Hacía horas que había salido el
sol y todavía seguía en la cama. No por gusto sino porque ninguno de los muchos
holgazanes que tenía como sirvientes había ido a despertarle con la bandeja del
desayuno en la mano. Si por él fuera, haría horas que habría tomado su zumo de
naranja y sus tostadas con mantequilla, estaría vestido con sus mejores harapos
y ya habría empezado el trabajo en el taller. Es más, de ser por él, no tendría
que repetir una y otra vez a todos sus criados que le despertasen antes de que
los gallos cantasen, que cuanto más tardase en levantarse más tardaría en
terminar su obra. Pero estaba rodeado de unos malditos orangutanes que hacían
cualquier cosa para no trabajar.
Durante unos segundos, tanteó con
su mano derecha la mesita del costado de su cama esquivando las botellas vacías
de whisky barato que se bebió antes de dormir en busca de la diminuta campanilla
de bronce que usaba para llamar a sus criados. La iba a hacer sonar tanto que
reventaría los tímpanos de cualquiera que le escuchase. Así aprenderían a
acatar las órdenes del señor de la casa.
El ruido del badajo al
entrechocar entre las paredes de la campana inundó toda la mansión. No hubo ser
vivo que no lo escuchase. Si llamar la atención es lo que el pintor quería, lo
había conseguido a la perfección. Aun así nadie acudió a su llamada. Sin el
sonido de la campana, la mansión daba la impresión de estar vacía.
-¡HOLGAZANES!- Gritó el anciano
pintor lanzando la campana de bronce contra la pared de la habitación.
Aun despierto y furioso, tardó
unos instantes en levantarse de la cama. Su cuerpo paliducho y lamido le pesaba
tanto que apenas podía levantarse sin ayuda. Por no hablar de su pierna
izquierda, después del incidente, ésta no era más que un trozo de carne tan
inútil como los criados de la mansión. Si no fuera por su elegante bastón de
madera negra coronado con un cuervo de plata fina, el viejo no podría caminar.
Cuando por fin pudo levantar su
delgado trasero de la cama gritó las maldiciones e improperios propios de
aquella hora del día. Solo decía paparruchas, cómo el mismo reconocería al cabo
de un rato.
Con paso lento pero seguro, el
anciano pintor abandonó su habitación. Tenía los ojos tan legañosos que ni
siquiera se dio cuenta que, la que había dejado atrás, era la cama que tiempo
atrás compartió con su mujer. Para él, bien podía ser la caseta del perro que
no se iba a dar cuenta de ello. De lo que sí se dio cuenta y sí reconoció pese
a tener los ojos tan sucios, fueron sus cuadros. Todas las pinturas que a lo
largo de su vida hizo con sus propias manos o comprado a otros pintores tan
prestigiosos y aclamados por el público como lo fue él en sus buenos días. “El
General Robisson” era uno de sus cuadros preferidos, éste estaba colgado en la
pared izquierda de la habitación, a la derecha “Hombre montado a caballo” su
primera gran obra, enfrente de la cama un simple pero siempre bello bodegón, y,
justo en el parte superior sobre el reposadero del lecho de matrimonio, un hueco vacío que
con suerte llenaría ese mismo día.
Ya que sus criados no le habían
despertado ni preparado el desayuno, el pintor bajó las escaleras hacia el piso
inferior de la mansión directo a su despacho. Allí hizo lo propio de cada
mañana. Como desayuno cogió una botella de ron viejo que se bebió con cinco grandes sorbos sin ni siquira
saborear el brebaje que otros hubieran pagados cantidades desorbitadas con tal
de probar. Después de maldesayunar, y tras la segunda tanda de maldiciones,
éstas nacidas por las rejuvenecedoras fuerzas del alcohol, fue hacia el baño
del despacho a hacer lo más básico en su higiene diaria: Una buena hez de un
color más verde que marrón en el retrete y una pequeña ducha con agua sucia y
fría. Una tercera tanda de maldiciones dio fin a los rituales que venían con el
nuevo día. Con suerte, ya no diría más paparruchas hasta la hora del almuerzo.
El pintor, con un paso más rápido
y despierto que el que hizo recién levantado, fue hacia su taller en el sótano
de la mansión. Allí preparaba la que estaba decido que fuera su nueva mejor obra.
Bajo una tela se ocultaba el lienzo vacío, un lienzo que llenaría de vida al
finalizar el día y, tras admirarlo unos instantes, lo colgaría sobre la
cabecera de su cama de matrimonio.
Cada pintura nueva era como un
nuevo y último viaje. Lo que primero había que hacer antes de comenzar con una
obra era cerrar los ojos y dejarse guiar por los caminos confusos que el nuevo
viaje le ponía delante para que los recorriese. Los cuadros eran únicos, por
eso cada cual tenía su propio nuevo viaje y, también, el último pues, aunque
quisiera repetirlo, no lo podía hacer. Ya intentó repetir una vez el camino que
hizo cuando pintó “El General Robisson” y no lo consiguió. Los caminos se
desordenaron, cambiaron de dirección o aparecieron señales nuevas que no
recordaba que estuvieran ahí cuando hizo al General. Fuera como fuere lo que guió
al pintor, le llevó al fracaso. No pudo volver a hacer a “El General Robisson”,
lo que vino, después de recorrer esa larga carretera, fue el cuadro que bautizo
como “Hombre feo con nariz de berenjena y cuerpo de longaniza”; el título de la
obra describía por sí misma lo mala que fue.
“Hombre feo con nariz de berenjena y cuerpo de
longaniza” le costó su prestigio y su dignidad. Ese camino por poco le llevó a
la más miserable de las ruinas. Pero aquello se acabó, por fin se acabó. Esta
nueva obra iba a ser perfecta e iba a ser toda para él. A la mierda el
prestigio, la fama y la fortuna. Lo único que quería era recuperar la dignidad
que perdió con “Hombre feo con nariz de berenjena y cuerpo de longaniza”. Este nuevo y último viaje, sería el mejor que
recorría en toda su vida.
Pum, pum y pum. Alguien llamó a
la puerta de su taller justo en el momento en el que iba a poner la primera
capa blanca sobre el lienzo. Seguramente fuera alguno de los maleducados monos
que tenía como criados. Vendrían a hacerle recordar que se tenía que tomar las
medicaciones o alguna que otra simplez por el estilo.
-¡Largo!- Graznó el viejo a la
vez que daba una patada con la pierna mala a uno de los botes vacíos de pintura
roja que estaban esparcidos por todo el suelo del taller.
Pum, pum y pum. Volvieron a sonar
los tres golpes a la puerta pese a los gritos del viejo.
-¡Di lo que quieras desde allí y
vete!- Volvió a gritar el pintor y como respuesta solo obtuvo otros tres golpes
secos a la puerta. Pum, pum y pum.
Por mucho que levantase la voz,
quién fuera que estuviera en el otro lado no iba a hacer el menor de los casos.
Cansado, el anciano pintor tomó su bastón de cuervo y fue hacia la puerta del
taller. La abrió, pero no vio a nadie, solo había nada; una absoluta y desconcertante
nada. Ni cuadros adornando la pared de los muchos pasillos de su mansión, ni
alfombras rojas perfectamente cepilladas sin ninguna muestra de pelo del perro
de la familia… Solo Nada. Para ser más precisos, la Nada era poco más que una
línea recta y negra.
Pensando que tal vez sería alguna
broma de mal gusto de sus criados, pues era posible que hubieran quietado todos
los adornos y bajado las ventanas para que no entrase la luz del día, el viejo
pintor comenzó a andar a través de la línea negra mientras no dejaba de
pronunciar sus maldiciones y paparruchas. Más temprano que tarde se dio cuenta
de algo que cualquier persona sorbía hubiera sabido antes incluso de abandonar
el taller: El camino no tenía fin. Lo mucho que andase ahí, los bastonazos que
diese y los golpes con su pierna mala hacia las paredes (si es que había
paredes en la línea negra) eran inútiles.
-¡Allá vosotros, ya os cogeré por
el pescuezo y os haré pagar por esto!- Gritó más paparruchas a unos criados
imaginarios a la vez que se giraba de vuelta hacia el taller, pero éste ya no
estaba en su lugar. En ambos sentidos, el camino recto y oscuro se volvió
interminable. -¡MALDITOS!- Fue un grito desgarrador, como si a alguien le
hubieran quitado aquello que más preciaba. -¡Hasta que no me devolváis al
taller no seguiré caminando!- Rugió de nuevo al elenco imaginario de sirvientes.
Un sonido que el pintor reconoció
como familiar venía desde una de la punta opuesta de la línea recta y negra.
Era como si veinte personas dieran golpes con sus dedos, todos a la vez, a una
mesa de madera. El sonido se hubo acercando e, instintivamente, el anciano se
dirigió hacia él con la ayuda de su bastón.
Allí estaban sus criados
corriendo hacía como alma que lleva el diablo. Cuando los tenía a no más de
metro y media de distancia, se dio cuanta de algo de vital importancia acerca
de sus criados y que, por la edad y sus enfermeras había olvidado: Sus
sirvientes no existían realmente. Si un día tuvo todo un ejército de criados y
doncellas obedeciendo cada uno de sus vicios y manías, le habían abandonado
hace tiempo dejando al señor solo con las ratas negras de la mansión. Y eso
mismo era lo que iba hacia él. Casi un centenar de ratas negras y peludas
corrían y se empujaban entre ellas como si fuera una carrera cuyo premio final
era un reluciente trozo de queso recién cortado.
No hubo maldiciones esta vez. El
pintor solo corrió hacia el lado opuesto de donde venían las ratas. Por alguna
razón que solo él era capaz de comprender, creía que las ratas le iban a
devorar como venganza por no haberle pagado el salario del mes pasado.
¡Una puerta! Ante él vio una
puerta en el inmenso corredor negro que más nunca fue infinito. No dudó en
coger el pomo de la puerta, entrar en la habitación y cerrarla de inmediato
antes de que las ratas le comieran vivo. Le dolían las dos piernas, la inútil y
la buena. Su bastón perdió el cuervo de plata que le coronaba (seguramente las
ratas ya habrían roído el cuervo de plata hasta dejarlo irreconocible) y se
tuvo que apoyar en una de las cajas cercanas a donde acababa de entrar antes
incluso de prestar atención en el lugar dónde estaba.
Volvía a ser taller, pero con
algunas diferencias, o mejor, una diferencia muy importante. Sobre el techo
colgaban ahorcadas todas las ratas que unos segundos antes le habían estado
persiguiendo.
Solo un grito seco, sin
maldiciones ni paparruchas, asomó por la sucia boca del viejo. Un grito que
tomó la forma de un vendaval y ondeó las ratas colgantes como si fueran
banderas dirigidas por un fuerte viento huracanado.
En medio de todas las ratas
colgantes estaba el lienzo del cuadro que quería haber empezado antes de que
los golpes en la puerta le interrumpiesen. Con miedo y con cierta curiosidad
malsana, el pintor fue a ver el cuadro. Sin saber cómo lo había conseguido, la
primera capa estaba ya preparada. El blanco que veían sus ojos era el más puro
y brillante que nunca había hecho. La mejor de sus obras necesitaba un inicio
magistral y éste era el mejor que había conseguido en toda su larga vida. Y es
que, no había nada como el polvo de hueso humano mezclado con pintura blanca
para dar ese perfecto matiz amarfilado que toda primera capa necesitaba.
Otros tres golpes secos sonaron
tras el otro lado de la puerta. Esta vez, por nada del mundo, el pinto se iba a
mover de donde estaba. Ese último lienzo era su vida y no iba a dejar que Ella
se lo arrebatase. Pues, después de ver la figura real de sus criados, si de
algo estaba seguro, era que Ella existía y que quería dominar su nuevo y último
viaje.
-Paparruchas.- Maldijo con hilo
de voz a la vez que abrazaba el lienzo sin soltar el bastón sin cuervo por si
tenía que volver a echar a correr.
Cada cinco segundos contados, los
tres golpes consecutivos volvían a sonar. Cada vez más fuerte y cada vez más
fuerte. A su vez, las cuerdas que ataban los cuellos de las ratas, se
balanceaban en un enorme círculo alrededor del lienzo y del pintor como si estuvieran
guiadas por los propios golpes. Cada vez más rápido y cada vez más rápido.
-No te lo llevarás. Es mío.-
Volvió a hablar con un susurro. –Vete te lo suplico.-
Las ratas comenzaron a gruñir de
forma tan espantosa que parecía que se estuvieran asando vivas. Los lamentos de
rata quemada era algo que ya había escuchado antes; y también olido. El pelo
quemado tenía olor espantoso, peor que el hedor de quince mofetas unidas por
una cuerda. Mas, si algo odió y le repugnó sobre todas las otras cosas fue
notar el pelo quemado y apestoso caer en cima suya como si fuera una ligera lluvia
de otoño. ¡Iba a por el cuadro! Ella quería hacer daño al cuadro. Lo quemaría
con el pelo de rata. No lo podía permitir. Se encogió en el suelo como si fura
una tortuga y puso bajo de él el tan preciado cuadro. El pintor era el
caparazón y el cuadro el cuerpo de la tortuga.
Aunque todavía no se veía nada
pintado en él, ese lienzo era especial. No era un cuadro hecho con simple papel
del tipo que cualquier mindundí de pacotilla lo podía conseguir a bajo coste;
ahora que lo veía de cerca se daba cuenta de ello. Era de piel de la mejor
calidad. El mismo pintor la había desollado y limpiado lentamente con un
cuchillo que robó de sus cocineros cuando todavía tenía cocineros a los que
poder robarles los cuchillos.
De repente, con la misma rapidez
con la que vinieron los golpes, estos cesaron de inmediato. También la
maloliente lluvia de pelo quemado; ya no quedaba más pelo en las ratas para que
siguieran gimoteando. Éstas se convirtieron en poco más que unos trozos de
carne negra colgada del techo, de no ser por las colas y los dientes, parecían
morcillas. Morcillas quemadas con sabor a rata. Esa pequeña burla en su cabeza
le tranquilizó durante un rato y volvió a poner el lienzo sobre el caballete
con tal de continuar con el viaje.
Por fin, y sin distracciones por
parte de las ratas ni de Ella, dejó apoyado en el caballete su bastón negro sin
cuervo de plata, cogió la tableta de colores y el mejor de sus pinceles y, de
nuevo, se dispuso a dar una pincelada al cuadro.
Esta vez no hubo golpes, la
puerta se abrió de repente y Ella entró. El caballete con el lienzo y la
tableta de colores se convirtieron en pura ceniza. En las manos del anciano
solo quedó el pincel y el bastón sin cuervo que consiguió coger en el aire
antes de que éste cayera al suelo. Más tarde toda la habitación se convirtió en
pura cenizas. Todo por culpa de Ella.
Después de tanto fuego y tantos
gritos solo quedaba la ceniza. Aunque le doliese recordar aquella lección que
por desfortuna había aprendido, no podía sacársela de la cabeza. Con la punta
de su bastón tanteó los restos de cenizas buscando algo que contradijese la
maldita lección. Pero no había nada. Ni un trozo de papel, una rata quemada con
apariencia de morcilla ni siquiera un mechón de pelo apestoso. El único pelo
que disponía el viejo, a parte de las pocas canas que rodeaban su calva, era el
de su pincel. No estaba hecho de las hebras de un cabello, sino de un tipo de
cabello más fino y sedoso que el de cualquier animal. Cabello humano, por
supuesto. Así conseguiría llegar a hacer los detalles más pequeños y precisos.
Un gran montón de cenizas se
juntaron en frente del viejo dibujando dos siluetas femeninas, una más grande y
una más pequeña. Las figuras, madre e hija, tenían las manos unidas miraban al
pintor con unos ojos tristes cargados de odio y resentimiento. Ella solo era una de las figuras, tal vez
Ella era la figura que menos le importaba que le mirase así. Es más, si solo
estuviera Ella, el viejo hubiera cogido su bastón sin cuervo y la hubiera
amenazado y gritado con todas las paparruchas que conocía como muchas otras
veces había hecho cuando estaba con vida. Su mujer nunca le hacía caso. A Ella
le importaba más su piano y las canciones que componía que obedecer a su
marido. Más de una vez tuvo que educar a golpes de bastón a esa zorra
desagradecida. De no ser por él, Ella seguiría tocando en un bar de malambiente
mientras unos chiflados le gritaban que enseñase los pechos. Pero la otra figura
era su hija y, delante de su pequeña, no podía hacer ningún mal.
Cerró con mucho pesar los ojos
mientras ambas mujeres le observan con odio y desdicha. Cuando los volvió a
abrir volvía a estar en el taller con sus pinturas, las ratas quemadas colgadas
del techo y, algo nuevo, una gran capa de ceniza que cubría todo el suelo.
En el lienzo que posaba sobre el
caballete también había algo nuevo. El pintor no recordaba haberlo hecho,
estaba tan abstraído en el viaje que no se daba cuenta de las cosas que le
hacía al cuadro. El lienzo ya tenía unas pinceladas rojas de prueba. Estas
pinceladas rápidas que, con una ligera pasada de agua, se borraban sin dejar
rastro.
En ese momento, el pintor recordó
el color preferido de su hija. El rojo, ¿cómo no? También era su color preferido.
Quizás era algo que venía de familia, igual como el don para la pintura. Desde
bien pequeña, su hija empezó a aficionarse por la pintura. Lo que más dibuja
era al perro de la familia, ese saco de pulgas que no hacía más que ladrar y
despertarle a las tantas de la noche. En los dibujos de la niña, el perro era
de color rojo, igual como las ramas de los árboles e igual que el agua del río.
Pudiendo elegir colores, ¿por qué conformase con las imágenes reales? Ella
quería verlo todo de color de rojo y a él le hacía mucha gracia explicarle qué
las cosas se tenían que pintar de su color aunque no les gustase el color que
tenían.
Las paredes del taller comenzaron
a llenarse de los dibujos de la niña. Una sonrisa tierna y melancólica comenzó
a dibujarse en los labios del pintor. Hubo un tiempo que pensó que nunca más
volvería a ver esos trozos de papel mal pintados. Ríos rojos, árboles rojos,
cielo rojo… Todo de color de rojo.
En tributo a su hija, el color
que usó para pintar la última de las obras era el rojo. Le había costado tanto
conseguir ese color rojo. Lo hizo por ella aunque no lo entendiera. Si cogió
los punzones para pincharle y le conectó toda esa serie de tubos que un
principio fueron pensados para destilar cerveza, fue para conseguir el perfecto
rojo de su sangre.
Ella, como la sombra que era,
volvió a interrumpir en el taller.
-¡VETE AL DIABLO!- Le gritó al
fantasma de su mujer como tantas veces le hubo gritado en vida. -¡ES MI HIJA NO
ME LA ARREBATARÁS DE NUEVO!-
Ella estaba celosa, igual que
siempre. No soportaba ver como su hija la quería más a él que a Ella. Por eso
la intentó matar ahogándola en la bañera. Desde que nació la pequeña, Ella no
hubo hecho otra cosa que intentar matarla. El doctor dijo que era un trastorno
debido a un trauma infantil y que, después de unos meses, Ella volvería a ser
una mujer normal y dejaría de intentar matar a su hija. De los meses pasaron a
los años y Ella seguía igual. Era una celosa. Envidiaba el triunfo de su marido
el amor de su hija.
Después de la sombra vino el
perro, con el mismo aspecto a morcilla quemada que tenían las ratas del techo.
El pintor supo, inmediatamente, por qué vino el perro. Él también lo odiaba.
Claro que sí, él fue el primero y el que le costó la pierna izquierda.
El pintor recordó aquella noche
que, armado con una antorcha y una botella de vino barato, quemó la caseta del
perro con el perro dentro. Aquella noche debió de ser más inteligente y tapar
la caseta con algo más que un trozo de madera. El chucho, a pesar de estar en
llamas, consiguió salir de la caseta echando la madera al suelo y mordió la
pierna izquierda del pintor dejándola completamente inútil para los años que
siguieron.
Los errores que cometió con el
maldito perro no los cometió cuando quemó a Ella, a la pianista que fue la
mujer del pintor. No se sentía bien con aquel recuerdo. No por el mero hecho de
matar a una zorra. Eso, en cierta manera, era lo de menos. Se sentía mal porque
una inocente niña que poco entendía del mundo de los adultos le vio asesinar a
su madre con la sonrisa taimada y los gritos aborrecedores que espantó a todos
los criados que una vez hubieron querido trabajar en la mansión del pintor.
La niña, su pequeña hija, gritó,
chilló y lloró. Todo el amor que tenía a su padre desapareció en ese instante.
Ya no quería que la cogiera en brazos ni que ambos se pusieran a pintar en el taller
cada uno con su propio caballete hecho a medida. Solo quería llorar y estar
lejos del hombre malo que mató a su madre.
No lo entendía, ni nunca lo
entendería. Por fortuna, el pintor, tuvo una idea para que ambos estuvieran
unidos. Tuvo la perfecta idea de crear un cuadro, no un cuadro normal y
corriente, sino el cuadro de su hija con los miembros de su hija: Hueso, piel,
cabello y sangre.
El cuadro terminó de formase y el
viaje al fin hubo terminado. Volvió al taller, la misma habitación triste y
polvorienta, donde había empezado. Latas de pintura vacía a un lado, lienzos rotos
por el otro y algún que otro caballete de madera podrida tirado en el suelo. El
cuervo de plata estaba en el bastón como si nunca se hubiera despegado de él. Nada
de sombras, nada de cenizas ni nada de ratas quemadas colgando del techo. Este
fue el fin del agonizante y confuso viaje.
La que creía que era su obra
maestra estaba delante suya, un cuadro completamente rojo en el que su locura
le hacía ver que allí vivía su amada hija.
El pintor cogió el cuadro rojo
con sumo cuidado y cariño, como si estuviera cogiendo en brazos a su propia
hija. Abandonó el taller y fue al piso superior, directo a su habitación. Una
vez allí, colgó el cuadro rojo en el lugar que ya había elegido, justo encima
del cabezal de la cama. Echó una mirada a su alrededor antes de echar a dormir
y descansar del agotador viaje. “El General Robisson”, “Hombre montado a
caballo” y el bodegón de frutas no estaban; igual como los criados, formaban
parte de sus delirios matutinos. Todos los cuadros que había en el cuarto
estaban pintados de un único color, el color favorito de su hija.
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