viernes, 9 de diciembre de 2016

Nyítol

No es de extrañar que de uno de los Dioses de los humanos de Azäir tuviese la figura de un herrero. Su nombre era Tsangjein, maestro del fuego y conocedor de todos los metales habidos y por haber. Su hogar, que también como fragua, era interior de un volcán de nubes. Se decía que los truenos y los rayos eran causados por los golpes de martillo que Tsangjein realiza en su yunque de nubes. Gjein fue llamado así en honor del Dios herrero. Pertenecía a una familia de trabajadores del metal, su abuelo era minero igual que su padre. Gjein, desde el primer día que nació, estaba vaticinado a arrendar una fragua y trabajar como herrero. No hubo mayor honor para su padre que su hijo tuviera una fragua propia y no hubo mayor ilusión para el hijo que seguir los pasos de su nombre, los pasos de un Dios. ¡Qué Tsangjein le honrase, a él y a su familia!

Gjein se sentía en la fragua como un demonio envuelto en llamas, como un alquimista trabajando con el fuego y las chispas de colores y, en última instancia, como el propio Dios Tsangjein golpeando ese yunque de nubes que hacía aparecer los rayos y los truenos. ¡Qué Tsangjein le honrase, a él y a su trabajo! No había nadie en toda Azäir que se merecía más la virtud de un Dios que el mismísimo Gjein. Todos, en la aldea, consideraban que si Tsangjein tenía que escuchar los rezos de un humano y cumpliros, como era su deber, serían los rezos de Gjein. No eran pocos los que acudían a contar sus plegarias al herrero con tal que él, después, se los transmitiese al Dios. A Gjein le escucharían antes, todos en aldea estaban convencidos de ellos; Gjein era lo más parecido a un hijo que Tsangjein podía tener.

Se equivocaron.

Una noche de luna y tormenta, las noches preferidas de Gjein pues eran las noches en las que podía ver todo el poder del Dios Herrero, el hombre que tuvo la osadía de exigir la virtud de un Dios escuchó, mientras estaba cómodamente durmiendo, un sonido agudo en su oreja izquierda: Nyic- nyic. Era como la canción de un grillo o como escuchar a una cucaracha correr a su lado. Nyic-nyic. Un ruido lo suficientemente molesto como para despertarle hasta dos veces a lo largo de la noche en menos de diez minutos y lo escasamente molesto como para despertarle una tercera vez. Nyic-nyic. Siguió sonando por encima de los graves ronquidos del herrero.

Al despertar, Gjein no recordó haber escuchado nada. Se rascó la izquierda le picaba, la tenía roja e hinchada. Luego, se olvidó del picor como se hubo olvidado de los nyic-nyic. Desayunó pan de centeno con mantequilla y un huevo frito, igual como cada mañana, y fue directo a la fragua. O, al menos, su primera intención fue llegar a su lugar de trabajo. Por alguna razón que desconocía, la fragua, no estaba dónde él creía que estaba. Siempre había estado en el norte de la aldea. Estaba completamente seguro que su fragua estaba ahí. No podía ser que hubiera desaparecido en una única mañana. Tal vez estuviera demasiado cansado y se habría confundido de camino. Había pasado una mala noche en la que se había despertado un par de veces por un motivo que no recordaba. Era normal, incluso, se podría decir que estaba en su derecho de haberse confundido. Gjein dio media vuelta y se dirigió hacia el sur de la aldea. Mientras caminaba olvidó haber estado cansado, haberse despertado durante la noche y haberse equivocado de dirección.

Esta vez sí, la fragua estaba en su lugar. Justo donde tenía que estar. ¡Qué Tsangjein le bendijera con la virtud de su palabra!

El herrero cogió la llave de la fragua y la intentó meter dentro de la cerradura. Cuál fue su sorpresa que la llave no cabía ahí dentro. Gjein se abrió completamente los ojos de la impresión y se rascó la barba grisea al mismo tiempo que contemplaba la llave dándola vueltas sobre sí misma para asegurarse de que era esa. ¿Lo era? No tenía otra llave. Tanto su casa como la fragua tenían el mismo estilo de cerradura y, unos minutos antes, había cerrado su casa con esa misma llave. ¿Estaba seguro que lo había hecho? Creía que sí. No podía haberse olvidado de algo tan simple y cotidiana como cerrar la puerta con llave al salir de casa.

-Buenos días Gjein,- un joven hombre delgado con cabello negro y camisa blanca interrumpió el análisis de la llave por parte del herrero- espero que acabes pronto la gradilla que te pedí. Mi mujer la necesita para hacer la comida-.

-Disculpe caballero, ¿le conozco?-

-¿Estás de broma?- contestó el desconocido riéndose y dando una palmada al hombro del herrero. Tras el golpe, se escuchó el sonido de nyic-nyic pero era tan suave que nadie ninguno de los dos le hizo caso.- Conozco todos tus trucos y no te servirán conmigo. Acaba la gradilla, no hagas que me lamente por haberte pagado la mitad por adelantado-.

El desconocido se fue por el camino contrario por donde había venido y Gjein se vio solo y confuso con una llave en las manos que ni sabía de dónde era ni sabía que hacía con ella. El herrero se dio cuenta que estaba cogiendo la llave la lleve al revés; tal vez sería porque aquel desconocido se la acababa de entregar. Recordaba, muy vagamente, que había estado hablando con él acerca de un encargo. Quizás Gjein tuviera que hacer algo con esa llave. No lo sabía, para el herrero era difícil llenar los huecos en su memoria. Se sentía como en un sueño donde un millar de sucesos pasan al mismo tiempo sin orden ni lógica y tenía que utilizar toda su inventiva para poder enlazar las escenas confusas de un mismo sueño. ¿Para qué? Para nada, pues al despertar, no recordaría qué había soñado, igual que ahora que no recordaba qué estaba haciendo delante de una fragua que creía no haber visto nunca hasta aquel momento.

Nyic-nyic volvió a sonar en su cabeza seguido de un ruido similar al de un perro hambriento devorando los huesos sobrantes de la comida. Nyic-nyci y crac-crac. Gjein olvidó qué había visto a alguien y olvidó haber escuchado nada. Nyic-nyci y crac-crac.

-¡Dioses benditos!- una anciana gritó a la espalda de Gjein- ¡Mirad qué oreja!- el herrero olvidó haber escuchado a una vieja gritar y siguió mirando la puerta de la fragua pensando de quién sería y qué hacía allí delante.

-¡Parece un tomate podrido!- eran las voces de unos niños.- ¡Tomate Podrido, Tomate Podrido!- gritaron señalando la oreja inflamada del herrero.

Gjein se giró ante tanto escándalo y miró a los niños con gesto vacilante. Acababa de olvidar que habían estado gritando y solo se preguntó por qué le señalaban y se reían de él.

-¿Qué te ha sucedido Gjein?- era el hombre de antes, solo que el herrero olvidó que había hablado con él hacía apenas escasos minutos. -¿Te has vuelto a quemar con el hierro rojo?- el hombre río pero a Gjein no le hizo gracia.

-¡Es un Tomate Podrido, Tomate Podrido, Tomate Podrido!- corearon los niños al unísono.

-Qué los Dioses nos guarden.- la vieja señaló con la mano que no sujetaba u bastón la oreja en forma de tomate podrido. Un insecto de cien patas, boca acabada de en pinza y del tamaño de una hormiga salía de ella. Mordió la carne de la oreja, escupió una baba blanca y se volvió a meter por el mismo lugar por donde había salido. ¿Qué era eso? Gjein podría tener la respuesta a ello pero no se acordaba, tampoco recordó el dolor de la mordida. La vieja fue quien dio el nombre del bicho: -Nyítol. Gjein tiene nyítoles-.


-Parece un piojo. Tomate Podrido tiene piojos, tiene piojos- los niños continuaron con sus bromas y sus canciones infantiles.

-¡Niños, alejaos de él!- El hombre que seguía siendo un desconocido fue quien cogió a los niños y los apartó de Gjein, ahora llamado Tomate Podrido.

-Un nyítol no es como un piojo, aunque se parecen- comenzó a relatar la anciana- hay quien dice que los nyítoles son los piojos de los demonios. Estos bichos entran por la oreja y comen las sustancias más blandas que encuentran en nuestra cabeza; su alimento preferido es la memoria-.

-¿Y si me contagio de ítoles no me acordaré de quién mi mamá?- preguntó uno de los niños.

-Oye, Tomate Podrido, ¿tú sabes quién es tú mamá?- otro niño, más valiente y estúpido, se adelantó un par de pasos para hablar con el infectado.

-¿Mamá?-

-No, no lo sabe- dijo la anciana- y se llaman nyítoles. Los ítoles son otra cosa-.

Otros muchos hombres y mujeres se habían reunido para ver al hombre que no recordaba ni ser herrero ni llamarse Gjein. ¡Qué Tsangjein lo tenga en su gloria! Lo más piadoso hubiera sido matar al enfermo. No fueron pocos los hombres que habían propuesto esta opción, entre ellos el hombre que ya daba por hecho que jamás tendría su gradilla acabada. Sin embargo, por respecto a la anciana y sabía señora, que juraba haber visto esa enfermedad otras veces, se decidió atrapar a los nyítoles.

Cuatro hombres fuertes, la anciana y el enfermo entraron a la fragua. Los que no estaban infectados de nyítoles se habían tapado las orejas izquierdas, lugar por donde entraban los insectos, con un pedazo de algodón. La anciana había dicho que era una prevención inútil que si un nyítol tenía que pasar se comería el algodón sin ninguna dificultad, pero tener algo tapando la oreja era mejor que llevarla descubierta. Dos de los hombres fuertes ataron a Gjein en su propia mesa de trabajo, él no la reconoció y creyó estar encima de la camilla de un hospital. Luego, olvidó qué era un hospital y pensó que le estaban torturando para robarle todo lo que tuviera, aunque no recordase qué era lo que tenía. Más tarde, también olvidó esa idea y solo se quedó quieto en la mesa de trabajo completamente sumiso. Los otros dos hombres prepararon el soplador del herrero y lo encararon a su oreja derecha. Por la Izquierda, la anciana esperaba con dos potes, uno en cada mano, el primero estaba vacío y el otro estaba lleno de miel.

La anciana encaró el frasco de miel en la oreja izquierda, la que tenía forma de tomate podrido, el dulce aroma atraería a los piojos de los demonios. Luego, hizo una señal a los hombres para que, inmediatamente, comenzasen a presionar el soplador. Los nyítoles, todos sin excepción salieron disparados por la misma oreja que habían entrado. Nyic-nyic se escuchaba por cada uno de ellos, había más de doscientos. Unos pocos tenían trozos de carne blanca en su boca de pinza. Éstos, aparte de hacer nyic-nyic, hacían crac-crac. La anciana, con toda su destreza, consiguió atrapar a todos los insectos en el pote vacío. La miel estaba cara para tener que ensuciarla con nyítoles.


Gjein, quien se pasó a llamar Tomate Podrido, tuvo que rehacer todos los recuerdos que había conseguido al cabo de su vida. No recordaba quiénes eran sus padres, a qué Dios rezaba, en qué trabajaba, cómo se llamaba… por no recordar no recordaba ni tan siquiera qué era un árbol o qué era el fuego. El árbol era marrón y tenía cosas verdes entre sus brazos y el fuego era rojo y al tocarlo quemaba. ¿Qué era marrón, que eran brazos y que era quema? No sabía absolutamente nada. Era un milagro que supiera hablar. Al menos, la anciana, había llegado a tiempo para que a Tomate Podrido no se le olvidase hablar.    

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