lunes, 31 de octubre de 2016

Peer Gynt y el Rey de la Montaña (Especial Samhain)



La montaña sería un buen lugar para esconderse. Allí no lo encontrarían. Esperaría a que todo se solucionase por sí solo y, luego, bajaría a la ciudad como si nada hubiera pasado. Total, después de dos semanas, como mucho, la gente habría olvidado todos sus crímenes; los de verdad y los que se inventaron para acusarle de cosas sin sentidos. Bajo presión, Peer Gynt podría confesar haber engañado, manipulado, mentido y robado. Lo de secuestrar a una doncella y abusar de ella horas antes de su boda fueron palabras mayores. ¿Qué culpa tenía si Ingrid, la novia, había salido ligerilla? Peer, como el buen chico servicial que fingía ser, solo cumplió con los deseos de la doncella. Aunque, visto lo visto, llamarla doncella sería cometer un error. Ingrid tenía tanto de doncella como Peer de buen chico servicial.

Después de todo, no era tan tonto como parecía. Desde el primer momento, Peer entendió las intenciones de Ingrid. Ella no se quería casar con su prometido por amor, lo hacía por el dinero y el poder que obtendría a ser la esposa del hijo de un duque. Siempre que pudiera, se follaría al primer hombre que pasase cerca de ella con tal de rebelarse contra el supuesto amor que debía sentir hacia su prometido. No importaba que fuera un hombrecillo débil y pobre al estilo de Peer Gynt siempre y cuando tuviera algo donde agarrarse. Ahí es donde entró Peer y cumplió su deber de buen chico servicial. Bajo el pretexto de hacer un favor al hijo del duque para convencer a Ingrid que siguiera con la boda podía pasar todas las noches que quisiera con la ex-doncella. Y así lo hizo, se aprovechó de Ingrid de la misma forma que ella quería aprovecharse del hijo del duque. Cuando se cansó de ella, simplemente, dejó de hacerla caso.

Craso error.

Despechada y furiosa, Ingrid mintió a su prometido diciéndole que Peer había abusado de ella. ¡Más quisiera! Fue Ingrid la que pedía a gritos que la abusasen de ella. Pero claro, ¿a quién iban a creer: a la chica que fingía ser una doncella y estaba a punto de casarse con el hijo del duque o al joven embustero que fingía sin éxito ser un buen chico servicial? Perseguido y bajo pena de muerte, Peer tuvo que escapar de su ciudad hacia las montañas.



-Dos semas y se olvidarán de todo, dos semanas y podré volver.- Decía una y otra vez mientras corría por los bosques.

¿Cómo iba vivir, de qué comer y con qué se vestirá? Suponía que esas respuestas vendrían por sí solas. Tampoco podría ser tan difícil, decenas de veces había visto a los cazadores marchar de la ciudad con las manos vacías y volver cargados de animales muertos. Si ellos podían, Peer Gynt también.

Lo primero que tenía que hacer sería buscar un lugar donde pasar la noche. Una cabaña de madera estaría bien. En los cuentos, siempre aparecía una en mitad del bosque. Lástima que los cuentos casi nunca fueran igual que la realidad. En todo lo que llevaba corriendo por el bosque de la montaña, no había visto ni una sola cabaña de madera. ¿Cómo lo hacían los cazadores? La noche estaba a punto de caer, se oían los primeros aullidos de lobos y hacía tanto frío que la nariz de Peer había cobrado un color morado. Si no encontraba cobijo pronto, acabaría siendo devorado por los lobos o congelado por el frío.

-Elige Peer, ¿comida para lobos o cubo de hielo?- No le importó estar hablando solo. Todo lo contrarió. Eso le sirvió para relajarse y reír de su desdicha situación.

Tras varias horas corriendo sin rumbo, escuchando a los lobos y con los brazos cruzados soportando el frío, encontró una cueva en la montaña. Desde dentro se podría ver un tenue brilló de un inconfundible color naranja: Fuego, por supuesto. Calor y simpáticas personas dispuesta a compartir lo que fuera que estuvieran asando en el fuego fue lo que Peer se imaginó que le esperaba dentro de la cueva.

Puso su mejor sonrisa de buen chico servicial y entró en la cueva de la montaña.

La gruta era larga y tan estrecha que podía tocar los dos lados de la pared a la vez. Parecía ser un único camino que no tenía fin. Unas veces, tenía la sensación que podía alargar la mano y coger el brillo naranja del fuego. Otras veces, el fuego se alejaba de él. ¿Acaso sabía de sus crímenes y por eso huía? No podía ser. Peer estaba seguro que las mentiras (como tampoco verdades) con las que le acusaban no habían abandonado la ciudad.

-¡Ayuda por favor!- Gritó con las pocas fuerzas que le quedaban después de largo rato corriendo sin rumbo fijo- Estoy perdido y tengo hambre.- Los sonidos de su tripa eran prueba suficiente de que decía la verdad.

Como respuesta, el fuego estalló. Se hizo enorme. Peer se quedó paralizado, con la cabeza estirada tanto como podía para ver las puntas de las llamas que se reflejaban en el techo de la cueva. Fue a decir algo, pero no pudo. El rugido del enorme fuego que solo alcanzaba ver por el reflejo de las paredes y el techo, había conseguido lo que ni el frío de la noche ni el miedo a los lobos habían podido: Hacer callar Peer Gynt.

Al sonido del fuego, le siguió una risa infantil y aguda. ¿Niños? No, los niños no sonaban  así. Esa risa era más parecida a escuchar una rata correr por un montón de cristales rotos que la risa de un niño. Peer Gynt tragó saliva y espero a que la risa se fuera. La solución a cualquier problema era el tiempo. ¡Claro que sí! Si esperaba desaparecería, igual que si esperaba un par de semanas en la montaña la gente olvidaría sus crímenes. Conforme lo pensaba, Peer se lamentaba de haber escogido esa filosofía como forma de vida. Era un cobarde y no se había dado cuenta, o no había querido darse cuenta, hasta que no escuchó la risa que sonaba como una rata corriendo entre cristales rotos.

A esa primera risa, se le sumó otra, y luego otra, y después otra… Peer perdió fácilmente la cuenta. No sabía cuántos niños se estaban riendo ni cuántas ratas estaban caminando entre los cristales rotos. En cambio, sí sabía que todos ellos, no importa cuántos fueran, se estaban burlando de él. Sin decir nada, le llaman ruin, cobarde, mezquino, embustero, gandul, egoísta, avaro y muchos otros insultos que Peer no estaba habituado a escuchar. Los conocía, pero su faceta de buen chico servicial le había servido durante, un tiempo al menos, a tener que recibir insultos.

Cerró los ojos, se tapó los oídos, se quedó de rodillas en el húmedo suelo de la cueva y suplicó entre lágrimas:

-¡Largo de aquí!- Hizo una pausa para sorberse los mocos. De repente, tuvo frío de nuevo.-Dejadme en paz, os lo pido de rodillas. ¡Piedad!-

Las risas, todas a la vez, se callaron en el mismo momento que Peer Gynt dijo la última palabra. Pasaron unos segundos de duda en los que no sabía si debía abrir de nuevo los ojos y correr hacia el fuego o quedarse allí para siempre a esperar a que los problemas se solucionen por sí solos. La segunda opción, como siempre, fue la más tentadora y la que acabó eligiendo. De tanto esperar, se durmió en la misma posición que había cogido al escuchar las risas: Arrodillado y con las manos tapándose las orejas.

Dentro de la cueva no había forma de saber si era de día o de noche, la única luz que tenía era la del fuego de color naranja que se veía al final del inacabable camino. Sin embargo, por simple costumbre, cuando despertó, creyó que había amanecido.

Abrió los ojos muy lentamente. Delante vio unos cojines en el suelo y sobre ellos una bandeja de plata repleta de bollos de miel. Después de un día entero sin comer nada, tener esos bollos delante era como tener un gran manjar de reyes. No se preguntó de dónde vinieron. Los cogió con las manos pringándose de miel y los devoró como los lobos le hubieran devorado a él si no hubiera encontrado la cueva.

-Gracias y gracias y mil gracias.- Decía Peer con cada mordisco.

-De nada, mi buen amigo de los amigos de la superficie.- La voz que respondió fue dulce e infantil, totalmente diferente a la risa que había escuchado en la noche anterior.

Peer Gynt levantó la vista hacia el lugar donde escuchó la voz que le respondió. Desde que despertó solo había tenido ojos para los bollos de miel y no había visto nada más de lo que había a su alrededor. Enfrente de Peer había un montón de cojines de color rosa, sentada en ellos una mujer, de metro y medio de altura, labios finos, largo cabello blancos, ojos azules, tez blanca y una cara más dulce que la de cualquier niño que había visto. Ingrid, y las otras doncellas de su ciudad, eran insultos en comparación con la chica de los cabellos blancos.

En un primer momento, no hizo caso a la chica. Continuó comiendo los bollos de miel como si no existiera. Quizás, eso fuera lo más probable. Peer se intentaba autoconvencer de que todo formaba parte de su imaginación. Los cojines serían en realidad un montón de rocas con una curiosa forma y la mujer de cabellos blancos unos insectos que habían ido en busca de comida. Lo único que aceptaba como real eran los bollos de miel y porque podía notar su sabor. Era un sabor tan real que era imposible pensar que fuera parte de su imaginación.

-¿Te ocurre algo amigo de los amigos de la superficie?- Dijo la chica. –Estás pálido y tiemblas. ¡No temas! Aquí todos somos amigos; tú de la superficie y yo de la introficie.-

La chica avanzó a gatas, poniendo sus manos y piernas en un camino de cojines hasta toparse frente a frente con Peer Gynt. Le dio dos besos, el primero en la frente y el segundo en la boca.  La mujer sonrió y Peer tragó saliva a falta de saber hacer algo mejor.

-¿Lo ves? No voy a hacer daño.- Dijo la mujer riéndose con su dulce voz de niña. –Mi nombre es Dovre, hija del Rey de las Montañas.- Hizo una pausa para dejar que Peer se tranquilizase y añadió.- El Rey Duende.-

Dovre hizo la intención de ir a besar de nuevo a Peer Gynt, pero éste, más rápido y con la mente despejada, se puso en pie de un salto y rechazó el beso de la princesa.

-Quiero salir de aquí.- Ordenó Peer Gynt asustado mientras sus ojos bailaban desde la bandeja de plata con los bollos de miel hasta la hija del Rey de las Montañas.

-¡No te vayas!- Suplicó la princesa arrastrándose de rodillas hasta los pies de Peer. -¿Es que no te han gustado los bollos? Los he hecho yo con todo mi amor porque sabía que estabas aquí. Puedo hacerte más, muchos más. También tengo oro y joyas; los Duendes tenemos muchas riquezas. Te lo daré todo si te quedas conmigo.- Peer giró la vista buscando la salida de la cueva, Dovre continuó con su suplica.- ¿Quién eras en la superficie? En la introficie puedes ser un príncipe. – Levantó la mano para que Peer se la cogiera.- Dame la mano y te daré todo lo que quieras. Sea lo que sea, te lo daré. ¡Lo prometo!-

¿Un príncipe, oro, comida…? Sonaba bien. Había notado el sabor de los finos labios de la chica, sabía que era tan real como los bollos de miel. Si estaba diciendo la verdad, Peer iba a ser un príncipe. Y cuando el Rey de las Montañas muriese, entonces sería él sería Rey. ¿No era así como funcionaban las cosas? Gynt el Rey de las Montañas. Sonaba muy bien. Ingrid se tendría que arrodillar ante el Rey, la convertiría en su esclava como venganza por haber mentido sobre sus crímenes. ¿Y por qué pararse ahí? Toda la ciudad estaba confabulada contra él, pues toda la ciudad, hombres y niños por igual, serían sus esbirros. Peer le dio la mano a la Dovre, le ayudó a levantarse y se adelantó a besarla primero antes de que ella hiciera ninguna intención. La princesa le respondió con otro beso y él con otro más. Ambos acabaron retozando desnudos entre los cojines rosas de la cueva.

Después horas de sexo. Se vistieron y emprendieron el camino de la cueva hacia el fuego de brillo naranja del fondo. Iban a ver al Rey Duende para anunciarle el enlace entre los dos. Al día siguiente, Peer le contaría todos sus ambiciosos deseos de venganza y él se los concedería.

Durante el camino, vieron unos hombres emerger de las rocas. Medían apenas un metro, tenían grandes orejas acabadas en punta, unos enormes ojos saltones, cuerpos delgados y unas caras tan infantiles como las de Dovre y, a diferencia de ella, tan asquerosas como la de una rata. Eran duendes y estaban al servicio de la princesa. Por lo que, probablemente, también lo estarían al servicio de Peer Gynt. Fantasear con la idea de tener un ejército de esos pequeños seres con cara de rata a su servicio era demasiado tentador como para poder resistirse. Estos duendes serían los que esclavizarían a toda la ciudad de Peer mientras reían con la risa que parecía una rata corriendo entre cristales rotos.

Llegaron al final de cueva. Efectivamente, la cueva tenía un final. Después de mucho tiempo andando,  vieron el fuego. Una gran hoguera de color naranja rodeado por una gran multitud de tesoros (Dovre no mintió). Plata, oro, joyas preciosas, cofres rebosantes de monedas… Los ojos de Peer brillaron más por los tesoros que por el fuego de la hoguera.

En mitad de todos esos tesoros, justo detrás de la hoguera, estaba el trono del Rey Duende. Diferenciar al Rey de los otros duendes era sencillo, éste media cuatro veces más que todos los demás y tenía una larga barba blanca que le llegaba hasta la cintura.


-Padre, este es Peer Gynt. Es uno de los amigos de los amigos de la superficie.- ¿Cuándo le había dicho su nombre? No importaba, iba a ser un Rey. No podía pensar en otra cosa que no fuera eso.- Nos vamos a casar.-

-Peer Gynt.- Dijo el Rey Duende con una voz tan grave que parecía que estuviera rugiendo. Curvó su espalda para acercarse hacia Peer. Quedaron tan cerca que casi parecía que le iba a besar como lo había hecho Dovre. –Ya veo.-

-¿Y bien padre? Habíamos pensado en casarnos la semana que viene.- Tampoco dijo nada acerca del día de su boda; quizás era que a los duendes le gustaba ir rápido. Se volvió a morder la lengua y dejó a los duendes hablar.

-Bien.- volvió a rugir el Rey de las Montañas.- Pero no puedo aceptarle como yerno, no hasta que no sea un Duende de las Montañas.-

-Lo será ya lo hemos hablado.-

-Yo no he dicho eso.- Se adelantó a decir Peer en voz baja interrumpiendo así al viejo Rey Duende una ofensa que pagó caro pues, en respuesta, el Rey Duende, con la punta de su bastón, le dio un golpe a la cabeza para hacerlo callar. -Pero…- Estuvo a punto de decir algo más, sin embargo decidió callarse al ver al Rey Duende amenazarle con otro bastonazo.

-Serás un duende y te casarás con mi hija.- Sentenció con un rugido.

Peer echó un vistazo a las caras de los duendes que revoloteaban entorno al Rey de las Montañas. Tuvo unas ganas terribles de vomitar. Eran tan escuálidos que se les marcaban los huesos del cráneo y su piel de color amarillo verdoso formaba pliegues sobre los huecos entre huesos como si fuera una sabana mal doblada. No se había fijado hasta ese momento, quizás, pensaba, que porque minutos antes estaba embelesado con la idea de ser un Rey y tener a esa princesa tan bella como esposa. ¿Y los dientes de los duendes? Tampoco se había fijado en ellos. Todos los dientes eran caninos y eran tan afilados que parecían cuchillos. Dio un paso hacia atrás arrastrando consigo la mano de la princesa. Por un momento, los tesoros de la cueva, acostarse con la preciosa Dovre, ser un Rey ni siquiera los dulces bollos de miel fueron suficiente recompensas como para poder decir adiós a su humanidad.

-No tengas miedo.- Dijo Dovre.- No pasará nada.-

La voz de la princesa consiguió calmar a Peer. Se giró a buscar los labios de la chica. Quería besarla de nuevo. Asegurarse que aquello iba a ser verdad. Que no le iba a pasar nada siempre y cuando pudiera besar a la princesa. Sin embargo, algo le detuvo. El rostro de Dovre comenzó desfigurarse. Parecía que la piel de su cara fuera una máscara de carne y ésta se estuviese derritiendo para dar lugar al verdadero rostro de la chica. Un rostro que Peer jamás olvidaría por lo horrible que era.

Esta vez, sí vomitó sobre sus zapatos los bollos de miel que había comido hacia unas horas.

-Te encuentras bien cariño.- La voz de Dovre dejó de sonar dulce para ser igual a la voz de los otros duendes: la voz de la primera risa de la noche anterior y la voz de las pesadillas de Peer Gynt.

-¡Déjame!-

Se fijó que la piel de la mano de la princesa también se había derretido para dar lugar a una mano huesuda con unas uñas largas de color gris y con manchas amarillas. La soltó de inmediato.

-¡Dejadme todos!- Suplicó entre lágrimas Peer.

De un manotazo, apartó a la princesa. No quería verla, eso le recordaba que se había acostado con ella en los cojines rosas de la cueva. ¿Cómo había podido follar con un engendro así? Le había extrañado que, entre todos los duendes de las montañas, Dovre fuera la única que pareciese humana. Pero podría haber sido casualidad, ¿verdad? Un golpe de suerte para el pobre y desafortunado Peer Gynt que había tenido que huir de su propia ciudad acusado de crímenes que no cometió (y de otros crímenes que sí cometió). Podría haber sido suerte… y ojala la hubiera tenido.

-¡Largaos!-

Pero los duendes no se iban, todos, el Rey de las Montañas y sus súbditos, se acercaron más y más hacia Peer Gynt. Le miraban con curiosidad y se burlaban de él con la famosa risa que decía sin decir nada: “Ruin, cobarde, mezquino, embustero, gandul, egoísta y avaro…” Y con la risa le insultaban. Le recordaban lo muy desgraciado que era y se burlaban de él mientras le señalaban con el dedo.

Echó a correr, no importaba a donde ir, solo corrió hacia atrás lejos del fuego, de las risas, de la princesa Dovre y del Rey de las Montañas. Tenía que escapar y luego esconderse de los duendes. Más tarde, acabarían olvidándose de él y dejarían de perseguirle. ¡Sí! El tiempo lo solucionaba todo, ¿verdad que sí? ¡Verdad que sí! El tiempo solucionaría los problemas en la ciudad y los problemas de las montañas. Sus vecinos, Ingrid y los duendes le olvidarían. El tiempo hacía que la gente olvidase cosas. ¿Verdad?

Conforme se lo iba repitiendo una y otra vez, más absurda le parecía esa idea.

-Largaos, largos, idos de aquí…- Repetía Peer mientras corría con las manos tapándose las orejas para dejar de escuchar las risas.

No tardó en salir de la montaña. La salida estaba tan cerca... ¿Cómo era posible si la noche anterior había corrido durante horas el estrecho camino y no había visto nada? ¡No importaba! Era un golpe de buena suerte. Pensar en ello sería como desagradecer a la buena fortuna. Era mejor dar gracias y seguir corriendo ahora que tenía el día y el sol a su favor. Su instinto le decía que los duendes no saldrían de la cueva mientras hubiera sol. Tenía que aprovechar ahora que la suerte estaba de su parte.

Al final, la mala suerte llegó y la buena terminó cuando, sin darse cuenta, Peer tropezó y cayó de bruces contra el suelo. Se desmayó durante unos pocos minutos. Aunque, al despertar, parecía que habían pasado horas. Volvía estar dentro de la cueva, en los mismos cojines rosas en los que había conocido a Dovre y había comido los bollos de miel.

Unos duendes, cogidos de la mano, daban vueltas y reían en un círculo donde Peer era el centro.

-Ya no puedes escapar.
Un Duende serás.
Como uno de nosotros,
por siempre vivirás.-

Cantaban los duendes mientras señalaban con el dedo a Peer Gynt. Entre ellos vio el rostro de Dovre, la bella y la fea princesa. Había un duende que se parecía a Ingrid, pero con cara deshecha, las uñas largas y las orejas picudas; otro duende tenía cierto parecido al hijo del duque con que se iba a casar Ingrid. El Rey Duende también estaba presente en el círculo, entre muchos otros duendes que reían, burlaban y cantaban.

-¿Hacía dónde irás?
Sabes que no podrás.
Un Duende serás.
De aquí no escaparás.-

No pudo taparse las orejas, esta vez no. Sus manos habían perdido toda la carne y sus uñas se habían vuelto largas y grises. No quería tocarse con esas manos de duende. Y si lo hubiera hecho hubiera llorado al notar que sus orejas acababan en punta.

-Ya no puedes escapar.
Un Duende serás.
Como uno de nosotros,
por siempre vivirás.-

La canción de los duendes era cada vez más rápida. El círculo se cerraba…

-¿Hacía dónde irás?
Sabes que no podrás.
Un Duende serás.
De aquí no escaparás.-

Peer se puso de pie, estiró los brazos en alto y empezó a reír al son del grupo de duendes mientras estos giraban alrededor suyo.

-Ya no puedes escapar.
Un Duende serás.
Como uno de nosotros,
por siempre vivirás.-

Los duendes, con las bocas abiertas mostrando sus dientes como cuchillos, se abalanzaron todos contra el duende que antes se llamaba Peer Gynt.

-¿Hacía dónde irás?
Sabes que no podrás.
Un Duende serás.
De aquí no escaparás.-





Adaptación de un fragmento de la historia "Peer Gynt" . Novela escrita por Henrik Ibsen en 1867 

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