que de uno de los Dioses de los humanos de
Azäir tuviese la figura de un herrero. Su nombre era Tsangjein, maestro del
fuego y conocedor de todos los metales habidos y por haber. Su hogar, que
también como fragua, era interior de un volcán de nubes. Se decía que los
truenos y los rayos eran causados por los golpes de martillo que Tsangjein
realiza en su yunque de nubes. Gjein fue llamado así en honor del Dios herrero.
Pertenecía a una familia de trabajadores del metal, su abuelo era minero igual
que su padre. Gjein, desde el primer día que nació, estaba vaticinado a
arrendar una fragua y trabajar como herrero. No hubo mayor honor para su padre
que su hijo tuviera una fragua propia y no hubo mayor ilusión para el hijo que
seguir los pasos de su nombre, los pasos de un Dios. ¡Qué Tsangjein le honrase,
a él y a su familia!
Gjein se sentía en la fragua como un demonio envuelto en
llamas, como un alquimista trabajando con el fuego y las chispas de colores y,
en última instancia, como el propio Dios Tsangjein golpeando ese yunque de nubes
que hacía aparecer los rayos y los truenos. ¡Qué Tsangjein le honrase, a él y a
su trabajo! No había nadie en toda Azäir que se merecía más la virtud de un
Dios que el mismísimo Gjein. Todos, en la aldea, consideraban que si Tsangjein
tenía que escuchar los rezos de un humano y cumpliros, como era su deber, serían
los rezos de Gjein. No eran pocos los que acudían a contar sus plegarias al
herrero con tal que él, después, se los transmitiese al Dios. A Gjein le
escucharían antes, todos en aldea estaban convencidos de ellos; Gjein era lo
más parecido a un hijo que Tsangjein podía tener.
Se equivocaron.
Una noche de luna y tormenta, las noches preferidas de Gjein
pues eran las noches en las que podía ver todo el poder del Dios Herrero, el
hombre que tuvo la osadía de exigir la virtud de un Dios escuchó, mientras
estaba cómodamente durmiendo, un sonido agudo en su oreja izquierda: Nyic- nyic.
Era como la canción de un grillo o como escuchar a una cucaracha correr a su
lado. Nyic-nyic. Un ruido lo suficientemente molesto como para despertarle
hasta dos veces a lo largo de la noche en menos de diez minutos y lo
escasamente molesto como para despertarle una tercera vez. Nyic-nyic. Siguió
sonando por encima de los graves ronquidos del herrero.
Al despertar, Gjein no recordó haber escuchado nada. Se
rascó la izquierda le picaba, la tenía roja e hinchada. Luego, se olvidó del
picor como se hubo olvidado de los nyic-nyic. Desayunó pan de centeno con
mantequilla y un huevo frito, igual como cada mañana, y fue directo a la
fragua. O, al menos, su primera intención fue llegar a su lugar de trabajo. Por
alguna razón que desconocía, la fragua, no estaba dónde él creía que estaba. Siempre
había estado en el norte de la aldea. Estaba completamente seguro que su fragua
estaba ahí. No podía ser que hubiera desaparecido en una única mañana. Tal vez
estuviera demasiado cansado y se habría confundido de camino. Había pasado una
mala noche en la que se había despertado un par de veces por un motivo que no
recordaba. Era normal, incluso, se podría decir que estaba en su derecho de
haberse confundido. Gjein dio media vuelta y se dirigió hacia el sur de la
aldea. Mientras caminaba olvidó haber estado cansado, haberse despertado
durante la noche y haberse equivocado de dirección.
Esta vez sí, la fragua estaba en su lugar. Justo donde tenía
que estar. ¡Qué Tsangjein le bendijera con la virtud de su palabra!
El herrero cogió la llave de la fragua y la intentó meter
dentro de la cerradura. Cuál fue su sorpresa que la llave no cabía ahí dentro.
Gjein se abrió completamente los ojos de la impresión y se rascó la barba
grisea al mismo tiempo que contemplaba la llave dándola vueltas sobre sí misma
para asegurarse de que era esa. ¿Lo era? No tenía otra llave. Tanto su casa
como la fragua tenían el mismo estilo de cerradura y, unos minutos antes, había
cerrado su casa con esa misma llave. ¿Estaba seguro que lo había hecho? Creía
que sí. No podía haberse olvidado de algo tan simple y cotidiana como cerrar la
puerta con llave al salir de casa.
-Buenos días Gjein,- un joven hombre delgado con cabello
negro y camisa blanca interrumpió el análisis de la llave por parte del
herrero- espero que acabes pronto la gradilla que te pedí. Mi mujer la necesita
para hacer la comida-.
-Disculpe caballero, ¿le conozco?-
-¿Estás de broma?- contestó el desconocido riéndose y dando
una palmada al hombro del herrero. Tras el golpe, se escuchó el sonido de
nyic-nyic pero era tan suave que nadie ninguno de los dos le hizo caso.-
Conozco todos tus trucos y no te servirán conmigo. Acaba la gradilla, no hagas
que me lamente por haberte pagado la mitad por adelantado-.
El desconocido se fue por el camino contrario por donde
había venido y Gjein se vio solo y confuso con una llave en las manos que ni
sabía de dónde era ni sabía que hacía con ella. El herrero se dio cuenta que
estaba cogiendo la llave la lleve al revés; tal vez sería porque aquel
desconocido se la acababa de entregar. Recordaba, muy vagamente, que había
estado hablando con él acerca de un encargo. Quizás Gjein tuviera que hacer
algo con esa llave. No lo sabía, para el herrero era difícil llenar los huecos
en su memoria. Se sentía como en un sueño donde un millar de sucesos pasan al
mismo tiempo sin orden ni lógica y tenía que utilizar toda su inventiva para
poder enlazar las escenas confusas de un mismo sueño. ¿Para qué? Para nada,
pues al despertar, no recordaría qué había soñado, igual que ahora que no
recordaba qué estaba haciendo delante de una fragua que creía no haber visto
nunca hasta aquel momento.
Nyic-nyic volvió a sonar en su cabeza seguido de un ruido
similar al de un perro hambriento devorando los huesos sobrantes de la comida.
Nyic-nyci y crac-crac. Gjein olvidó qué había visto a alguien y olvidó haber
escuchado nada. Nyic-nyci y crac-crac.
-¡Dioses benditos!- una anciana gritó a la espalda de Gjein-
¡Mirad qué oreja!- el herrero olvidó haber escuchado a una vieja gritar y siguió
mirando la puerta de la fragua pensando de quién sería y qué hacía allí
delante.
-¡Parece un tomate podrido!- eran las voces de unos niños.-
¡Tomate Podrido, Tomate Podrido!- gritaron señalando la oreja inflamada del
herrero.
Gjein se giró ante tanto escándalo y miró a los niños con
gesto vacilante. Acababa de olvidar que habían estado gritando y solo se
preguntó por qué le señalaban y se reían de él.
-¿Qué te ha sucedido Gjein?- era el hombre de antes, solo
que el herrero olvidó que había hablado con él hacía apenas escasos minutos.
-¿Te has vuelto a quemar con el hierro rojo?- el hombre río pero a Gjein no le
hizo gracia.
-¡Es un Tomate Podrido, Tomate Podrido, Tomate Podrido!-
corearon los niños al unísono.
-Qué los Dioses nos guarden.- la vieja señaló con la mano
que no sujetaba u bastón la oreja en forma de tomate podrido. Un insecto de
cien patas, boca acabada de en pinza y del tamaño de una hormiga salía de ella.
Mordió la carne de la oreja, escupió una baba blanca y se volvió a meter por el
mismo lugar por donde había salido. ¿Qué era eso? Gjein podría tener la
respuesta a ello pero no se acordaba, tampoco recordó el dolor de la mordida.
La vieja fue quien dio el nombre del bicho: -Nyítol. Gjein tiene nyítoles-.
-Parece un piojo. Tomate Podrido tiene piojos, tiene piojos-
los niños continuaron con sus bromas y sus canciones infantiles.
-¡Niños, alejaos de él!- El hombre que seguía siendo un
desconocido fue quien cogió a los niños y los apartó de Gjein, ahora llamado
Tomate Podrido.
-Un nyítol no es como un piojo, aunque se parecen- comenzó a
relatar la anciana- hay quien dice que los nyítoles son los piojos de los
demonios. Estos bichos entran por la oreja y comen las sustancias más blandas
que encuentran en nuestra cabeza; su alimento preferido es la memoria-.
-¿Y si me contagio de ítoles no me acordaré de quién mi
mamá?- preguntó uno de los niños.
-Oye, Tomate Podrido, ¿tú sabes quién es tú mamá?- otro
niño, más valiente y estúpido, se adelantó un par de pasos para hablar con el
infectado.
-¿Mamá?-
-No, no lo sabe- dijo la anciana- y se llaman nyítoles. Los
ítoles son otra cosa-.
Otros muchos hombres y mujeres se habían reunido para ver al
hombre que no recordaba ni ser herrero ni llamarse Gjein. ¡Qué Tsangjein lo
tenga en su gloria! Lo más piadoso hubiera sido matar al enfermo. No fueron
pocos los hombres que habían propuesto esta opción, entre ellos el hombre que
ya daba por hecho que jamás tendría su gradilla acabada. Sin embargo, por
respecto a la anciana y sabía señora, que juraba haber visto esa enfermedad
otras veces, se decidió atrapar a los nyítoles.
Cuatro hombres fuertes, la anciana y el enfermo entraron a
la fragua. Los que no estaban infectados de nyítoles se habían tapado las
orejas izquierdas, lugar por donde entraban los insectos, con un pedazo de algodón.
La anciana había dicho que era una prevención inútil que si un nyítol tenía que
pasar se comería el algodón sin ninguna dificultad, pero tener algo tapando la
oreja era mejor que llevarla descubierta. Dos de los hombres fuertes ataron a
Gjein en su propia mesa de trabajo, él no la reconoció y creyó estar encima de
la camilla de un hospital. Luego, olvidó qué era un hospital y pensó que le
estaban torturando para robarle todo lo que tuviera, aunque no recordase qué
era lo que tenía. Más tarde, también olvidó esa idea y solo se quedó quieto en
la mesa de trabajo completamente sumiso. Los otros dos hombres prepararon el
soplador del herrero y lo encararon a su oreja derecha. Por la Izquierda, la
anciana esperaba con dos potes, uno en cada mano, el primero estaba vacío y el
otro estaba lleno de miel.
La anciana encaró el frasco de miel en la oreja izquierda,
la que tenía forma de tomate podrido, el dulce aroma atraería a los piojos de
los demonios. Luego, hizo una señal a los hombres para que, inmediatamente,
comenzasen a presionar el soplador. Los nyítoles, todos sin excepción salieron
disparados por la misma oreja que habían entrado. Nyic-nyic se escuchaba por
cada uno de ellos, había más de doscientos. Unos pocos tenían trozos de carne
blanca en su boca de pinza. Éstos, aparte de hacer nyic-nyic, hacían crac-crac.
La anciana, con toda su destreza, consiguió atrapar a todos los insectos en el
pote vacío. La miel estaba cara para tener que ensuciarla con nyítoles.
Gjein, quien se pasó a llamar Tomate Podrido, tuvo que
rehacer todos los recuerdos que había conseguido al cabo de su vida. No
recordaba quiénes eran sus padres, a qué Dios rezaba, en qué trabajaba, cómo se
llamaba… por no recordar no recordaba ni tan siquiera qué era un árbol o qué
era el fuego. El árbol era marrón y tenía cosas verdes entre sus brazos y el
fuego era rojo y al tocarlo quemaba. ¿Qué era marrón, que eran brazos y que era
quema? No sabía absolutamente nada. Era un milagro que supiera hablar. Al
menos, la anciana, había llegado a tiempo para que a Tomate Podrido no se le
olvidase hablar.
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