Irónico, ¿verdad? Se suponía que los cerezos eran los
árboles del amor. ¡¿A cuántas parejas había visto acampar bajo las ramas de un
cerezo y disfrutar de su sombra?! Muchas e incluso, para su desgracia, llegaban
a ser demasiadas. El joven, desgraciado entre los desgraciados y de nombre
Gambrinus, maldecía a cada una de las parejas que había visto a lo largo de su
vida al mismo tiempo que lanzaba una soga por encima la rama más gruesa de uno
de los cerezos del jardín.
Estaba decidido. Lo iba a hacer. Esa sería su pequeña venganza personal contra todos aquellos enamorados que se habían pavoneado delante de sus narices mientras el lloraba el amor de la bella y dulce Margarita. Se iba a suicidar y lo iba a hacer en un cerezo, en la misma clase de árbol que todas las parejas de Azäir utilizaban para celebrar su amor.
¡Malditos fueran ellos y los cerezos!
-¡¿Margarita, ¿por qué jamás me quisiste?!- gritó en una pregunta y, acto seguido, se aseguró que el nudo de la soga estuviera bien hecho.
Tras pensarlo dos veces, aquella misma pregunta, la podía
ampliar a todas las mujeres. Ni las putas lo querían. Gambrinus era un chico
pobre, escuálido y apestaba a orina. Tenía suerte si es que una mujer lo
miraba. La mayoría, incluida Margarita, giraban la cabeza para evitar ver sus
ojos brillantes de ratoncillo.
-Margarita…- suspiró.
Hizo un último gran lloro esperando a que, de repente, Margarita apareciese por
detrás de un árbol (¡por favor que no fuera un cerezo!) para impedir que no cometiese
la peor decisión de su vida.
Y de la nada, literalmente, apareció la que tal vez sería la
única persona dispuesta de ayudar al maloliente Gambrinus. El anciano vestía de
una forma tan elegante que resultaba extravagante: Chistera y esmoquin de color
rojo, una camisa tan blanca que resplandecía a la luz del sol y unos zapatos
negros que no se ensuciaban al caminar por la húmeda tierra del jardín de los
cerezos. Tan solo con ver a aquel hombre, Gambrinus, sorprendido y atraído por
la curiosidad, dejó caer la soga.
-¡Gambrinus!- el anciano levantó los brazos con una energía
impropia de alguien de su edad y fue corriendo a abrazar al suicida- Mi buen
amigo Gambrinus, desgraciado entre los desgraciados, con ojos de ratón y
perfume de orina.-
¿A qué había ido, a burlarse de él o a abrazarle como un
amigo? Y otra pregunta más importante: ¿A caso alguien en su sano juicio
consideraría a Gambrinus como un buen amigo? El joven herido de amor no supo
contestar a las preguntas que reinaban en su mente. Ya era demasiado tarde.
Había asumido su desdicha. No tenía amigos ni nadie que lo abrazase. El anciano
del esmoquin rojo solo sería un producto de su imaginación. ¡Sí, eso tenía que
ser! No había otra explicación. Que se hubiera vuelto loco era mucho más
probable que alguien quisiera abrazarle.
Después de unos segundos de sorpresa y meditación, Gambrinus
optó por la elección más sencilla y lógica que se le ocurrió: ignorar al anciano
del esmoquin y seguir con su objetivo de abandonar toda vida y toda pena. Con
un empujón, apartó al anciano y recogió la soga del suelo.
-El orgullo de una mujer no es motivo de suicidio.- el viejo
hizo un movimiento con el dedo índice como si fuera un profesor riñendo a un
alumno –Quieres olvidarla, ¿verdad que
sí? No me digas que no. Te conozco que eras ese niño que perseguía a los perros
callejeros de la ciudad de Kortrick pensando que te llevarían a una cueva llena
de tesoros y pulgas, – removió el pelo grasoso del joven- y ya veo que
conseguiste las pulgas- finalizó con una carcajada.
-¡Déjame!- Gambrinus también quiso preguntar cómo podía
saber a qué jugaba de pequeño si no recordaba haber visto jamás a aquel hombre;
sin embargo se decantó, de nuevo, por lo más simple: gritar.- ¡Largo, tú no
sabes nada de mí!-
-No digas mentiras Gambrinus,- el viejo le golpeó su nariz
con el mismo dedo que le había renegado antes- lo sé absolutamente todo sobre
ti. Y también lo sé todo sobre Margarita. Pero, ¿dónde están mis modales? Tú no
sabes nada sobre mí. Ni siquiera cómo me llamo: Mi nombre es Ruud- hizo un
reverencia con una inclinación tan majestuosa que hizo sentir a Gambrinus como
un rey.- y tengo un regalo para ti.-
-¿Un regalo?- de nuevo soltó la soga e hizo la intención de
coger el supuesto regalo.
-¡Exacto!- dio un par de pasos hacia atrás para que
Gambrinus no le cogiera. –Te regalo la felicidad, fortuna y el mejor don para conquistar
a cualquier mujer que te propongas. Con todo lo que ofrezco, olvidarás a
Margarita por y para siempre-.
Del bolsillo interior de la chaqueta del esmoquin rojo, sacó
lo que parecía ser un frasco de cristal con un líquido de color amarillo en su
interior. ¡Una poción! Así que eso era. No era un producto de su imaginación,
un amigo a quien abrazar ni siquiera alguien que había ido a reírse de él; Ruud
era un mago. Una de esas personas mágicas y maravillosas que ayudaban a quien
fuera que estuviera en peligro. Por todos los Dioses de Azäir, los que conocía
y los que no, estaba salvado.
-No tan deprisa,- con el ya famoso dedo índice, el viejo
volvió a sermonear a Gambrinus por acercarse tanto- aunque seamos amigos mis
servicios no son gratuitos-.
-¿Qué es lo que quieres?- los bolsillos de Gambrinus estaban
vacíos, pero a esas alturas, le daba igual qué ofrecerle con tal de que el
supuesto mago le hiciera olvidar a la bella y dulce Margarita y le hiciera
feliz. -¡Te lo daré! Lo que sea-.
-Dentro de setenta años volveré a buscarte,- Ruud sonrió de oreja
a oreja a la vez que puso en manos del chico la valiosa poción- para entonces
serás un hombre de éxito y no te importará que te lleve conmigo-.
El viejo desapareció en el mismo momento en que el frasco de
cristal tocó las manos de Gambrinus. ¿Era real? La poción, al menos, sí lo era.
Ahí estaba el frasco, entre sus dos manos. Lo cogía como si fuera el tesoro que
buscaba de niño al perseguir los perros callejeros. Cogió aire, destapó el
frasco y bebió todo el líquido amarillo de un solo trago.
Por arte de magia, la misma magia que hizo aparecer al viejo
del esmoquin rojo de enfrente suya cuando más lo necesitaba, los cerezos
desaparecieron para dar lugar a una inmensa plantación de cebada y grandes
edificios con el letrero de “Cervecería Gambrinus”. ¿De verdad era suyo? Los
trabajadores que salieron de las fábricas de destilería así lo aseguraron;
Gambrinus era el propietario de todo aquel lugar. Pero, para tener tantas propiedades
haría falta dinero, mucho dinero. Y así era, los bolsillos se le llenaron de
monedas de oro y plata, sus dedos se recubrieron de anillos y de su cuello
colgaba un lujoso colgante de oro que pesaba incluso más que él. ¿Pero qué
había de la ropa? El señor de todas aquellas cervecerías no podía vestir como
un simple y asqueroso plebeyo, menos aun si tenía el orgullo de lucir tantas
joyas. La magia de la pócima también hizo su efecto en su vestimenta. Fuera los
viejos harapos de pobre. Ahora, Gambrinus vestía como un rey.
La buena fortuna duró setenta años. El viejo Ruud no mintió.
Setenta años de éxito, mujeres y felicidad. ¿Margarita, quién era ella? Gambrinus
la olvidó por completo. Era un hombre nuevo. Vivía en un enorme castillo, se
codeaba con los reyes de toda Azäir,
vivió lo suficiente como para estar con todas las mujeres que una vez le
hubieron rechazado y castigar a todos los hombres que una vez se rieron de él.
Era tan grande la fortuna que había amasado vendiendo y distribuyendo la
cerveza marcada con su nombre, que más de un rey se arrodilló a sus pies. Era
el rey entre reyes. La corona de oro y rubíes que hizo que le fabricasen así lo
confirmaba. Por setenta años exactos de su encuentro con el viejo Ruud, fue un
rey.
El tiempo pasó tan deprisa que no se dio cuenta que habían
pasado los setenta años hasta que el anciano llamó un mal día a su castillo.
Gambrinus había envejecido considerablemente, Ruud seguía exactamente igual,
con el mismo esmoquin rojo impoluto.
-Mi buen amigo Gambrinus,- lo abrazó como la primera vez-
dime, ¿te lo has pasado bien?-
-¿Qué es lo que quieres?- tras haber sido considerado como
un Rey, Gambrinus había adoptado el orgullo y la arrogancia propia de la alta sociedad.
-¡A ti, por supuesto!-
La conversación terminó en ese mismo instante. La arrugada piel
de Gambrinus comenzó a derretirse dando lugar a una capa de líquido muy espeso.
Las cuencas de sus ojos se comenzaron a llenar de la cerveza que Gambrinus
había estado vendiendo durante setenta años. Apestaba a cebada, la que había
sido tratada y estaba a punto de destilarse. Por extraño que pareciese, el dolor
era causado únicamente por el miedo a no saber qué le estaba sucediendo.
Gambrinus era consciente que la transformación en sí no le causaba ni el menor
de los sufrimientos. ¿Por qué? Ruud dio una vaga explicación como le estuviera
leyendo el pensamiento.
-¡Te gusta en lo que te has estado convirtiendo!-
Gambrinus intentó gritar pero la boca se le llenó de cerveza,
todo su cuerpo estaba recubierto de cerveza. O eso fue lo que pensó el autoproclamado
rey de reyes, en realidad él mismo era la cerveza. Bajo la corona de oro y
rubíes, los preciosos anillos y las lujosas ropas quedó el líquido amarillo que
antes fue Gambrinus y un demonio disfrazado de anciano lo recogió con un frasco
de cristal. ¡Lista! Otra poción para otro desgraciado entre los desgraciados.
(Adaptación de la leyenda popular de origen alemán. Gambrinus)
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