En un pequeño huerto de un remoto pueblo, un solitario
hombre trabajaba la tierra con su fiel azada.
Vestía con un amplio sombrero de paja, pantalones anchos más parecidos a
los de un payaso que a los de un agricultor y una camiseta que, a juzgar por algunas
marcas canas, hubo un tiempo en el que fue de color blanca.
El hombre, de nombre Ben, no tenía nada de especial, tampoco
lo tenía el huerto. Unas tomatera por un lado, pimentoneros por el otro, un
pequeño berenjenal por el medio… Nada que pudiera llamar la atención a alguien inexperto
sobre el tema de cultivos. El ojo experto, sin embargo, se daría cuenta que el
hombre no trabajaba bien la tierra. La barraca donde se enredaba la tomatera
estaba mal construía y había algunas cañas desatadas por el suelo, unos pocos
pimentoneros habían caído y no había nada que les obligase a estar
rectos y, por si fuera poco, la alta tomatera tapaba todo el Sol que pudiera
recibir el berenjenal. Vivir de ese huerto, conforme estaba trabajado, sería
casi imposible.
Ben reconstruyó los caballones que separaban cada línea de
planta con la azada. La última vez que llovió lo hizo con demasiada fuerza lo
que provocó grandes agujeros en los caballones. Era un trabajo duro tener que
ir subiendo la tierra, bajarla de nuevo para que quedase todo al mismo nivel,
procurar que los caminos por donde fuera a pasar el agua de riego estuvieran
rectos y sin ningún desnivel, no asfixiar a ninguna planta con demasiada tierra
ni dejar que ninguna raíz quedase a la vista por haber quitado tierra de más….
Era un trabajo duró que él, por sí solo, no sabía hacer.
En ocasiones, no estaba complemente solo. Contaba con la ayuda
de sus hijos, Benan y Bendan. Mellizos entre ellos. Las diferencias entre los
dos se podían contar con los dedos de una mano y todavía sobrarían dedos.
Benan era la chica y, por pura tradición, llevaba el cabello más largo
que su hermano. Las chicas debían llevar el pelo largo y, los chicos, corto.
Fuera del corte de pelo y de lo que tuvieran en la entrepierna, no quedaba
ninguna otra diferencia entre los niños de siete años. El mismo color negro de pelo,
la misma estatura, la misma peca bajo el ojo izquierdo, la misma forma de
vestir, la misma manera de hablar y gesticular… Eran iguales y estaban de
acuerdo siempre en todo. Incluso cuando peleaban, acordaban estar en
desacuerdo.
Seis manos, por regla general, deberían trabajar el triple de
rápido y mejor que dos manos. Era una regla sencilla que por obligación tenía
que cumplirse. Tan fácil como sumar uno y uno. O, en este caso, sumar uno y
dos. Sin embargo, Benan y Bendan hacía que lo simple y sencillo se volviera
inmensamente complicado.
Los días en que los mellizos ayudaban a su padre en el
huerto eran los peores. Entonces sí que lo hacían irremediablemente mal. A
Benan se le resbalaba la legona de las manos y rompía una de las pocas matas
buenas de pimiento, Bendan, según él sin querer, pisaba una berenjena y la
destrozaba antes de que pudieran cosecharla, más tarde Benan era la que pisaba
otra hortaliza y Bendan quien rompía una planta.
Eran unos críos y trabajan como unos críos. Pese a ello, Ben
no podía recriminar a sus hijos pues él llegaba a hacer lo mismo y, a veces,
incluso peor.
-¡Cagüenla!- Maldijo Ben con la jerga coloquial que se usaban
en los pequeños pueblos.
Tiró la azada y el sombrero de paja a un lado ya rendido por
todo el esfuerzo que había hecho durante la mañana y echó a andar sin preocuparse por cuantas
matas de pimentonero, berenjenal o tomatera dañara a su paso. Se fue del
dichoso huerto con las manos vacías como casi siempre hacía.
-Papá, papá.- Benan y Bendan llamaron al unísono desde las
ventanas de la casa. -¿Ya has llegado papá, qué nos traes hoy?-
-Nada.- Dijo Ben en un suspiró a la vez que se descalzaba
para entrar en el hogar.
Benan y Bendan se miraron entre ellos. Suspiraron al igual
que su padre y en sus ojos se podía ver las palabras: “Otro día igual”. Benan
creyó leer esas mismas palabras en los ojos de su hermano y Bendan, por su
parte, también creyó leer lo propio en
los ojos de su hermana. Benan y Bendan eran capaces de comunicarse sin
palabras. No era magia de ningún tipo. Era lógica. Si ambos mellizos pensaban
igual, sería lógico imaginar lo que pensase el otro pues sería lo mismo que pensase uno.
Lo segundo que pensaron los niños fue en ayudar a su padre.
Sin decir nada, ambos salieron corriendo de casa mientras Ben se acomodaba rendido en su
sillón orejero. Se pusieron las grandes botas de trabajo y fueron al huerto.
Una vez allí Benan se hizo la dueña por excelencia del
sombrero de paja que había dejado su padre, Bendan cogió la azada y ambos
empezaron a trabajar.
-¡Cagüenla!- Rugió Bendan al cortar con la azada una buena
planta de berenjena. Si no la hubiera roto, al día siguiente hubiera dado tres
berenjenas tan grandes como su mano.
Benan se ocupaba de arreglar la barraca de las tomateras.
Tenía una de las cuerdas en su mano y estaba atando una caña caída del sitio.
Tenía que hacer fuerza para que la caña pudiera soportar bien el peso de la planta.
-¡Cagüenla!- Gritó la
niña cuando la caña que estaba atando se partió por la mitad.
-No digas palabrotas.- Contestó Bendan.
-Tú la has dicho antes.-
-¿Y qué? Tú la estás diciendo ahora.-
-¡Cállate!- Benan cogió una trozo de piedra del suelo y lo
lanzó contra su hermano.
-¡Cállate tú!- Bendan contestó a su hermana con otro trozo
de tierra aun más grande.
-Es por tú culpa.-
-No, es por la tuya.-
-¡Cagüenla!- Gritaron los dos niños a la vez.
Si algo diferenciaba al padre de los niños era que éstos no
se rendían. Se cansaban y se enfadaban con el huerto, igual que el padre, pero
la frustración que sentían la desahogaban en una pelea de hermanos en lugar de
tirar las herramientas de trabajo y rendirse.
Lo que siguió fue una serie de proyectiles de tierra, los de
Benan dirigidos a Bendan y los de Bendan dirigidos a Benan. Luego pasaron a los
puñetazos, las patadas, los arañazos, los tirones de camiseta y algún que otro mordisco. Acabaron en el suelo y rodaron por la tierra entre las
matas rotas y la verdura chafada.
No hubo vencedor. Como siempre al terminar la pequeña
batalla entre hermanos, los dos quedaban agotados y despatarrados en el suelo.
Los brazos y las piernas las tenían abiertas, como si fueran dos estrellas de
mar. Las camisetas y los pantalones llenos de agujeros que ellos mismos se habían
hecho entre los agarres y los arañazos de la pelea. Los dos habían perdido y
los dos eran conscientes de ello.
-¿Y ahora que hacemos?- Preguntó Bendan rompiendo el silencio que se había hecho. La vez anterior que
se pelearon de esa manera fue Benan quien inició la conversación con la misma
pregunta.
-No lo sé.- Contestó Benan.
-De alguna forma tenemos que ayudar a papá.-
-¿Tú sabes cómo?- Tenía la forma de una pregunta pero Bendan
sabía que lo que en realidad estaba haciendo su hermana era recriminarle algo
que era obvio.
Bendan no contestó, su hermana sabía perfectamente la
respuesta y él no tenía ganas de reconocer que ella tenía razón.
-Pues yo tampoco.- Dijo Benan a la vez que se quitaba el
sombrero de paja y lo miraba fijamente.
-Sé lo que estás pensando y papá diría que es una tontería.-
Se adelantó a decir Bendan.
-¿Por qué? Piénsalo. Si al plantar un tomate sale una
tomatera, cuando plantemos el sombrero saldrá una sombrerera.-
-Tú nunca has plantado un tomate.-
-Pero he visto como se hace, no es difícil.-
-¿Y para qué vas a querer una planta que hace sombreros?-
La idea de Benan era muy mala, Bendan tenía razón, pero no
se la daría. Si él no le contestó antes cuando le preguntó si sabía una manera
de arreglar el huerto, ella no iba a hacerlo ahora.
-Pues eso.- Finalizó Bendan. Le encantaba tener la última
palabra.
Durante unos minutos los mellizos se quedaron mirando las
nubes del cielo. Pensaban en qué podían hacer pero todo lo que se le ocurría
sonaba absurdo. Y, eso si funcionaba, pues, conforme iban pensando en cómo llevar
las ideas a cabo, ya se imaginaban a ellos mismos fracasando con un
“cagüenla”.
Mientras pensaban e imaginaban, Benan no dejaba de dar
vueltas entre sus manos al gran sombrero de paja de su padre. Eso le distraía
y, durante unos pocos instantes, le alejaba de la mente de su hermano para
pensar ella sola en el sombrero y en el huerto. Por mucho que Bendan la mirase,
esta vez, no sabría qué estaría pensando.
-¿Qué tramas?- Preguntó algo molesto Bendan por no sentir la
habitual conexión con su hermana.
-Nada.-
-Mientes.-
-Ya.-
-¿Por qué me mientes?-
-Por nada.-
-¿Entonces qué?-
-¿Y si no era tan mala idea?-
-¿El qué?-
-Lo de plantar otra cosa.-
-Ya te he dicho que una sombrerera es una mala idea.
¡Cagüenla!-
-¿Y si nos plantamos nosotros?-
-¡Cagüenla, no quiero ser una planta!-
-Deja de decir palabrotas.- Benan le lanzó el sombrero de
paja a la cara de su hermano.- ¡Cagüenla!-
-Ahora la has dicho tú.-
-Cállate y piensa lo que ocurrirá si nos plantamos.- Benan
se puso de rodillas y miró fijamente los ojos de su hermano quien seguía
acostado en el suelo.
-Ya pienso, eres tú la que no piensa con claridad.- Protestó
Bendan.
-¡Cagüenla!- Rugió Benan.
Con esa última palabrota ambos mellizos volvieron a pensar a
la vez. Bendan se podía hacer una idea de lo que se imaginaba su hermana. Era
una locura y una tontería. ¡Cagüenla! Era la mejor idea que jamás ninguno de
los dos mellizos había pensado; mucho mejor que plantar una sombrerera, dónde iba a parar. Con lo
que más disfrutaba Ben era jugando con los dos niños. Él siempre dijo que eran
la alegría de la casa y siempre presumía a con los vecinos de los buenos hijos
que tenía: Inteligentes, guapos, astutos, trabajadores… ¡Para no presumir! Con
más Benans y más Bendans, Ben tendría muchas más historias que contar a sus
vecinos y mucha más alegría en la casa. ¿Qué importaba si el huerto iba mal si
una decenas de Benans y Bendans podían trabajar en otra cosa. Cada dos de ellos
(los mellizos siempre tenían que ir en parejas de dos) se ocuparía de una labor
diferente. ¡Sería perfecto! Plantarían una Benanera y una Bendanera.
-¡Vamos!- Gritaron ambos niños al unísono.
Bendan se encargó de hacer los dos hoyos con la pala. Fuera
los pimientos y fuera las berenjenas; ese espacio era ahora para las futuras Benans
y los futuros Bendans. La labor de Benan fue de la cargar con muchos cubos de
agua. Si para plantar un tomate necesitaban al menos un cubo lleno de agua, y
eso que los tomates eran muy pequeños, para ellos necesitarían por lo menos
treinta cubos. Incluso más.
-Deja de traer agua y haz tu agujero.- Dijo Bendan al ver
que su hermana ya había traído doce cubos de agua. Él no pensaba que fueran a
necesitar tanta. –Cuando termine éste no podré salir de aquí para hacer el
tuyo. Tenemos que taparnos del todo.-
Benan, sin rechistar, cogió una pala y empezó a hacer su
agujero a unos metros a la derecha de su hermano.
Estuvieron horas cavando y cavando sin parar. Estaban
cansados y hambrientos pero no les importaba. Lo hacían por un bien mayor.
Cavaban por ayudar a su padre con el huerto. Serían los primeros niños en
plantar una Benanera y una Bendanera.
Se hizo de noche. No había rastro de Benan ni de Bendan por
ningún lado. Ben se había recorrido todo el pueblo preguntando a los vecinos
que si les había visto o si alguien sabía algo de ellos. Por desgracia, nadie
había visto nada ni nadie sabía nada. ¿Desgracia o fortuna? Ben no hubiera podido soportar que alguien le
dijera que sí, que había visto a sus hijos y que un hombre alto y fuerte se los
había llevado. Historias como esa eran comunes en todas las ciudades y Ben no
podía apartarlas de su cabeza. Por lo menos, era una suerte que nadie le
hubiera contado ninguna historia así.
Cuando volvió a su casa vio una nueva y extraña planta que había aparecido de la nada en su huerto. Ben cogió una antorcha y
fue a mirar. Después de vaciar sus ojos de lágrimas y estar agotado de culparse
por no poder cuidar de su familia; lo que quedó en él fue la curiosidad y la
necesitaba saciar con aquello que sobresalía de las otras plantas del huerto.
Al acercarse con la luz de la antorcha pudo distinguir que no era una planta lo que había visto sino dos. Ambas le medían hasta el pecho. ¡Así de grandes eran! ¿Pero
cómo era posible que hubieran crecido tan rápido en una sola tarde? Durante la mañana no recordaba haber visto ningún brote en emerger de ahí.
Ben miró hacia su derecha y luego hacia su izquierda
buscando al culpable de aquello. No había nadie. Nadie parecía haber puesto esas plantas ahí.
Había algo más en las plantas, una especie de berenjena de
color marrón. Ben se agachó para verla mejor. Tuvo especial cuidado con no
quemar la planta con el fuego de la antorcha. Se acercó y acercó más la luz.
Entonces, lo vio. Dos frutos distintos, tan grandes como su pie. Tenían una
forma característica. Se parecían curiosamente a las muñecas de trapo con las
que jugaba su hija Benan. Podía ver como la berenjena, aunque ya no estaba
seguro que fuera una berenjena, tenía una serie de ramales que le daban la
forma de pequeños bracitos y pequeñas piernecitas, se podía ver unos ojos, una
nariz, una boca e, incluso, en la entrepierna había un bulto que parecía un
pene. El fruto de la otra planta misteriosa era similar, solo que no tenía ese
bulto en la entrepierna y, en lo que sería el cuerpo, tenía dos bultos
circulares que parecían ser dos pechos de mujer.
Sin saberlo, lo que Ben descubierto en su huerto fue la
Benanera de su hija y el Bendanero de su hijo.
Una historia muy bien contada para apreciar que los gemelos ayudan en el huerto. Un abrazo
ResponderEliminarMe alegro que te haya gustado María ^.^ Tenía que contar bien la historia, está inspirada en mis propios sobrinos :D
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