domingo, 14 de agosto de 2016

Benan y Bendan

En un pequeño huerto de un remoto pueblo, un solitario hombre trabajaba la tierra con su fiel azada.  Vestía con un amplio sombrero de paja, pantalones anchos más parecidos a los de un payaso que a los de un agricultor y una camiseta que, a juzgar por algunas marcas canas, hubo un tiempo en el que fue de color blanca.

El hombre, de nombre Ben, no tenía nada de especial, tampoco lo tenía el huerto. Unas tomatera por un lado, pimentoneros por el otro, un pequeño berenjenal por el medio… Nada que pudiera llamar la atención a alguien inexperto sobre el tema de cultivos. El ojo experto, sin embargo, se daría cuenta que el hombre no trabajaba bien la tierra. La barraca donde se enredaba la tomatera estaba mal construía y había algunas cañas desatadas por el suelo, unos pocos pimentoneros habían caído  y no había nada que les obligase a estar rectos y, por si fuera poco, la alta tomatera tapaba todo el Sol que pudiera recibir el berenjenal. Vivir de ese huerto, conforme estaba trabajado, sería casi imposible.

Ben reconstruyó los caballones que separaban cada línea de planta con la azada. La última vez que llovió lo hizo con demasiada fuerza lo que provocó grandes agujeros en los caballones. Era un trabajo duro tener que ir subiendo la tierra, bajarla de nuevo para que quedase todo al mismo nivel, procurar que los caminos por donde fuera a pasar el agua de riego estuvieran rectos y sin ningún desnivel, no asfixiar a ninguna planta con demasiada tierra ni dejar que ninguna raíz quedase a la vista por haber quitado tierra de más…. Era un trabajo duró que él, por sí solo, no sabía hacer.

En ocasiones, no estaba complemente solo. Contaba con la ayuda de sus hijos, Benan y Bendan. Mellizos entre ellos. Las diferencias entre los dos se podían contar con los dedos de una mano y todavía sobrarían dedos.  Benan era la chica y, por pura tradición, llevaba el cabello más largo que su hermano. Las chicas debían llevar el pelo largo y, los chicos, corto. Fuera del corte de pelo y de lo que tuvieran en la entrepierna, no quedaba ninguna otra diferencia entre los niños de siete años. El mismo color negro de pelo, la misma estatura, la misma peca bajo el ojo izquierdo, la misma forma de vestir, la misma manera de hablar y gesticular… Eran iguales y estaban de acuerdo siempre en todo. Incluso cuando peleaban, acordaban estar en desacuerdo.

Seis manos, por regla general, deberían trabajar el triple de rápido y mejor que dos manos. Era una regla sencilla que por obligación tenía que cumplirse. Tan fácil como sumar uno y uno. O, en este caso, sumar uno y dos. Sin embargo, Benan y Bendan hacía que lo simple y sencillo se volviera inmensamente complicado. 

Los días en que los mellizos ayudaban a su padre en el huerto eran los peores. Entonces sí que lo hacían irremediablemente mal. A Benan se le resbalaba la legona de las manos y rompía una de las pocas matas buenas de pimiento, Bendan, según él sin querer, pisaba una berenjena y la destrozaba antes de que pudieran cosecharla, más tarde Benan era la que pisaba otra hortaliza y Bendan quien rompía una planta.

Eran unos críos y trabajan como unos críos. Pese a ello, Ben no podía recriminar a sus hijos pues él llegaba a hacer lo mismo y, a veces, incluso peor.

-¡Cagüenla!- Maldijo Ben con la jerga coloquial que se usaban en los pequeños pueblos.

Tiró la azada y el sombrero de paja a un lado ya rendido por todo el esfuerzo que había hecho durante la mañana y echó a andar sin preocuparse por cuantas matas de pimentonero, berenjenal o tomatera dañara a su paso. Se fue del dichoso huerto con las manos vacías como casi siempre hacía.

-Papá, papá.- Benan y Bendan llamaron al unísono desde las ventanas de la casa. -¿Ya has llegado papá, qué nos traes hoy?- 

-Nada.- Dijo Ben en un suspiró a la vez que se descalzaba para entrar en el hogar.

Benan y Bendan se miraron entre ellos. Suspiraron al igual que su padre y en sus ojos se podía ver las palabras: “Otro día igual”. Benan creyó leer esas mismas palabras en los ojos de su hermano y Bendan, por su parte, también creyó leer lo  propio en los ojos de su hermana. Benan y Bendan eran capaces de comunicarse sin palabras. No era magia de ningún tipo. Era lógica. Si ambos mellizos pensaban igual, sería lógico imaginar lo que pensase el otro pues sería lo mismo que pensase uno. 

Lo segundo que pensaron los niños fue en ayudar a su padre. Sin decir nada, ambos salieron corriendo de casa mientras Ben se acomodaba rendido en su sillón orejero. Se pusieron las grandes botas de trabajo y fueron al huerto. 

Una vez allí Benan se hizo la dueña por excelencia del sombrero de paja que había dejado su padre, Bendan cogió la azada y ambos empezaron a trabajar.

-¡Cagüenla!- Rugió Bendan al cortar con la azada una buena planta de berenjena. Si no la hubiera roto, al día siguiente hubiera dado tres berenjenas tan grandes como su mano. 

Benan se ocupaba de arreglar la barraca de las tomateras. Tenía una de las cuerdas en su mano y estaba atando una caña caída del sitio. Tenía que hacer fuerza para que la caña pudiera soportar bien el peso de la planta. 

-¡Cagüenla!-  Gritó la niña cuando la caña que estaba atando se partió por la mitad. 

-No digas palabrotas.- Contestó Bendan. 

-Tú la has dicho antes.-

-¿Y qué? Tú la estás diciendo ahora.-

-¡Cállate!- Benan cogió una trozo de piedra del suelo y lo lanzó contra su hermano. 

-¡Cállate tú!- Bendan contestó a su hermana con otro trozo de tierra aun más grande. 

-Es por tú culpa.-

-No, es por la tuya.-
  
-¡Cagüenla!- Gritaron los dos niños a la vez. 

Si algo diferenciaba al padre de los niños era que éstos no se rendían. Se cansaban y se enfadaban con el huerto, igual que el padre, pero la frustración que sentían la desahogaban en una pelea de hermanos en lugar de tirar las herramientas de trabajo y rendirse.

Lo que siguió fue una serie de proyectiles de tierra, los de Benan dirigidos a Bendan y los de Bendan dirigidos a Benan. Luego pasaron a los puñetazos, las patadas, los arañazos, los tirones de camiseta y algún que otro mordisco. Acabaron en el suelo y rodaron por la tierra entre las matas rotas y la verdura chafada. 

No hubo vencedor. Como siempre al terminar la pequeña batalla entre hermanos, los dos quedaban agotados y despatarrados en el suelo. Los brazos y las piernas las tenían abiertas, como si fueran dos estrellas de mar. Las camisetas y los pantalones llenos de agujeros que ellos mismos se habían hecho entre los agarres y los arañazos de la pelea. Los dos habían perdido y los dos eran conscientes de ello.

-¿Y ahora que hacemos?- Preguntó Bendan rompiendo el silencio que se había hecho. La vez anterior que se pelearon de esa manera fue Benan quien inició la conversación con la misma pregunta. 

-No lo sé.- Contestó Benan. 

-De alguna forma tenemos que ayudar a papá.-

-¿Tú sabes cómo?- Tenía la forma de una pregunta pero Bendan sabía que lo que en realidad estaba haciendo su hermana era recriminarle algo que era obvio. 

Bendan no contestó, su hermana sabía perfectamente la respuesta y él no tenía ganas de reconocer que ella tenía razón. 

-Pues yo tampoco.- Dijo Benan a la vez que se quitaba el sombrero de paja y lo miraba fijamente.

-Sé lo que estás pensando y papá diría que es una tontería.- Se adelantó a decir Bendan.

-¿Por qué? Piénsalo. Si al plantar un tomate sale una tomatera, cuando plantemos el sombrero saldrá una sombrerera.-

-Tú nunca has plantado un tomate.-

-Pero he visto como se hace, no es difícil.-

-¿Y para qué vas a querer una planta que hace sombreros?-

La idea de Benan era muy mala, Bendan tenía razón, pero no se la daría. Si él no le contestó antes cuando le preguntó si sabía una manera de arreglar el huerto, ella no iba a hacerlo ahora.

-Pues eso.- Finalizó Bendan. Le encantaba tener la última palabra.

Durante unos minutos los mellizos se quedaron mirando las nubes del cielo. Pensaban en qué podían hacer pero todo lo que se le ocurría sonaba absurdo. Y, eso si funcionaba, pues, conforme iban pensando en cómo llevar las ideas a cabo, ya se imaginaban a ellos mismos fracasando con un “cagüenla”.

Mientras pensaban e imaginaban, Benan no dejaba de dar vueltas entre sus manos al gran sombrero de paja de su padre. Eso le distraía y, durante unos pocos instantes, le alejaba de la mente de su hermano para pensar ella sola en el sombrero y en el huerto. Por mucho que Bendan la mirase, esta vez, no sabría qué estaría pensando.

-¿Qué tramas?- Preguntó algo molesto Bendan por no sentir la habitual conexión con su hermana.

-Nada.-

-Mientes.-

-Ya.-

-¿Por qué me mientes?-

-Por nada.-

-¿Entonces qué?-

-¿Y si no era tan mala idea?-

-¿El qué?-

-Lo de plantar otra cosa.-

-Ya te he dicho que una sombrerera es una mala idea. ¡Cagüenla!-

-¿Y si nos plantamos nosotros?-

-¡Cagüenla, no quiero ser una planta!-

-Deja de decir palabrotas.- Benan le lanzó el sombrero de paja a la cara de su hermano.- ¡Cagüenla!-

-Ahora la has dicho tú.-

-Cállate y piensa lo que ocurrirá si nos plantamos.- Benan se puso de rodillas y miró fijamente los ojos de su hermano quien seguía acostado en el suelo.

-Ya pienso, eres tú la que no piensa con claridad.- Protestó Bendan.

-¡Cagüenla!- Rugió Benan.

Con esa última palabrota ambos mellizos volvieron a pensar a la vez. Bendan se podía hacer una idea de lo que se imaginaba su hermana. Era una locura y una tontería. ¡Cagüenla! Era la mejor idea que jamás ninguno de los dos mellizos había pensado; mucho mejor que plantar una sombrerera, dónde iba a parar. Con lo que más disfrutaba Ben era jugando con los dos niños. Él siempre dijo que eran la alegría de la casa y siempre presumía a con los vecinos de los buenos hijos que tenía: Inteligentes, guapos, astutos, trabajadores… ¡Para no presumir! Con más Benans y más Bendans, Ben tendría muchas más historias que contar a sus vecinos y mucha más alegría en la casa. ¿Qué importaba si el huerto iba mal si una decenas de Benans y Bendans podían trabajar en otra cosa. Cada dos de ellos (los mellizos siempre tenían que ir en parejas de dos) se ocuparía de una labor diferente. ¡Sería perfecto! Plantarían una Benanera y una Bendanera.

-¡Vamos!- Gritaron ambos niños al unísono.

Bendan se encargó de hacer los dos hoyos con la pala. Fuera los pimientos y fuera las berenjenas; ese espacio era ahora para las futuras Benans y los futuros Bendans. La labor de Benan fue de la cargar con muchos cubos de agua. Si para plantar un tomate necesitaban al menos un cubo lleno de agua, y eso que los tomates eran muy pequeños, para ellos necesitarían por lo menos treinta cubos. Incluso más.

-Deja de traer agua y haz tu agujero.- Dijo Bendan al ver que su hermana ya había traído doce cubos de agua. Él no pensaba que fueran a necesitar tanta. –Cuando termine éste no podré salir de aquí para hacer el tuyo. Tenemos que taparnos del todo.-

Benan, sin rechistar, cogió una pala y empezó a hacer su agujero a unos metros a la derecha de su hermano.

Estuvieron horas cavando y cavando sin parar. Estaban cansados y hambrientos pero no les importaba. Lo hacían por un bien mayor. Cavaban por ayudar a su padre con el huerto. Serían los primeros niños en plantar una Benanera y una Bendanera.

Se hizo de noche. No había rastro de Benan ni de Bendan por ningún lado. Ben se había recorrido todo el pueblo preguntando a los vecinos que si les había visto o si alguien sabía algo de ellos. Por desgracia, nadie había visto nada ni nadie sabía nada. ¿Desgracia o fortuna?  Ben no hubiera podido soportar que alguien le dijera que sí, que había visto a sus hijos y que un hombre alto y fuerte se los había llevado. Historias como esa eran comunes en todas las ciudades y Ben no podía apartarlas de su cabeza. Por lo menos, era una suerte que nadie le hubiera contado ninguna historia así.

Cuando volvió a su casa vio una nueva y extraña planta  que había aparecido de la nada en su huerto. Ben cogió una antorcha y fue a mirar. Después de vaciar sus ojos de lágrimas y estar agotado de culparse por no poder cuidar de su familia; lo que quedó en él fue la curiosidad y la necesitaba saciar con aquello que sobresalía de las otras plantas del huerto.

Al acercarse con la luz de la antorcha pudo distinguir que no era una planta lo que había visto sino dos. Ambas le medían hasta el pecho. ¡Así de grandes eran! ¿Pero cómo era posible que hubieran crecido tan rápido en una sola tarde? Durante la mañana no recordaba haber visto ningún brote en emerger de ahí.

Ben miró hacia su derecha y luego hacia su izquierda buscando al culpable de aquello. No había nadie. Nadie parecía haber puesto esas plantas ahí.

Había algo más en las plantas, una especie de berenjena de color marrón. Ben se agachó para verla mejor. Tuvo especial cuidado con no quemar la planta con el fuego de la antorcha. Se acercó y acercó más la luz. Entonces, lo vio. Dos frutos distintos, tan grandes como su pie. Tenían una forma característica. Se parecían curiosamente a las muñecas de trapo con las que jugaba su hija Benan. Podía ver como la berenjena, aunque ya no estaba seguro que fuera una berenjena, tenía una serie de ramales que le daban la forma de pequeños bracitos y pequeñas piernecitas, se podía ver unos ojos, una nariz, una boca e, incluso, en la entrepierna había un bulto que parecía un pene. El fruto de la otra planta misteriosa era similar, solo que no tenía ese bulto en la entrepierna y, en lo que sería el cuerpo, tenía dos bultos circulares que parecían ser dos pechos de mujer.

Sin saberlo, lo que Ben descubierto en su huerto fue la Benanera de su hija y el Bendanero de su hijo.




2 comentarios:

  1. Una historia muy bien contada para apreciar que los gemelos ayudan en el huerto. Un abrazo

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    1. Me alegro que te haya gustado María ^.^ Tenía que contar bien la historia, está inspirada en mis propios sobrinos :D

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