Tiempo atrás, cuando tenía dos piernas en lugar de cuatro,
había sido un aclamado y apuesto poeta famoso por encandilar a todas las damas
del pueblo con su laúd y su pluma. Ninguna se resistía a su sonrisa ni a su
canción. Doncella o casada, joven o vieja, todas caían a sus pies.
Incluso las brujas.
Malditas sean todas ellas y en especial la bruja que le
convirtió en gato como castigo cuando rechazó acostarse con ella.
Ahora, estaba condenado a vivir con la bruja como si fuera
su mascota. ¿Lo era? En su interior creía que sí. Aquel poeta tan reconocido en
el pueblo tuvo que resignarse a ser un simple gato de compañía.
Se acabó el escribir y el enamorar doncellas para él.
Más condena que tener que vivir como un gato era vivir con
la bruja. Era horriblemente fea, tenía obesidad mórbida, una verruga gigantesca
coronaba su afilada nariz y, lo peor de todo, escribía que daba pena verla. Su escritura
era lamentable y su uso del lenguaje pésimo. El poeta convertido en gato
observaba, desde encima de la mesa, a la bruja escribir las recetas para sus
pócimas. Esa lectura sí que era una condena y no el que le convirtiera en una
bola de pelo negro.
La bruja tenía muy mala letra, peor que la de los niños
pequeños. Cometía decenas de faltas de ortografía en cada línea y, lo peor de
todo, se expresaba de una forma que parecía que estuviera chismorreando con la
bruja vecina.
Los poemas del poeta eran dignos de pertenecer a los libros
de literatura. Las recetas de la bruja, en cambio, no los leerían ni los
borrachos de las tabernas.
La bruja escribió “kalavassa”
en lugar de “calabaza” y el gato que
fue poeta, en protesta, le tiró el bote de tinta en el papel donde estaba
escribiendo la receta.
-¡Maldito gato!- gritó la bruja dando un manotazo tan fuerte
al gato que le tiró de la mesa.
Luego del golpe, la bruja siguió escribiendo en un nuevo
trozo de papel limpio.
El gato, de un salto, volvió a su posición en la mesa.
La bruja empezó a escribir desde cero la receta y, otra vez,
escribió “kalavassa”. El poeta maulló
tan fuerte como las cuerdas vocales felinas le permitían. La bruja le ignoró.
Cansado y furioso por ver a la bruja cometer faltas de ortografía, mojó su
patita en la tinta que había derramado antes e hizo un pequeño dibujo de una
calabaza encima de dónde ponía “kalavassa”. Lo firmó con una C, una B y una Z. La bruja no
sería tan estúpida para no darse cuenta.
Y lo era. Era muy estúpida.
El poeta volvió a recibir un golpe de la bruja, este segundo
más fuerte que el anterior. No contenta con solo golpearle, la bruja se levantó
de la silla, cogió una calabaza que ella misma había recogido de su huerta aquella
misma mañana y se la lanzó al gato que, con un maullido, tuvo que saltar para
esquivar el proyectil.
-Ya tienes tú calabaza, ahora déjame que estoy trabajando-.
Como respuesta obtuvo un maulló en son de protesta. No iba a
dejar a la bruja escribir. Si lo hiciera estaría renunciando a lo poco que le
quedaba como poeta. Mientras el fuese gato y la bruja escribiese “kalavassa” en lugar de “calabaza”, no podía dejarla escribir.
Estaba en contra de sus principios literarios.
Me encantó tu relato lo puntué, un abrazo
ResponderEliminarShhh, ¡que eso no se dice! Se supone que es anónimo jajajajaja. Fuera de bromas, muchas gracias Maria, te lo agradezco mucho ^^
Eliminar¡Un abrazo!
Muy buen cuento. Ya el inicio, ese "cuando tenía dos patas en vez de cuatro" ya atrapa al lector sin remisión. Después se desarrolla una historia que se lee con fascinación, con ternura para ese poeta que intenta preservar la dignidad que le queda. Enhorabuena
ResponderEliminarJajajaja es que saber que antes tenía menos patas causa intriga. Es la magia de las extremidades (?). Me alegro muchísimo que te haya gustado. Muchas gracias por tu comentario.
Eliminar¡Un abrazo!