domingo, 26 de julio de 2015

Lucius

Hacía cinco meses que su hijo había desaparecido. Miles de leyendas circulaban en el pueblo. Historias atroces sobre un fauno que había encandilado a los niños del pueblo y los había secuestrado hacía su morada en los bosques. Erick no creyó ninguna de esas historias. Roger a penas cumplía los siete años. Su padre, con gran pesar, recordaba como su pequeño hijo le seguía a todas partes como una sombra preguntando en que labores le podría ayudar. Si bien era demasiado pequeño para coger una hoz y segar el arroz, Roger imitaba a su padre cogiendo una rama del suelo y haciendo exactamente los mismos movimientos que él con su herramienta. No le hacía bien revivir aquellos recuerdos.

Su casa parecía enorme sin Roger correteando por todos los pasillos. Le parecía que en hasta su propio hogar se entristecía por la desaparición de su hijo. Veía la pintura de la pared de un color más apagada, el crujir de las puertas eran llantos desesperados y la luz de las velas eran lúgubres como las velas que ponen los familiares de los difuntos sobre sus tumbas. Para Erick, su casa era un cementerio. No podía seguir allí, sentado en la mecedora esperando, como cada día, que su hijo apareciese por la puerta sin que nada de esto hubiera pasado.

Erick salió de su casa. Dio un largo paseo por la ciudad. El sol comenzaba a ponerse y el hombre se sentía cansado de dar vueltas huyendo de sus propios pensamientos como si estos le persiguieran, se sentó en uno de los bancos del pueblo. Por lo menos quedaban media hora de camino para volver a casa. Decidió sentarse y observar la caída del sol como si fuera la primera vez que veía un anochecer.

-Hola.- Le dijo una voz infantil sentada a su lado.

El hombre lo vio. Había aparecido de la nada. Tendría la misma que edad que su hijo cuando hubo desaparecido. Tenía el pelo gris oscuro, como si fuera ceniza de un fuego ya apagado; sin embargo, si en sus cabellos el fuego se había apagado, en sus ojos estaba tan vivo como el fuego del propio Infierno pues eran grandes y de color rojo intenso.

-Mi nombre es Lucius.- Continúo hablando el niño mientras balanceaba sus piernas al no poder apoyarlas en el suelo. - ¿Quieres jugar? –

-No.- Contestó el hombre de forma tosca.

-¿Eres mayor para jugar? No importa, seguro que tienes un hijo que pueda jugar conmigo.
-Lo tuve.- Dijo con un hilo de voz al borde de echarse a llorar.

-¿Qué le pasó, murió? –El hombre notó los rojos ojos de Lucius clavados en él. Una lágrima cayó desde los ojos de Erick, fue la respuesta que Lucius necesitaba. -¿Qué te ocurre? Estás triste. ¿Por qué? – El niño no cambió su tono en el habla. Seguía siendo igual de jovial e infantil que un primer momento. Aquello le molestó. 

No pudo contestar. Tenía un nudo en la garganta y otro en su corazón.

-Tu vida es triste. – Continúo hablando el niño. – Echas de menos a tu hijo muerto. Eso te hace triste, eso hace que tu vida sea triste. No mereces vivir una vida triste.- El niño bajó su mirada hacia sus piernas.


Tenía razón. Su vida era triste. No merecía vivir, no sin su hijo. Erick siguió la mirada de los ojos rojos de Lucius, entre las piernas del niño apareció una daga curva. Tenía una empuñadura de cuero negro coronada con un rubí rojo. Sin dudarlo, el hombre agarró la daga de Lucius. Con el dedo índice repaso cada milímetro del rubí. No sabía de dónde había salido aquella arma. No le importaba. Apretó el mango con la fuerza que había formado todo el dolor de aquellos últimos meses y se lo clavó en la garganta. Lucius no cesaba de reír, le hacía gracia ver como un hombre se había suicidado por su culpa. Era divertido ver como la sangre hacía borbotones mientras salía del agujero que había hecho su daga en el cuerpo de Erick. Su misión había terminado, y, el espíritu del niño de nombre Lucius, se desvaneció tan pronto como hubo aparecido.

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