Idán era una pequeña villa alejada de todas las grandes
ciudades de Azäir. Sus habitantes tenían sus propias costumbres, su propia
forma de pensar e, incluso, sus propios deseos totalmente diferentes a las
otras grandes ciudades de los humanos. Era sencillo vivir en Idán, allí nadie
pensaba en los orcos que venían desde las tierras frías del Norte ni en las
enfermedades que nacían por el Oeste. Nada había en toda Azäir que pudiera
perturbar la paz en la villa. Y los idanos trabajaban para que sus vidas
siguieran igual como hasta entonces.
Cualquier extranjero que fuera de visita a Idán pensaría que
la villa estaba recubierta por una cúpula invisible que, en lugar de no dejar
pasar el aire, ésta no dejaba pasar las noticias de otros lugares. Eso, al menos, es lo que pensaba Ronel.
Había llegado a Idán por pura casualidad. Trabajaba de
vendedor ambulante, uno de esos que viajan de ciudad en ciudad, de pueblo a
pueblo y de aldea a aldea cargado de diversos artefactos y noticias, ambas
cosas igual de cotizadas por los compradores más habituales. Sin embargo, al
llegar a Idán, nadie quiso comprarle nada. Fue extraño, incluso en los pueblos
más pobres siempre había curiosos que querían, por lo menos, curiosear entre
los artículos que mostraba en su caravana. Pero, allí no. En Idán le temían
como si fuera un horrible orco.
La buena noticia era que, Ronel había llegado en el que
parecía el mejor momento para la villa. Los idanos estaban preparando una
festividad de la cual nadie le quiso decir nada. ¿Una sorpresa de bienvenida tal
vez? No tenían muchas visitas así que, que todo el mundo se pusiera a trabajar
en una fiesta inmediatamente después de ver al primer extranjero en muchos años
no era una idea tan descabellada. Era incluso lógica, si lo pensaba con
detenimiento. No era la primera vez que lo hacían; habían pueblos tan pequeños
que, en cuanto él llegaba, se sentían tan agradecidos por la visita que los más
ancianos le invitaban a comer y dormir a su hogar. En Idán también le
invitaron. Ioan, el alcalde de la villa y el único habitante de ésta que le
dirigió la palabra, le preparó toda una casa para que pasase cuántas noches
como quisiera. Esa era la Choza del Invitado, la más lujosa y cómoda de la
villa.
Ronel no era de los vendedores ambulantes más jóvenes, ni
tampoco de los más ancianos, pero tenía las canas suficientes en su cabello y en
su barba para saber que la Choza del Invitado era demasiado grande para alguien
como él. La casa contaba con dos pisos, en el primero con cocina, un amplio
salón en el que podían caber todos sus amigos y una pequeña biblioteca cuyos
libros solo hablaban de Idán; en el piso superior habían tres grandes
habitaciones una de ellas con dos camas. La letrina esta fuera de la estancia,
en el jardín donde el olor de las heces no pudiera molestar el agradable aroma
de la Choza del Invitado.
El vendedor, dejó su caravana y a Canela, su fiel yegua y compañera de viaje, en el jardín. Se
aseguró que todo estuviera bien atado para que nadie pudiera robarle ni los
cachivaches ni la yegua.
-¿Qué te parece amiga?- dijo Ronel a su yegua a la vez que
le daba una manzana para comer.-Nunca no han tratado tan bien, ¿verdad? Tengo
la impresión de que esta noche venderemos hasta el último montón de chatarra
que tengamos a la venta-.
Dedicó la tarde para descansar de su viaje, de una buena
siesta no se escaparía. Si era cierto que estaban preparando una fiesta por su
llegada, la noche sería el mejor momento para mostrar su mercancía. Lo vendería
todo: brújulas, mapas, libros, ropas, armas, joyas y, lo más importante de
todo, noticias. ¿Qué pensarían los idanos al saber que en dos ciudades al Este
había hambruna? Podían hacer negociaciones y vender todo el trigo que sobraba en
Idán, el cual no era poco. ¿Quién sabe? Quizás la pequeña villa se podría convertir
en una ciudad gracias a esos ingresos. ¿O tal vez les interesaría saber qué, en
los mares del Sur, unos piratas estaban arrasando todos los barcos que se
pusieran en su camino? Idán no es que estuviera cerca de la costa pero, siempre
era bueno conocer el estado de los pueblos vecinos. Ronel ya contaba
mentalmente el precio que podía pedir por vender esas, y muchas otras, noticias
al alcalde.
Toda la villa estaba adornada con multitud de farolillos y
cintas de colores. No había casa que no tuviera su farolillo anclado en la
puerta y sus cintas doradas y rojas rodeando las tejas. Ronel se alegró de ver,
por fin, una expresión de felicidad en los extraños idanos. Seguían sin
acercarse a él, tal vez tendrían miedo,
pero aquello solo era cuestión de tiempo. Solo tenía que esperar y sonreír
cuando viera pasar a alguien cerca de la caravana que llevaba Canela a cuestas.
-Señor-Ioan fue el primero que se acercó a la caravana, la
mayoría de los otros habitantes de la villa estaban detrás de él.- ya lo
tenemos todo organizado. Puede venir con nosotros-. Hablaba de forma extraña,
con terribles pausas sosegadas que helaron la sangre de Ronel.
-¿Ir a dónde?- Preguntó el mercader.
-Es una sorpresa- Los idanos sonrieron ante las palabras de
Ioan.-solo sígame, por favor.- Ronel cogió las riendas de Canela y se dispuso a
seguir al alcalde como éste le había dicho, pero pronto Ioan volvió a
hablar.-Sin caballo por favor, Idán no es un lugar de caballos. Nosotros cuidaremos
de él y de su caravana-.
El mercader, en una primera instancia, desconfió del
alcalde. Dentro de la caravana estaba su vida, todo lo que él era, que no era
más que todo lo que tenía a la venta. No la quería dejar en manos de
desconocidos, igual que no que quería dejar a su compañera de viaje. Fue la cálida
sonrisa de los idanos y el recordar lo bien que le habían tratado preparándole
la Choza del Invitado lo que le hizo cambiar de opinión y bajar de Canela.
El grupo presidido por el alcalde y el vendedor ambulante,
se dirigió a las afueras de la villa. Los farolillos y las cintas que antes las
veía en cada casa, ahora los podía ver en cada árbol como si estuviera haciendo
un enorme pasillo entre el bosque.
-Adelante, Shabbel le está esperando-. Dijo Ioan.
-¿Quién es?-
-Es una sorpresa-. Contestó el alcalde curvando ligeramente
la cabeza sin dejar de sonreir.
-¿Tú no vienes?- Miró hacia el resto de los idanos que parecían
mantenerse a una distancia segura del camino de farolillos. -¿Es que nadie va a
venir conmigo?-
-No, señor. Preferimos que disfrutes solo de la sorpresa.-
Eso ya era demasiado sospechoso. Varías ideas le pasaron a
Ronel por la cabeza, la más lógica de ellas era que todo aquello no era más que
una tetra porque no querían su compañía y le estaban expulsando de Idán con
buenas palabras. Por supuesto, no sin antes robarle su yegua y su caravana.
-Se equivoca, disfrutaría mucho más con compañía que solo.
Por favor, usted primero-. Dijo Ronel con un tono de voz cándido para que nadie
llegase a sospechar de sus propias sospechas sobre los idanos.
Ronel hizo numerosos viajes en compañía de un grupo de bardos.
Aprendió todo cuanto pudo de ellos. Era curiosos pues un bardo apenas se
diferencia de un mercader, el trabajo de ambos dos se resumía en saber actuar
para poder ganar la máxima cantidad de oro posible vendiendo sus productos; los
bardos vendían espectáculo y los mercaderes como Ronel cachivaches de todo
tipo.
-Como desee-. Esta vez el alcalde no sonrió, el resto del
grupo sí lo hizo.
Avanzaron por el camino que marcaba los farolillos, la distancia
que separaba a los idanos de Ronel cada vez se hacía más larga; parecían
entusiasmados por querer presenciar lo que estaba a punto de suceder y a la vez
temerosos por verlo. Una mezcla de sentimientos que a Ronel no le gustó para
nada Pero que, mientras Ioan estuviera a dos pasos delante de él, poco le
importaba.
-Hemos llegado-. Dijo Ioan tras una larga caminata.
Era mentira, no habían llegado a ningún sitio. Los
farolillos todavía continuaban por el pasillo de árboles. Según calculaba
Ronel, a ese camino todavía le quedaban unas dos horas de viaje para llegar a
su fin. Aun así, no se atrevió a contestar pues algo se acercaba desde lo
lejos. Algo bastante grande, más incluso que la caravana donde guardaba su
mercancía.
Ioan dio dos pasos hacia el lado derecho del bosque alejándose
de la luz de los farolillos y escondiéndose entre los arbustos, el resto del
grupo de idanos hizo lo mismo que él. En medio, bajo todas las luces solo quedó
el vendedor ambulante. Estaba completamente inmóvil, no sabía por qué razón
exactamente pero algo se había apoderado de su cuerpo hasta el punto que no
podía mover ningún músculo. Ese mismo algo era el “algo” que se acercaba por el
pasillo de farolillos. Su mirada estaba dirigida a los ojos de ese “algo”, eran
de un color azul que jamás había visto, más puro que el de cualquier río y
cualquier mar que pudiera podido ver en sus muchos viajes.
A pasos agigantados, la criatura fue avanzando hacía él. Era
un tigre gigante, de abundante pelo y enormes espinas por la espalda y los
tobillos. Bajo la luz naranja de los farolillos, el animal resultaba hermoso a
la par que terrorífico. Si no se hubiera quedado petrificado al verlo, Ronel hubiera
llorado de emoción y de miedo.
-Por otro buen mes de paz-. Susurró Ioan mientras observaba
la escena.
El Shabbel dio un saltó hacia su presa al verlo inmovilizado
por el conjuro de su mirada. Cada mes, los idanos le ofrecían uno o, sino
varios, hombres con los que alimentarse. Hacía años que lo estaban haciendo. El
tigre gigante les defendería de los peligros que los humanos temen encontrarse,
mientras que, ellos tenían que cumplir su parte del trato y alimentarle cada
mes sin excepción. Sino era un extranjero, por el sabor de la carne se notaba
que el hombre de aquella noche no era de Idán, el sacrificado tenía que ser un
idano.
En agradecimiento a El Círculo de Escritores por haberme nombrado Mister Marzo. Este relato os lo dedico a todos vosotros. ¡Muchas gracias!
Me ha gustado mucho tu historia y el final una sorpresa. Un saludo
ResponderEliminarEsta historia tenía que ser bonita que tiene un motivo especial. Muchas gracias María. ¡Un abrazo!
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