viernes, 22 de julio de 2016

Capas de pintura

Hacía horas que había salido el sol y todavía seguía en la cama. No por gusto sino porque ninguno de los muchos holgazanes que tenía como sirvientes había ido a despertarle con la bandeja del desayuno en la mano. Si por él fuera, haría horas que habría tomado su zumo de naranja y sus tostadas con mantequilla, estaría vestido con sus mejores harapos y ya habría empezado el trabajo en el taller. Es más, de ser por él, no tendría que repetir una y otra vez a todos sus criados que le despertasen antes de que los gallos cantasen, que cuanto más tardase en levantarse más tardaría en terminar su obra. Pero estaba rodeado de unos malditos orangutanes que hacían cualquier cosa para no trabajar.  

Durante unos segundos, tanteó con su mano derecha la mesita del costado de su cama esquivando las botellas vacías de whisky barato que se bebió antes de dormir en busca de la diminuta campanilla de bronce que usaba para llamar a sus criados. La iba a hacer sonar tanto que reventaría los tímpanos de cualquiera que le escuchase. Así aprenderían a acatar las órdenes del señor de la casa. 

El ruido del badajo al entrechocar entre las paredes de la campana inundó toda la mansión. No hubo ser vivo que no lo escuchase. Si llamar la atención es lo que el pintor quería, lo había conseguido a la perfección. Aun así nadie acudió a su llamada. Sin el sonido de la campana, la mansión daba la impresión de estar vacía. 

-¡HOLGAZANES!- Gritó el anciano pintor lanzando la campana de bronce contra la pared de la habitación.  

Aun despierto y furioso, tardó unos instantes en levantarse de la cama. Su cuerpo paliducho y lamido le pesaba tanto que apenas podía levantarse sin ayuda. Por no hablar de su pierna izquierda, después del incidente, ésta no era más que un trozo de carne tan inútil como los criados de la mansión. Si no fuera por su elegante bastón de madera negra coronado con un cuervo de plata fina, el viejo no podría caminar. 

Cuando por fin pudo levantar su delgado trasero de la cama gritó las maldiciones e improperios propios de aquella hora del día. Solo decía paparruchas, cómo el mismo reconocería al cabo de un rato. 

Con paso lento pero seguro, el anciano pintor abandonó su habitación. Tenía los ojos tan legañosos que ni siquiera se dio cuenta que, la que había dejado atrás, era la cama que tiempo atrás compartió con su mujer. Para él, bien podía ser la caseta del perro que no se iba a dar cuenta de ello. De lo que sí se dio cuenta y sí reconoció pese a tener los ojos tan sucios, fueron sus cuadros. Todas las pinturas que a lo largo de su vida hizo con sus propias manos o comprado a otros pintores tan prestigiosos y aclamados por el público como lo fue él en sus buenos días. “El General Robisson” era uno de sus cuadros preferidos, éste estaba colgado en la pared izquierda de la habitación, a la derecha “Hombre montado a caballo” su primera gran obra, enfrente de la cama un simple pero siempre bello bodegón, y, justo en el parte superior sobre el reposadero  del lecho de matrimonio, un hueco vacío que con suerte llenaría ese mismo día. 

Ya que sus criados no le habían despertado ni preparado el desayuno, el pintor bajó las escaleras hacia el piso inferior de la mansión directo a su despacho. Allí hizo lo propio de cada mañana. Como desayuno cogió una botella de ron viejo que se bebió  con cinco grandes sorbos sin ni siquira saborear el brebaje que otros hubieran pagados cantidades desorbitadas con tal de probar. Después de maldesayunar, y tras la segunda tanda de maldiciones, éstas nacidas por las rejuvenecedoras fuerzas del alcohol, fue hacia el baño del despacho a hacer lo más básico en su higiene diaria: Una buena hez de un color más verde que marrón en el retrete y una pequeña ducha con agua sucia y fría. Una tercera tanda de maldiciones dio fin a los rituales que venían con el nuevo día. Con suerte, ya no diría más paparruchas hasta la hora del almuerzo. 

El pintor, con un paso más rápido y despierto que el que hizo recién levantado, fue hacia su taller en el sótano de la mansión. Allí preparaba la que estaba decido que fuera su nueva mejor obra. Bajo una tela se ocultaba el lienzo vacío, un lienzo que llenaría de vida al finalizar el día y, tras admirarlo unos instantes, lo colgaría sobre la cabecera de su cama de matrimonio.

Cada pintura nueva era como un nuevo y último viaje. Lo que primero había que hacer antes de comenzar con una obra era cerrar los ojos y dejarse guiar por los caminos confusos que el nuevo viaje le ponía delante para que los recorriese. Los cuadros eran únicos, por eso cada cual tenía su propio nuevo viaje y, también, el último pues, aunque quisiera repetirlo, no lo podía hacer. Ya intentó repetir una vez el camino que hizo cuando pintó “El General Robisson” y no lo consiguió. Los caminos se desordenaron, cambiaron de dirección o aparecieron señales nuevas que no recordaba que estuvieran ahí cuando hizo al General. Fuera como fuere lo que guió al pintor, le llevó al fracaso. No pudo volver a hacer a “El General Robisson”, lo que vino, después de recorrer esa larga carretera, fue el cuadro que bautizo como “Hombre feo con nariz de berenjena y cuerpo de longaniza”; el título de la obra describía por sí misma lo mala que fue.

 “Hombre feo con nariz de berenjena y cuerpo de longaniza” le costó su prestigio y su dignidad. Ese camino por poco le llevó a la más miserable de las ruinas. Pero aquello se acabó, por fin se acabó. Esta nueva obra iba a ser perfecta e iba a ser toda para él. A la mierda el prestigio, la fama y la fortuna. Lo único que quería era recuperar la dignidad que perdió con “Hombre feo con nariz de berenjena y cuerpo de longaniza”.  Este nuevo y último viaje, sería el mejor que recorría en toda su vida. 

Pum, pum y pum. Alguien llamó a la puerta de su taller justo en el momento en el que iba a poner la primera capa blanca sobre el lienzo. Seguramente fuera alguno de los maleducados monos que tenía como criados. Vendrían a hacerle recordar que se tenía que tomar las medicaciones o alguna que otra simplez por el estilo.

-¡Largo!- Graznó el viejo a la vez que daba una patada con la pierna mala a uno de los botes vacíos de pintura roja que estaban esparcidos por todo el suelo del taller. 

Pum, pum y pum. Volvieron a sonar los tres golpes a la puerta pese a los gritos del viejo. 

-¡Di lo que quieras desde allí y vete!- Volvió a gritar el pintor y como respuesta solo obtuvo otros tres golpes secos a la puerta. Pum, pum y pum. 

Por mucho que levantase la voz, quién fuera que estuviera en el otro lado no iba a hacer el menor de los casos. Cansado, el anciano pintor tomó su bastón de cuervo y fue hacia la puerta del taller. La abrió, pero no vio a nadie, solo había nada; una absoluta y desconcertante nada. Ni cuadros adornando la pared de los muchos pasillos de su mansión, ni alfombras rojas perfectamente cepilladas sin ninguna muestra de pelo del perro de la familia… Solo Nada. Para ser más precisos, la Nada era poco más que una línea recta y negra. 

Pensando que tal vez sería alguna broma de mal gusto de sus criados, pues era posible que hubieran quietado todos los adornos y bajado las ventanas para que no entrase la luz del día, el viejo pintor comenzó a andar a través de la línea negra mientras no dejaba de pronunciar sus maldiciones y paparruchas. Más temprano que tarde se dio cuenta de algo que cualquier persona sorbía hubiera sabido antes incluso de abandonar el taller: El camino no tenía fin. Lo mucho que andase ahí, los bastonazos que diese y los golpes con su pierna mala hacia las paredes (si es que había paredes en la línea negra) eran inútiles. 

-¡Allá vosotros, ya os cogeré por el pescuezo y os haré pagar por esto!- Gritó más paparruchas a unos criados imaginarios a la vez que se giraba de vuelta hacia el taller, pero éste ya no estaba en su lugar. En ambos sentidos, el camino recto y oscuro se volvió interminable. -¡MALDITOS!- Fue un grito desgarrador, como si a alguien le hubieran quitado aquello que más preciaba. -¡Hasta que no me devolváis al taller no seguiré caminando!- Rugió de nuevo al elenco imaginario de sirvientes. 

Un sonido que el pintor reconoció como familiar venía desde una de la punta opuesta de la línea recta y negra. Era como si veinte personas dieran golpes con sus dedos, todos a la vez, a una mesa de madera. El sonido se hubo acercando e, instintivamente, el anciano se dirigió hacia él con la ayuda de su bastón. 

Allí estaban sus criados corriendo hacía como alma que lleva el diablo. Cuando los tenía a no más de metro y media de distancia, se dio cuanta de algo de vital importancia acerca de sus criados y que, por la edad y sus enfermeras había olvidado: Sus sirvientes no existían realmente. Si un día tuvo todo un ejército de criados y doncellas obedeciendo cada uno de sus vicios y manías, le habían abandonado hace tiempo dejando al señor solo con las ratas negras de la mansión. Y eso mismo era lo que iba hacia él. Casi un centenar de ratas negras y peludas corrían y se empujaban entre ellas como si fuera una carrera cuyo premio final era un reluciente trozo de queso recién cortado. 

No hubo maldiciones esta vez. El pintor solo corrió hacia el lado opuesto de donde venían las ratas. Por alguna razón que solo él era capaz de comprender, creía que las ratas le iban a devorar como venganza por no haberle pagado el salario del mes pasado. 

¡Una puerta! Ante él vio una puerta en el inmenso corredor negro que más nunca fue infinito. No dudó en coger el pomo de la puerta, entrar en la habitación y cerrarla de inmediato antes de que las ratas le comieran vivo. Le dolían las dos piernas, la inútil y la buena. Su bastón perdió el cuervo de plata que le coronaba (seguramente las ratas ya habrían roído el cuervo de plata hasta dejarlo irreconocible) y se tuvo que apoyar en una de las cajas cercanas a donde acababa de entrar antes incluso de prestar atención en el lugar dónde estaba. 

Volvía a ser taller, pero con algunas diferencias, o mejor, una diferencia muy importante. Sobre el techo colgaban ahorcadas todas las ratas que unos segundos antes le habían estado persiguiendo. 

Solo un grito seco, sin maldiciones ni paparruchas, asomó por la sucia boca del viejo. Un grito que tomó la forma de un vendaval y ondeó las ratas colgantes como si fueran banderas dirigidas por un fuerte viento huracanado. 

En medio de todas las ratas colgantes estaba el lienzo del cuadro que quería haber empezado antes de que los golpes en la puerta le interrumpiesen. Con miedo y con cierta curiosidad malsana, el pintor fue a ver el cuadro. Sin saber cómo lo había conseguido, la primera capa estaba ya preparada. El blanco que veían sus ojos era el más puro y brillante que nunca había hecho. La mejor de sus obras necesitaba un inicio magistral y éste era el mejor que había conseguido en toda su larga vida. Y es que, no había nada como el polvo de hueso humano mezclado con pintura blanca para dar ese perfecto matiz amarfilado que toda primera capa necesitaba. 

Otros tres golpes secos sonaron tras el otro lado de la puerta. Esta vez, por nada del mundo, el pinto se iba a mover de donde estaba. Ese último lienzo era su vida y no iba a dejar que Ella se lo arrebatase. Pues, después de ver la figura real de sus criados, si de algo estaba seguro, era que Ella existía y que quería dominar su nuevo y último viaje. 

-Paparruchas.- Maldijo con hilo de voz a la vez que abrazaba el lienzo sin soltar el bastón sin cuervo por si tenía que volver a echar a correr. 

Cada cinco segundos contados, los tres golpes consecutivos volvían a sonar. Cada vez más fuerte y cada vez más fuerte. A su vez, las cuerdas que ataban los cuellos de las ratas, se balanceaban en un enorme círculo alrededor del lienzo y del pintor como si estuvieran guiadas por los propios golpes. Cada vez más rápido y cada vez más rápido. 

-No te lo llevarás. Es mío.- Volvió a hablar con un susurro. –Vete te lo suplico.- 

Las ratas comenzaron a gruñir de forma tan espantosa que parecía que se estuvieran asando vivas. Los lamentos de rata quemada era algo que ya había escuchado antes; y también olido. El pelo quemado tenía olor espantoso, peor que el hedor de quince mofetas unidas por una cuerda. Mas, si algo odió y le repugnó sobre todas las otras cosas fue notar el pelo quemado y apestoso caer en cima suya como si fuera una ligera lluvia de otoño. ¡Iba a por el cuadro! Ella quería hacer daño al cuadro. Lo quemaría con el pelo de rata. No lo podía permitir. Se encogió en el suelo como si fura una tortuga y puso bajo de él el tan preciado cuadro. El pintor era el caparazón y el cuadro el cuerpo de la tortuga. 

Aunque todavía no se veía nada pintado en él, ese lienzo era especial. No era un cuadro hecho con simple papel del tipo que cualquier mindundí de pacotilla lo podía conseguir a bajo coste; ahora que lo veía de cerca se daba cuenta de ello. Era de piel de la mejor calidad. El mismo pintor la había desollado y limpiado lentamente con un cuchillo que robó de sus cocineros cuando todavía tenía cocineros a los que poder robarles los cuchillos. 

De repente, con la misma rapidez con la que vinieron los golpes, estos cesaron de inmediato. También la maloliente lluvia de pelo quemado; ya no quedaba más pelo en las ratas para que siguieran gimoteando. Éstas se convirtieron en poco más que unos trozos de carne negra colgada del techo, de no ser por las colas y los dientes, parecían morcillas. Morcillas quemadas con sabor a rata. Esa pequeña burla en su cabeza le tranquilizó durante un rato y volvió a poner el lienzo sobre el caballete con tal de continuar con el viaje. 

Por fin, y sin distracciones por parte de las ratas ni de Ella, dejó apoyado en el caballete su bastón negro sin cuervo de plata, cogió la tableta de colores y el mejor de sus pinceles y, de nuevo, se dispuso a dar una pincelada al cuadro. 

Esta vez no hubo golpes, la puerta se abrió de repente y Ella entró. El caballete con el lienzo y la tableta de colores se convirtieron en pura ceniza. En las manos del anciano solo quedó el pincel y el bastón sin cuervo que consiguió coger en el aire antes de que éste cayera al suelo. Más tarde toda la habitación se convirtió en pura cenizas. Todo por culpa de Ella. 

Después de tanto fuego y tantos gritos solo quedaba la ceniza. Aunque le doliese recordar aquella lección que por desfortuna había aprendido, no podía sacársela de la cabeza. Con la punta de su bastón tanteó los restos de cenizas buscando algo que contradijese la maldita lección. Pero no había nada. Ni un trozo de papel, una rata quemada con apariencia de morcilla ni siquiera un mechón de pelo apestoso. El único pelo que disponía el viejo, a parte de las pocas canas que rodeaban su calva, era el de su pincel. No estaba hecho de las hebras de un cabello, sino de un tipo de cabello más fino y sedoso que el de cualquier animal. Cabello humano, por supuesto. Así conseguiría llegar a hacer los detalles más pequeños y precisos. 

Un gran montón de cenizas se juntaron en frente del viejo dibujando dos siluetas femeninas, una más grande y una más pequeña. Las figuras, madre e hija, tenían las manos unidas miraban al pintor con unos ojos tristes cargados de odio y resentimiento.  Ella solo era una de las figuras, tal vez Ella era la figura que menos le importaba que le mirase así. Es más, si solo estuviera Ella, el viejo hubiera cogido su bastón sin cuervo y la hubiera amenazado y gritado con todas las paparruchas que conocía como muchas otras veces había hecho cuando estaba con vida. Su mujer nunca le hacía caso. A Ella le importaba más su piano y las canciones que componía que obedecer a su marido. Más de una vez tuvo que educar a golpes de bastón a esa zorra desagradecida. De no ser por él, Ella seguiría tocando en un bar de malambiente mientras unos chiflados le gritaban que enseñase los pechos. Pero la otra figura era su hija y, delante de su pequeña, no podía hacer ningún mal.

Cerró con mucho pesar los ojos mientras ambas mujeres le observan con odio y desdicha. Cuando los volvió a abrir volvía a estar en el taller con sus pinturas, las ratas quemadas colgadas del techo y, algo nuevo, una gran capa de ceniza que cubría todo el suelo. 

En el lienzo que posaba sobre el caballete también había algo nuevo. El pintor no recordaba haberlo hecho, estaba tan abstraído en el viaje que no se daba cuenta de las cosas que le hacía al cuadro. El lienzo ya tenía unas pinceladas rojas de prueba. Estas pinceladas rápidas que, con una ligera pasada de agua, se borraban sin dejar rastro. 

En ese momento, el pintor recordó el color preferido de su hija. El rojo, ¿cómo no? También era su color preferido. Quizás era algo que venía de familia, igual como el don para la pintura. Desde bien pequeña, su hija empezó a aficionarse por la pintura. Lo que más dibuja era al perro de la familia, ese saco de pulgas que no hacía más que ladrar y despertarle a las tantas de la noche. En los dibujos de la niña, el perro era de color rojo, igual como las ramas de los árboles e igual que el agua del río. Pudiendo elegir colores, ¿por qué conformase con las imágenes reales? Ella quería verlo todo de color de rojo y a él le hacía mucha gracia explicarle qué las cosas se tenían que pintar de su color aunque no les gustase el color que tenían. 

Las paredes del taller comenzaron a llenarse de los dibujos de la niña. Una sonrisa tierna y melancólica comenzó a dibujarse en los labios del pintor. Hubo un tiempo que pensó que nunca más volvería a ver esos trozos de papel mal pintados. Ríos rojos, árboles rojos, cielo rojo… Todo de color de rojo. 

En tributo a su hija, el color que usó para pintar la última de las obras era el rojo. Le había costado tanto conseguir ese color rojo. Lo hizo por ella aunque no lo entendiera. Si cogió los punzones para pincharle y le conectó toda esa serie de tubos que un principio fueron pensados para destilar cerveza, fue para conseguir el perfecto rojo de su sangre.

Ella, como la sombra que era, volvió a interrumpir en el taller. 

-¡VETE AL DIABLO!- Le gritó al fantasma de su mujer como tantas veces le hubo gritado en vida. -¡ES MI HIJA NO ME LA ARREBATARÁS DE NUEVO!- 

Ella estaba celosa, igual que siempre. No soportaba ver como su hija la quería más a él que a Ella. Por eso la intentó matar ahogándola en la bañera. Desde que nació la pequeña, Ella no hubo hecho otra cosa que intentar matarla. El doctor dijo que era un trastorno debido a un trauma infantil y que, después de unos meses, Ella volvería a ser una mujer normal y dejaría de intentar matar a su hija. De los meses pasaron a los años y Ella seguía igual. Era una celosa. Envidiaba el triunfo de su marido el amor de su hija. 

Después de la sombra vino el perro, con el mismo aspecto a morcilla quemada que tenían las ratas del techo. El pintor supo, inmediatamente, por qué vino el perro. Él también lo odiaba. Claro que sí, él fue el primero y el que le costó la pierna izquierda. 

El pintor recordó aquella noche que, armado con una antorcha y una botella de vino barato, quemó la caseta del perro con el perro dentro. Aquella noche debió de ser más inteligente y tapar la caseta con algo más que un trozo de madera. El chucho, a pesar de estar en llamas, consiguió salir de la caseta echando la madera al suelo y mordió la pierna izquierda del pintor dejándola completamente inútil para los años que siguieron. 

Los errores que cometió con el maldito perro no los cometió cuando quemó a Ella, a la pianista que fue la mujer del pintor. No se sentía bien con aquel recuerdo. No por el mero hecho de matar a una zorra. Eso, en cierta manera, era lo de menos. Se sentía mal porque una inocente niña que poco entendía del mundo de los adultos le vio asesinar a su madre con la sonrisa taimada y los gritos aborrecedores que espantó a todos los criados que una vez hubieron querido trabajar en la mansión del pintor. 

La niña, su pequeña hija, gritó, chilló y lloró. Todo el amor que tenía a su padre desapareció en ese instante. Ya no quería que la cogiera en brazos ni que ambos se pusieran a pintar en el taller cada uno con su propio caballete hecho a medida. Solo quería llorar y estar lejos del hombre malo que mató a su madre. 

No lo entendía, ni nunca lo entendería. Por fortuna, el pintor, tuvo una idea para que ambos estuvieran unidos. Tuvo la perfecta idea de crear un cuadro, no un cuadro normal y corriente, sino el cuadro de su hija con los miembros de su hija: Hueso, piel, cabello y sangre. 

El cuadro terminó de formase y el viaje al fin hubo terminado. Volvió al taller, la misma habitación triste y polvorienta, donde había empezado. Latas de pintura vacía a un lado, lienzos rotos por el otro y algún que otro caballete de madera podrida tirado en el suelo. El cuervo de plata estaba en el bastón como si nunca se hubiera despegado de él. Nada de sombras, nada de cenizas ni nada de ratas quemadas colgando del techo. Este fue el fin del agonizante y confuso viaje. 

La que creía que era su obra maestra estaba delante suya, un cuadro completamente rojo en el que su locura le hacía ver que allí vivía su amada hija. 

El pintor cogió el cuadro rojo con sumo cuidado y cariño, como si estuviera cogiendo en brazos a su propia hija. Abandonó el taller y fue al piso superior, directo a su habitación. Una vez allí, colgó el cuadro rojo en el lugar que ya había elegido, justo encima del cabezal de la cama. Echó una mirada a su alrededor antes de echar a dormir y descansar del agotador viaje. “El General Robisson”, “Hombre montado a caballo” y el bodegón de frutas no estaban; igual como los criados, formaban parte de sus delirios matutinos. Todos los cuadros que había en el cuarto estaban pintados de un único color, el color favorito de su hija.



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